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Crónica desde la Isla

Pepa Bermudo Bejarano

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Escribo.

Tras cinco días de estado de alerta y siete días recluida, me atrevo a escribir.

No pienso. No cuestiono. No planifico.

Apenas recabo información sobre el virus. Solo pretendo llegar a la noche medianamente cuerda.

Por la mañana, escucho las noticias en la radio el tiempo justo que dura mi desayuno. Después del almuerzo, una ojeada rápida a los titulares de la prensa digital.

Estos últimos meses me preguntaba por qué abundaban las series sobre distopías: El cuento de la criada, The Man in the High Castle, Years and Years, Black Mirror

Ahora nos hemos convertido en personajes de una distopía, sin que lo hayamos sospechado.

La única vez que pisé la calle, hace ya cinco largos días, me sentí aturdida y atemorizada. Eran las cuatro de la tarde y el pueblo se hallaba sumido en un silencio apabullante. Me encontraba dentro de una escena de Abre los ojos de Amenábar, en una pesadilla de avenidas desiertas, estantes desnudos de papel higiénico, cajeras de supermercado con guantes y mascarillas.

Por la mañana, atiendo a las niñas y niños de mi clase. Les escribo, corrijo tareas, les invito a cantar e intento subirles el ánimo. Pero cada día percibo con más nitidez su abatimiento.

Por la tarde veo series y comedias alegres, incluso insulsas. Nada de violencia. Nada de tragedias.

Hace un par de años, viajamos a Croacia, Bosnia y Montenegro. En Kotor, bellísima ciudad montenegrina, nos recibió un guía que hablaba un español perfecto con acento latinoamericano. El hombre, que rondaba la treintena, explicó que, durante la guerra de los Balcanes, la gente de su país veía culebrones sudamericanos para huir del horror que los rodeaba. Los culebrones lo convirtieron en profesor de español sin haber salido de su país.

Cada día, la batería de mi móvil se consume más rápido. No dejan de llegar mensajes con vídeos o memes. Muchas veces me río. Mis carcajadas retumban por toda la casa. En otras ocasiones, me siento especialmente sensible, me emociono e incluso aparece alguna lágrima.

Me asomo a hurtadillas a Facebook y Twitter. Rehuyo contagiarme de la histeria colectiva, del mal humor, de los comentarios hirientes, del veneno de los oportunistas.

Cuento calorías. Solo yo puedo tener la brillante idea de perder peso mientras el mundo se derrumba.

A las ocho, mis hijas y yo subimos al balcón. Atisbo el verdor del parque al final de mi calle, como si fuera la tierra prometida.

A las ocho menos dos minutos empezamos a llamar a las vecinas. Gritamos sus nombres hasta que se asoman. Nena, Manuela, Marta y su hija, Regina, Regla. Aplaudimos por quienes están trabajando para que podamos continuar recluidas. Y en un alarde de atrevimiento desentonamos Resistiré, para que todas rían.

Aplaudimos también por nosotras, para sentirnos vivas, para comprobar que es real y que no somos las únicas náufragas de esta isla.

Estos días he reencontrado un poema atribuido a Borges titulado Instantes.

Mientras aguardamos a saciarnos de besos y terrazas al sol, os abrazo con estos versos:

Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalza a principios de la primavera y seguiría descalza hasta concluir el otoño.

Escribo.

Tras cinco días de estado de alerta y siete días recluida, me atrevo a escribir.