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La fuga del rey y una reforma posible y urgente

Domingo Sanz | socio de elDiario.es

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A pesar del Covid, de los Juegos Olímpicos y de tanta bomba informativa, una de las noticias de la semana es el primer aniversario de un evento que la historia colocará entre los más despreciables de los protagonizados por la clase política en lo que va de siglo XXI, y también de los más humillantes para una sociedad que sigue siendo incapaz de reaccionar.

La historia termina poniendo las cosas en su sitio, pero la sociedad llega siempre al futuro marcada por las batallas que antes libró contra sus propios miedos. Y en esta ocasión, de la derrota que ha sufrido a manos de su propia clase política se derivarán consecuencias tan imprevisibles como destructivas, tanto para la escala de valores como para la confianza en las instituciones.

Se trata de la huida a Emiratos de Juan Carlos I, una operación de Estado que organizaron, clandestinamente, Pedro Sánchez y Felipe VI mientras coincidían con los presidentes autonómicos en San Millán de la Cogolla. Continuando con políticos que se ríen de quienes les han concedido su confianza en las urnas, recordamos a la “ex” ministra Calvo declarando tres días después que el anterior rey seguía a disposición de la Justicia, burla que se atrevió a repetir el 12 de mayo de 2021.

Pero cuando la clase política actúa dividida a la hora de cometer maldades, la sociedad puede triunfar.

Durante este mismo siglo tuvo lugar otro hecho de gran relevancia que cubrió de vergüenza a los políticos, aunque solo a los del PP y con Aznar en La Moncloa. Fue la gran mentira sobre el atentado del 11M de 2004, pero el pueblo consiguió evitar la humillación colectiva derrotando a los embusteros en las urnas tres días después. La diferencia es que los votantes pudieron elegir, pues fue una gran mentira del gobierno, no del Estado.

En cambio, con la huida del emérito la sociedad lleva un año derrotada por políticos de todos los colores y podridos hasta los tuétanos, pues no solo le niegan al Congreso una comisión de investigación sobre Juan Carlos I, sino que siguen manteniendo la inviolabilidad de Felipe VI, que es tan rey como lo fue su padre.

Uno de esos líderes podridos tenía 23 años cuando Aznar mintió sobre los responsables del atentado del 11M de 2004, pero aquella mentira calculada sobre tantos inocentes asesinados no le pareció tan importante como para replantearse su futuro político y ese mismo año decidió afiliarse a un PP que, en cambio, perdió más de medio millón de votos, un castigo merecido. Se llama Pablo Casado y así es más fácil comprender el desprecio que demuestra cada día por las víctimas de la larga noche franquista.

Si Pedro Sánchez quiere liberar a la sociedad española de la humillación que supone el largo “viaje” que él mismo y Felipe VI le organizaron a Juan Carlos I, puede hacerlo mañana mismo.

Solo tiene que presentar en el Congreso la propuesta de reforma del artículo 56.3 de la Constitución para que quede claro que no es la “persona” del rey la que goza de inviolabilidad, tal como figura en el texto vigente, sino por su condición de jefe del Estado y, por tanto, los únicos actos por los que no debe responder ante la Justicia son aquellos a los que está legalmente obligado en cumplimiento de su papel institucional.

Y si Sánchez no quiere, le pueden obligar sus socios de investidura, me refiero a UP, ERC y el PNV entre otros. De paso, demostrarían que hay políticos a los que aún les importa la dignidad de sus electores.

Una reforma de ese artículo gestionada con urgencia, no sería el primer verano “constitucional”, para evitar que puedan quedar impunes delitos como los cometidos por Juan Carlos I, conseguiría la mayoría de 3/5 necesaria en las Cortes, llenando de oprobio a quienes no se sumaran.

Contando con todos los escaños que apoyan al Gobierno, faltarían una quincena hasta conseguir los 210 necesarios. Para ayudar, el gobierno puede ordenar al CIS que prepare una gran encuesta sobre la reforma de la inviolabilidad en la Constitución. En cuanto se anuncie tal demoscopia, Casado y Arrimadas, con tal de impedirla y así salvar los muebles de Felipe VI, llamarían a Sánchez para negociar el nuevo texto.

Y, una vez aprobada en las Cortes, mucho perdería Abascal, incluso una monarquía, si ordenara a su grupo firmar la exigencia de un referéndum, cosa que podría. Sabe que, según su resultado, se arriesga a que Felipe VI termine haciendo las maletas, como su bisabuelo, consciente de que ha perdido el “amor de su pueblo”.

Pero si, a pesar de tener el éxito asegurado, el PSOE se niega a restablecer la dignidad colectiva eliminando esa desigualdad a favor del rey que a tantos ofende en pleno siglo XXI, los grupos que apoyan al gobierno de Sánchez deberían abandonarlo y, si él se atreve, que pacte con los franquistas del PP.

Las urnas se lo tendrán en cuenta, como también le darán la espalda si sigue atrapado por un Felipe VI “modernizador de su monarquía”, mientras deja que la derecha siga cabalgando sobre el programa electoral de dos patas que maneja con firmeza: autoritarismo para bloquear las instituciones y libertad de tomarse unas cañas para los inconscientes, que también votan.

No parece que Sánchez vaya a plantear la reforma. Y a sus socios, cobardes, tampoco se les ven ganas de arriesgar unos cuantos meses en el gobierno por un fugado que saben que se terminará muriendo.

Los españoles vuelven a confiar en las leyes de la naturaleza para disfrazar la incapacidad de autogobernarse de arriba abajo y en libertad, aunque lleven más de cuatro décadas de democracia formal.

Aunque no se hayan producido nuevas guerras civiles provocadas por las élites para destruir las mil confianzas que una sociedad debe tejer entre sus miembros para ser fuerte, las urnas también han servido a la clase política para, conseguido el gobierno, envilecer al pueblo y de esa forma dominarlo.

Mucho me temo que este paisaje es el que más se parece al de esta España.

A pesar del Covid, de los Juegos Olímpicos y de tanta bomba informativa, una de las noticias de la semana es el primer aniversario de un evento que la historia colocará entre los más despreciables de los protagonizados por la clase política en lo que va de siglo XXI, y también de los más humillantes para una sociedad que sigue siendo incapaz de reaccionar.

La historia termina poniendo las cosas en su sitio, pero la sociedad llega siempre al futuro marcada por las batallas que antes libró contra sus propios miedos. Y en esta ocasión, de la derrota que ha sufrido a manos de su propia clase política se derivarán consecuencias tan imprevisibles como destructivas, tanto para la escala de valores como para la confianza en las instituciones.