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Estadistas
La mayor desgracia de Núñez Feijoo no es que esté maniatado por su dependencia de Vox, ni que sus barones, Aznar o Ayuso le wasapeen cada noche el argumentario del día siguiente. Lo más ominoso para el líder del PP es que al recitar por la mañana ese guion se le nota, y mucho, que no es lo que quiere parecer: un hombre de estado. Lo intenta, pero se le asoman todas las costuras. Hay políticos que encubren sus carencias, o sus meteduras de pata, con recursos idiomáticos, gestuales e incluso chistosos, no sé si aprendidos en la soledad ante el espejo o en las clases de retórica, pero con fortuna en la gestión. Con un par de tácticas puntuales cubren el huequito aquel, aunque sea un momento, y nos dejan un poco con la duda. Claro que para estas artimañas se precisa un bagaje intelectual, es decir, ideas propias, que son las que dan aplomo en el discurso. Las lecciones aprendidas sin que se las crea uno del todo suenan impostadas, por lo general. Y, vaya, Feijóo -no es por ahondar en la herida- tampoco parece discípulo de Stanislavski.
Concedamos que ser un estadista no es cosa baladí. No se empapa uno o una de carisma por dedicarse a la política, ni tampoco se adquiere con el tiempo, en la mayoría de los casos. Ser hombre o mujer de estado es en cierto modo como la elegancia, o el oído musical: se tiene o no se tiene. Si un político amanece cada día con cambios constantes de opinión, políticas contradictorias, anuncios paradójicos, proclamas del fin del mundo y continuos lapsus de dicción (que no sabe nunca cómo resolver) no parece un estadista de confianza. Y una vez imbuido de esa imagen resulta difícil desprenderse de ella, por muchas banderas y orfeones que nos instalen, por mucho ensayar todas las noches el preciso tono enfático y sesudo para la siguiente representación. Yo le pediría a Feijóo, si no con cariño al menos con querencia, que recapacite, desoiga los cantos de sirena que un día funesto le trajeron de Galicia a Madrid y regrese a su terruño, en donde se siente, no me cabe duda, mucho más querido; así no tendrá que pretender –o lo hará ante un público menos numeroso- que domina argumentos y materias que no están a su alcance. Y no pido, que conste, que tras ese adiós la futura presidencia del PP recaiga sobre una persona destacada (sería un oxímoron político) lo digo tan solo por ahorrarnos un raudal de espectáculos patéticos. Que ya la política, en todas sus versiones, proporciona suficiente distracción. Una vez me dieron ganas de votar a Feijóo por pura lástima, pero afortunadamente pensé a tiempo que, tras ser elegido presidente, podría querer mostrar, sin artificios, el furor de todas sus carencias. Para eso, que siga el espectáculo.
La mayor desgracia de Núñez Feijoo no es que esté maniatado por su dependencia de Vox, ni que sus barones, Aznar o Ayuso le wasapeen cada noche el argumentario del día siguiente. Lo más ominoso para el líder del PP es que al recitar por la mañana ese guion se le nota, y mucho, que no es lo que quiere parecer: un hombre de estado. Lo intenta, pero se le asoman todas las costuras. Hay políticos que encubren sus carencias, o sus meteduras de pata, con recursos idiomáticos, gestuales e incluso chistosos, no sé si aprendidos en la soledad ante el espejo o en las clases de retórica, pero con fortuna en la gestión. Con un par de tácticas puntuales cubren el huequito aquel, aunque sea un momento, y nos dejan un poco con la duda. Claro que para estas artimañas se precisa un bagaje intelectual, es decir, ideas propias, que son las que dan aplomo en el discurso. Las lecciones aprendidas sin que se las crea uno del todo suenan impostadas, por lo general. Y, vaya, Feijóo -no es por ahondar en la herida- tampoco parece discípulo de Stanislavski.
Concedamos que ser un estadista no es cosa baladí. No se empapa uno o una de carisma por dedicarse a la política, ni tampoco se adquiere con el tiempo, en la mayoría de los casos. Ser hombre o mujer de estado es en cierto modo como la elegancia, o el oído musical: se tiene o no se tiene. Si un político amanece cada día con cambios constantes de opinión, políticas contradictorias, anuncios paradójicos, proclamas del fin del mundo y continuos lapsus de dicción (que no sabe nunca cómo resolver) no parece un estadista de confianza. Y una vez imbuido de esa imagen resulta difícil desprenderse de ella, por muchas banderas y orfeones que nos instalen, por mucho ensayar todas las noches el preciso tono enfático y sesudo para la siguiente representación. Yo le pediría a Feijóo, si no con cariño al menos con querencia, que recapacite, desoiga los cantos de sirena que un día funesto le trajeron de Galicia a Madrid y regrese a su terruño, en donde se siente, no me cabe duda, mucho más querido; así no tendrá que pretender –o lo hará ante un público menos numeroso- que domina argumentos y materias que no están a su alcance. Y no pido, que conste, que tras ese adiós la futura presidencia del PP recaiga sobre una persona destacada (sería un oxímoron político) lo digo tan solo por ahorrarnos un raudal de espectáculos patéticos. Que ya la política, en todas sus versiones, proporciona suficiente distracción. Una vez me dieron ganas de votar a Feijóo por pura lástima, pero afortunadamente pensé a tiempo que, tras ser elegido presidente, podría querer mostrar, sin artificios, el furor de todas sus carencias. Para eso, que siga el espectáculo.