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La ciencia debe levantar la voz y tomar partido
No hay muerte más lamentable que la que podría haberse evitado atendiendo a las aportaciones de la ciencia. Al ignorar la alerta roja decretada por la AEMET, los datos de aforos de los cauces reportados por la Confederación Hidrográfica del Júcar, e incluso los registros pluviométricos en tiempo real reportados desde las estaciones automáticas de la iniciativa de ciencia ciudadana que coordina la Associació Valenciana de Meteorologia (AVAMET), el presidente de la Generalitat Valenciana y sus colaboradores políticos se encuentran en este momento próximos a ser formalmente acusados de homicidio imprudente, a pesar de sus intentos patéticos de articular un relato alternativo que frisa la obscenidad si atendemos a las consecuencias de sus omisiones, y que incluye menosprecios y acusaciones al propio quehacer de los científicos y técnicos. Con la información proveída por las entidades mencionadas, canalizada de modo accesible, público y abierto, los responsables políticos tenían sobrados elementos de juicio para aplicar todos los protocolos prescritos varias horas antes de que el curso de los acontecimientos tomara un cariz trágico, y guiados por el principio de precaución que debe regir cualquier decisión que afecte a la sociedad en su conjunto.
Ese mismo principio de precaución debería haberse aplicado en la acción política ordinaria durante las ya numerosas décadas en que los estudios meteorológicos, climatológicos, hidrológicos, ecológicos, geológicos y geográficos no han cesado de aportar datos, pruebas, teorías y modelos de interpretación que explican racionalmente el potencial destructivo del peculiar régimen pluvial de las regiones mediterráneas españolas; un régimen, en sus consecuencias sociales, muy bien documentado en el tiempo, gracias a la labor de los historiadores y los arqueólogos, junto a las asentadas aportaciones de la cultura popular, estudiada a su vez por los antropólogos y etnólogos. Los economistas y los sociólogos, mientras tanto, han tratado de dar con las claves para activar los mecanismos de un cambio productivo y social que vuelva a poner en consideración vigilante los riesgos propios del clima de esas tierras; unos mecanismos que los ingenieros de muy diversas ramas, más los arquitectos y urbanistas de distintas especialidades, están dispuestos a desarrollar, aplicar, gestionar y mejorar, y que los expertos en salud pública sin duda recibirán con sumo interés en relación con sus propios objetivos.
Aunque algunas cosas se han reconducido respecto a los modos de gestión territorial que se heredaron del franquismo, lo cierto es que muchas inercias continúan incólumes por la inacción cobarde de la clase política valenciana âsiempre temerosa de enfrentarse al capitalismo extractivista y a los modelos de exacerbación de la movilidad de los recursos humanosâ; y ello, pese a los avances en los conocimientos científicos y técnicos, los cuales, de haber sido puestos con más diligencia, intensidad y profundidad al servicio de una gestión racionalizada del territorio y de la prevención del riesgo, hubieran evitado algunas de las peores consecuencias de las recientes riadas.
A veces decimos que la ciencia, en cualquiera de sus manifestaciones, vale la pena por sí misma. Esto es seguramente cierto para los que sentimos la vocación de la investigación, para los que experimentamos la pasión por una especialidad. Pero la ciencia realmente vale la pena por lo que aporta a la sociedad, desde hacerla más culta y educada, hasta dotarla de medios más eficaces para combatir los riesgos y las amenazas. Por eso, esa ciencia despreciada, ninguneada e insultada desde el día 29 de octubre, y orillada y reducida en su impacto efectivo desde muchísimos años antes, debe levantar la voz, no solo por sentirse injustamente tratada, sino para denunciar que no tener en cuenta sus contribuciones acarrea unas consecuencias terribles para las personas, incluida la muerte evitable de muchas de ellas. Como historiador de la ciencia, reclamo a la comunidad científica que tome partido y haga ver que unos gobernantes anticientíficos son indignos y peligrosos. Acaba de saberse que la entrega de los Premios Rei Jaume I se aplaza a la primavera. Ojalá para entonces no figure en la Presidencia institucional de la Fundación que los promueve un anticientífico como el Sr. Mazón. Pero si siguiera ocupando inmerecida y vergonzosamente ese cargo, espero que la voz indignada de los científicos se alce de modo atronador.
Profesor de historia de la ciencia, Universidad de Alcalá
No hay muerte más lamentable que la que podría haberse evitado atendiendo a las aportaciones de la ciencia. Al ignorar la alerta roja decretada por la AEMET, los datos de aforos de los cauces reportados por la Confederación Hidrográfica del Júcar, e incluso los registros pluviométricos en tiempo real reportados desde las estaciones automáticas de la iniciativa de ciencia ciudadana que coordina la Associació Valenciana de Meteorologia (AVAMET), el presidente de la Generalitat Valenciana y sus colaboradores políticos se encuentran en este momento próximos a ser formalmente acusados de homicidio imprudente, a pesar de sus intentos patéticos de articular un relato alternativo que frisa la obscenidad si atendemos a las consecuencias de sus omisiones, y que incluye menosprecios y acusaciones al propio quehacer de los científicos y técnicos. Con la información proveída por las entidades mencionadas, canalizada de modo accesible, público y abierto, los responsables políticos tenían sobrados elementos de juicio para aplicar todos los protocolos prescritos varias horas antes de que el curso de los acontecimientos tomara un cariz trágico, y guiados por el principio de precaución que debe regir cualquier decisión que afecte a la sociedad en su conjunto.
Ese mismo principio de precaución debería haberse aplicado en la acción política ordinaria durante las ya numerosas décadas en que los estudios meteorológicos, climatológicos, hidrológicos, ecológicos, geológicos y geográficos no han cesado de aportar datos, pruebas, teorías y modelos de interpretación que explican racionalmente el potencial destructivo del peculiar régimen pluvial de las regiones mediterráneas españolas; un régimen, en sus consecuencias sociales, muy bien documentado en el tiempo, gracias a la labor de los historiadores y los arqueólogos, junto a las asentadas aportaciones de la cultura popular, estudiada a su vez por los antropólogos y etnólogos. Los economistas y los sociólogos, mientras tanto, han tratado de dar con las claves para activar los mecanismos de un cambio productivo y social que vuelva a poner en consideración vigilante los riesgos propios del clima de esas tierras; unos mecanismos que los ingenieros de muy diversas ramas, más los arquitectos y urbanistas de distintas especialidades, están dispuestos a desarrollar, aplicar, gestionar y mejorar, y que los expertos en salud pública sin duda recibirán con sumo interés en relación con sus propios objetivos.