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La guerra de las togas

Ramón Soriano Cevrián

18 de julio de 2024 09:00 h

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Asistimos a un recrudecimiento de la guerra que el poder judicial ha declarado abiertamente a una parte de la sociedad. Son numerosos los pronunciamientos judiciales que en los últimos días se han cebado con aquellas personas u organizaciones que tienen en común la defensa de planteamientos que pretenden cambiar o modificar el orden establecido, ya sea el de la vigente organización territorial estatal, o el del orden social favoreciendo el desarrollo y la mejora en la calidad de vida en los sectores más desfavorecidos. Los medios han dado amplia cuenta, y hay bastante coincidencia en algunos de ellos en señalar como causa de este proceder de los togados, la de favorecer el objetivo de los partidos de la derecha en derribar al Gobierno utilizando todos los medios a su alcance, sin importar ética, limpieza o daños colaterales (“el que pueda hacer que haga”). Aquí no hay Convención de Ginebra que valga. Según esto, los jueces estarían siguiendo las consignas que se dictan desde las sedes de los partidos, pero en realidad es al revés: son estos partidos los que van a remolque de las decisiones judiciales que les favorecen (la mayoría), y modifican su cambiante táctica en función de ellas.

Existen motivos para pensar así. El primordial el que la guerra judicial no se plantea contra un Gobierno determinado, aunque su derrota sea un objetivo primario, sino en defensa del modo en que las clases más acomodadas, a las que pertenecen mayoritariamente los jueces, consideran ha de organizarse la sociedad, y por el mantenimiento del estatus de privilegio que estas clases disfrutan. 

Los jueces que ocupan los puestos más altos del escalafón son fieles a su clase, y ven como amenaza a su estatus el que se desarrollen políticas que favorezcan la movilidad social, otorguen derechos a la mujer, fomenten la igualdad sin importar la orientación sexual, u otras que muy tímidamente intenta llevar a cabo el Gobierno de coalición. El mantenimiento del orden establecido, heredado de cuarenta años de dictadura e inspirado en las doctrinas católicas, que se intenta hacer pasar como el natural, precisa que no se produzcan alteraciones de carácter material o moral que lo pongan en peligro, por lo que es necesario erradicarlas sin que lleguen a brotar.

Esta guerra no se declaró con anteriores gobiernos socialistas, aunque hubiese alguna que otra escaramuza. El de González no se distinguió precisamente por su afán de modificar el orden social heredado. Con ese posibilismo que ha caracterizado al PSOE post–Suresnes, dedicó todos sus afanes a la modernización material de un país arrasado por el franquismo, pero sin alterar las estructuras de poder. Suyas fueron la entrada en la OTAN, el primer gran recorte de derechos laborales (maquillado de reforma laboral), el desmantelamiento de sectores como el acero y el naval, y las primeras grandes privatizaciones de empresas públicas, medidas todas ellas que favorecieron a las clases más pudientes. Con gobiernos así era innecesario entablar guerra alguna. Los privilegios estaban a salvo.

Más de lo mismo ocurrió con los gobiernos de Zapatero, aunque se adoptasen algunas medidas que atentaban contra la moral establecida, como el matrimonio homosexual, en lo fundamental no se planteó ninguna otra iniciativa transformadora.

No ha sido hasta el enésimo estallido del nacionalismo catalán, con su amenaza de alterar la organización territorial, y la llegada de gobiernos de coalición con la presencia en los mismos de Podemos, Izquierda Unida, y ahora Sumar, cuando han visto amenazados los fundamentos en que basan su poder que consideran eterno y omnímodo, que han incrementado las hostilidades.

Los sectores más privilegiados necesitan tener bajo sus pies a los más desfavorecidos para poder elevarse y así mirar el mundo desde arriba. No pueden tolerar que se les dote de instrumentos que les permitan dejar de ser pisados y poder volar por su cuenta. Precisan de una sociedad en la que todo este perfectamente ordenado y previsto, y en la que no caben insumisiones femeninas ni alardes públicos de una sexualidad diferente a la estándar.

Si ante iniciativas tan tímidas se comportan así, da miedo pensar en lo que harían si se adoptasen medidas serias para solucionar el problema de la vivienda o la catástrofe medioambiental que, necesariamente, atentarían contra con el sacrosanto principio de la propiedad privada. Algo así, que sería como mentarles la madre, un “casus belli” para la guerra sin cuartel.

Asistimos a un recrudecimiento de la guerra que el poder judicial ha declarado abiertamente a una parte de la sociedad. Son numerosos los pronunciamientos judiciales que en los últimos días se han cebado con aquellas personas u organizaciones que tienen en común la defensa de planteamientos que pretenden cambiar o modificar el orden establecido, ya sea el de la vigente organización territorial estatal, o el del orden social favoreciendo el desarrollo y la mejora en la calidad de vida en los sectores más desfavorecidos. Los medios han dado amplia cuenta, y hay bastante coincidencia en algunos de ellos en señalar como causa de este proceder de los togados, la de favorecer el objetivo de los partidos de la derecha en derribar al Gobierno utilizando todos los medios a su alcance, sin importar ética, limpieza o daños colaterales (“el que pueda hacer que haga”). Aquí no hay Convención de Ginebra que valga. Según esto, los jueces estarían siguiendo las consignas que se dictan desde las sedes de los partidos, pero en realidad es al revés: son estos partidos los que van a remolque de las decisiones judiciales que les favorecen (la mayoría), y modifican su cambiante táctica en función de ellas.

Existen motivos para pensar así. El primordial el que la guerra judicial no se plantea contra un Gobierno determinado, aunque su derrota sea un objetivo primario, sino en defensa del modo en que las clases más acomodadas, a las que pertenecen mayoritariamente los jueces, consideran ha de organizarse la sociedad, y por el mantenimiento del estatus de privilegio que estas clases disfrutan.