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El fútbol: el opio del pueblo argentino
Eran las cuatro y media de la tarde del 4 de julio de 1998. Yo acababa de llegar a Buenos Aires para pasar dos meses gracias a una beca de investigación. Después de dejar mis maletas en la pensión, y aún bajo los efectos del jet-lag y de llegar del caluroso verano de mi tierra extremeña al húmedo invierno porteño, me puse a caminar por la que, había leído, era la avenida más ancha y una de las más traficadas del mundo: la 9 de julio.
Lo que vi defraudó todas mis expectativas: apenas había coches y, mucho menos, gente. Además, ya oscurecía la tarde, entre nubarrones, y la iluminación, como se corresponde con el microcentro porteño, pese a las veleidades de la Avenida de Mayo, era bastante escasa. Por si fuera poco, el poco ruido que advertía en algunas esquinas aisladas, en donde extrañamente se formaban corros de gente, se acalló definitivamente en un determinado momento. Recuerdo que estaba bastante confundido: no entendía lo que pasaba.
De pronto, un estremezón recorrió mis piernas. Un temblor arrancaba en la acera desde lo profundo y se elevaba hacia lo alto. “¿Un terremoto en Buenos Aires?”, recuerdo que pensé por unos segundos con perplejidad. Sin embargo, no tardé en empezar a entender. La selección argentina acababa de empatar en los cuartos de final contra la de Holanda.
En mi atolondramiento y mi emoción por llegar al hemisferio sur y caminar por las veredas que habían pisado Borges y García Lorca, no había caído en la cuenta de que llegaba en día de sacrosanto partido de Mundial, que en aquella ocasión sí ganaría Francia en propia casa.
Los corros de las esquinas estaban formados por seguidores ante los televisores de kioscos, bares, restaurantes, librerías, tiendas de ropa y hasta farmacias. Pero aquella tarde que derivaba en noche fue languideciendo y mi paseo se volvió cada vez más gris en aquel invierno gris, sobre todo cuando una hora y cuarto después Holanda acabó eliminando a Argentina de la competición.
Pocos días antes de mi llegada, el país se había olvidado de la crudeza de la crisis económica que se vivía bajo el corruptísimo gobierno de Carlos Menem y del superministro de economía Domingo Cavalo, solo porque la nacional había conseguido eliminar en octavos a la eterna rival Inglaterra.
La sombra de veinte años atrás, del infame Mundial de 1978 (tanto o más que el de Catar este año), en donde los generales genocidas Videla y Massera usaron una discutible victoria argentina entregando la copa en manos del capitán Passarela con el objetivo de hacer creer al mundo que los rumores de desaparecidos y torturados en el país eran infundados, no había enseñado nada a la nación.
Mi paseo de julio del 98 empezó a darme las claves de que, en un país en el que, pese a la llegada de Francisco I al Vaticano, hay muchos menos católicos practicantes que en Italia o en España, un país aparentemente mucho menos religioso, el fútbol es la verdadera religión y sus santos canónicos San Diego Armando Maradona y, hoy, San Lionel Messi, son, como lo pudiera ser San Luis para Francia, poco menos que intocables pese a sus miserias, viven en una especie de limbo entre lo terreno y lo celeste.
Cuando en 2002, cuatro años después de mi primera visita, Argentina fue eliminada en la fase de grupos con la intervención también de la rival Inglaterra, yo me hallaba ya muy lejos de Buenos Aires. Tuve incluso que vivir que una querida amiga argentina, nada convencional ni excesivamente futbolera, me retirara la palabra durante años al decirle que era mejor así, para que la gente no se olvidaría de la desgracia que vivía cada día.
De la misma manera, bajo similares peligros, felicitar hoy a unos argentinos que vuelven a sobrevivir en un país condenado a la miseria después de los años de otro segundo Menem, el también corruptísimo Macri, con la bendición, también, del FMI, me resulta poco menos que difícil. Pero mucho más difícil será que mis amigos argentinos lo comprendan, pese a que son ellos en propia carne, los que viven, otra vez, la languidez de un país condenado a los altibajos de la corrupción, la miseria y la sombra del desencanto, altibajos que olvidarán en las próximas semanas para satisfacción de la clase gobernante de turno.
La ironía de la suerte quiere que, de nuevo Argentina, como en 1978, vuelva a ganar otro de los Mundiales más infames de la historia: el de Catar. Pero ese es el poder de la fe: el de digerir lo indigerible.
Eran las cuatro y media de la tarde del 4 de julio de 1998. Yo acababa de llegar a Buenos Aires para pasar dos meses gracias a una beca de investigación. Después de dejar mis maletas en la pensión, y aún bajo los efectos del jet-lag y de llegar del caluroso verano de mi tierra extremeña al húmedo invierno porteño, me puse a caminar por la que, había leído, era la avenida más ancha y una de las más traficadas del mundo: la 9 de julio.
Lo que vi defraudó todas mis expectativas: apenas había coches y, mucho menos, gente. Además, ya oscurecía la tarde, entre nubarrones, y la iluminación, como se corresponde con el microcentro porteño, pese a las veleidades de la Avenida de Mayo, era bastante escasa. Por si fuera poco, el poco ruido que advertía en algunas esquinas aisladas, en donde extrañamente se formaban corros de gente, se acalló definitivamente en un determinado momento. Recuerdo que estaba bastante confundido: no entendía lo que pasaba.