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La extrema derecha y el Estado del bienestar

Kevin Coves

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La crisis económica de 2008 ha dejado, una década después, un panorama de incertidumbre e inseguridad en buena parte de las sociedades europeas. Incertidumbre por la dificultad para planificar hoy un proyecto de vida y por la velocidad a la que cambian las cosas: tecnología, empleos, educación, legislación laboral... E inseguridad porque para muchos trabajadores, precarios y no tan precarios, jóvenes y no tan jóvenes, cada día de trabajo puede ser el último, y la vida puede darles un vuelco fatal de la noche a la mañana.

Los destinos de muchos ciudadanos dependen de decisiones que se toman a miles de kilómetros de sus casas, de sus trabajos y de sus realidades, y bajo unos criterios entre los que no se encuentran precisamente ni su bienestar ni el de la sociedad. A medida que los mercados se concentran en grandes empresas multinacionales, los trabajadores se van desconectando más y más del origen de la cadena económica de la que depende su supervivencia. Así, pierden el control y dejan de ser dueños de sus vidas.

Probablemente muchos penséis que esto ya era así antes de la crisis. Que nadie era verdaderamente libre ni dueño de su vida entonces. Y tenéis razón. Pero hay una diferencia: hace algunos años no éramos tan conscientes de esta realidad y no teníamos las consecuencias tan presentes, tan a la vista, tan cercanas —aunque el peligro siempre ha estado ahí—. Esto es así porque, cuando las cosas van bien, cuando hay para todos, es fácil abstraerse y mirar para otro lado sin poner en cuestión los fundamentos del sistema.

Pero cuando la situación se complica y el sistema deja a la vista sus calderas y engranajes, cuando uno se asoma y ve cómo funciona y de qué se alimenta la gran máquina capitalista y, sobre todo, cuando siente que el próximo en caer puede ser él, es cuando uno toma consciencia de su papel y le embargan la inseguridad, la incertidumbre y, en última instancia, el miedo.

Ahí está la clave. Ese es el nexo causal entre las nefastas consecuencias del capitalismo neoliberal y el ascenso de la extrema derecha. El miedo. El miedo a perder el trabajo, a perder la casa y a perder a la familia. A perderlo todo. El miedo a quedar marginado por la sociedad de un día para otro, a ser dejado de lado por el sistema y a salirse de la rueda de la vida y del progreso que bulle cada mañana en las grandes ciudades.

Pero también el miedo de las élites económicas y políticas a perder su riqueza, su influencia y su poder. Además, en el caso de España, a estas inseguridades económicas se les suman también otro tipo de miedos derivados de la creciente concienciación social con la igualdad y la sostenibilidad, que amenaza a aquellas personas más cobardes que necesitan sentirse acompañadas en su atraso y que son incapaces de adaptarse al progreso. Detrás de conceptos como “la superioridad moral de la izquierda” o la “dictadura progre” no se esconde otra cosa que, de nuevo, miedo.

Miedo como el que sienten algunos hombres ante la posibilidad de perder los privilegios de los que injustamente han disfrutado durante décadas. Miedo como el de los egoístas, que anteponen su mal llamada libertad a la sostenibilidad del planeta y a los derechos de todos los ciudadanos y animales, y que temen verse obligados a cambiar sus hábitos o a enfrentarse al rechazo de la sociedad. Miedo a aceptar que lo han estado haciendo mal todo este tiempo y que ahora les toca cambiar y adaptarse.

Desgraciadamente, el número de personas que siente alguno de estos miedos es considerable y cada vez mayor, aunque sea por motivos diferentes. Pero nada agrupa y une más a las personas que las emociones más primitivas, y el miedo es una de ellas. Este es el caldo de cultivo perfecto para la extrema derecha, que utiliza el miedo de los ciudadanos para atraerlos con argumentos sencillos (y a menudo falsos) y promesas de mejora.

Y también por eso el principal reclamo de todos los partidos de extrema derecha es la exaltación de la identidad, una identidad común, patriótica, que acoge bajo su bandera a todo aquel que se sienta solo, abandonado, ignorado por el sistema e incomprendido por sus semejantes, y que le hace sentir integrado, respaldado por muchos y partícipe de algo mucho más grande que él.

Por ello, el único modo de frenar a la extrema derecha es terminar con el miedo que provoca el capitalismo neoliberal. Y para eso es fundamental reconstruir un Estado del bienestar que ya demostró en la segunda mitad del siglo XX ser el mejor sistema para conseguir el progreso social y económico y para garantizar unas condiciones de vida dignas a todos los ciudadanos.

La estabilidad y la seguridad de cara el futuro son el mejor antídoto contra los extremismos y los totalitarismos, por lo que debemos recuperar el consenso entre fuerzas políticas, medios de comunicación y agentes sociales en favor de políticas progresistas, justas y redistributivas que alejen el miedo y acaben con los fantasmas que se esconden tras él.

La crisis económica de 2008 ha dejado, una década después, un panorama de incertidumbre e inseguridad en buena parte de las sociedades europeas. Incertidumbre por la dificultad para planificar hoy un proyecto de vida y por la velocidad a la que cambian las cosas: tecnología, empleos, educación, legislación laboral... E inseguridad porque para muchos trabajadores, precarios y no tan precarios, jóvenes y no tan jóvenes, cada día de trabajo puede ser el último, y la vida puede darles un vuelco fatal de la noche a la mañana.

Los destinos de muchos ciudadanos dependen de decisiones que se toman a miles de kilómetros de sus casas, de sus trabajos y de sus realidades, y bajo unos criterios entre los que no se encuentran precisamente ni su bienestar ni el de la sociedad. A medida que los mercados se concentran en grandes empresas multinacionales, los trabajadores se van desconectando más y más del origen de la cadena económica de la que depende su supervivencia. Así, pierden el control y dejan de ser dueños de sus vidas.