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Holocaustos

Marcelo Noboa Fiallo

3 de noviembre de 2023 14:47 h

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En 1972, conocí al alcalde de la pequeña ciudad de Sindelfingen en Baden-Wurttemberg (Alemania), famosa por albergar la factoría de Mercedes Benz, donde yo trabajé tres veranos. Era un hombre abrumado por la culpa. Cargaba con el peso de haber descubierto ya en la madurez que su padre había sido un nazi y, como todo alemán medio, sufría esa especie de “amnesia” que, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, se apoderó de los alemanes sobre el Tercer Reich. Por mi parte, llevaba tan sólo dos años en Europa y no tenía aún la perspectiva suficiente de lo que fue aquel horror.

Con el tiempo, devoraba todo lo que caía en mis manos (libros, películas, documentales, teatro…) sobre el holocausto judío, hasta generar en mí, una especie de “alergia” a visitar campos de concentración. No creía ser capaz de enfrentarme con las dimensiones de tal horror y sufrimiento.

En 2015 visité la bella ciudad de Cracovia y, finalmente, no me pude resistir a desplazarme a la pequeña localidad de Oswiecem a 60 kilómetros de Cracovia, que los nazis la germanizaron como Auschwitz y donde, junto con Birkenau, planificaron la macabra “solución final”.

El campo de exterminio nazi conserva en su entrada principal el lema: “ARBEIT MACHT FREI” sólo su lectura y traspasar dicha puerta te pone los pelos de punta y un frío recorre todo tu cuerpo. Contemplas todo el recorrido y las macabras estancias, donde esperaban la muerte: judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados, republicanos españoles. Lo recorres con el ánimo hecho polvo y la mente casi bloqueada.

Es la misma sensación que, paralelamente, empecé a experimentar tras conocer los acontecimientos que dieron lugar a “la An-Nakba” (catástrofe o desastre en árabe) de 1948, tras la creación del estado de Israel, gracias a Naciones Unidas (organismo que hoy está en el punto de mira del gobierno de Israel). 700.000 palestinos fueron despojados de sus tierras y cientos de pueblos y ciudades palestinas fueron arrasados. El nuevo estado de Israel negó el retorno de los refugiados y sus propiedades fueron confiscadas. Fue el comienzo del otro holocausto, el practicado por los gobiernos de todo color político sobre la población residual de palestinos. Desde entonces, Gaza es un territorio de apenas 41 kilómetros de largo por 11 de ancho en el que, hasta antes del 7 de octubre de este año, sobrevivían 2.2 millones de palestinos (el 40% niños). Es decir, la mayor cárcel o campo de concentración del mundo y que hoy es bombardeada (porque los hornos crematorios ya no se llevan) hasta su exterminio. “Serán arrasados de la faz de la tierra” (Benjamín Netanyahu)

“El ataque de Hamas no se ha producido de la nada, sino tras 56 años de ocupación asfixiante” (António Guterres, Secretario General de la ONU). No ha expresado más que lo obvio y era su obligación, mientras el resto de líderes del mundo visitaban Israel para darle un abrazo de complicidad al genocida Netanyahu. Conviene recordar, por cierto, que Israel decidió apoyar y fortalecer a Hamás para debilitar a la Autoridad Palestina y así dividirlos. Y no lo digo yo que no soy más que un ciudadano que opino, lo contó el general israelí Shalom Harari en el 2009 en The Wall Street Journal, como el ejército israelí había prestado ayuda a Hamás para debilitar a la OLP, tras una llamada de sus soldados que controlaban las carreteras junto a Gaza: “Mis soldados habían parado un autobús que llevaban activistas de Hamas a Cisjordania para enfrentarse a miembros de Fatah (OLP) en la universidad de Birzeit y yo les dije, dejarlos pasar, si quieren quemarse entre ellos, mejor”.

Me pregunto: ¿Cuándo las autoridades de Israel nos exigen a todos condenar el ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre, incluyen también la condena a la responsabilidad de Israel en el fortalecimiento de Hamas? ¿Cuando piden la dimisión del Secretario General de la ONU, por decir lo evidente, están mandando a callar a todo aquel que contempla el horror desde hace 56 años como contemplábamos el horror nazi?

Israel se comporta, desde su creación, como el típico matón de barrio, gracias a la complicidad, ayuda y apoyo de los EE.UU. y Europa que ayudaron a crear y crecer a un monstruo insaciable que pone en valor, por encima del derecho internacional, la mitología del pueblo elegido de Dios…Los judíos se lo creen (igual que yo de niño, creía en Superman) ¿Terminará finalmente el gobierno israelí colocando en las entradas a la franja-cárcel de Gaza, “ARBEIT MACHT FREI”?

En 1972, conocí al alcalde de la pequeña ciudad de Sindelfingen en Baden-Wurttemberg (Alemania), famosa por albergar la factoría de Mercedes Benz, donde yo trabajé tres veranos. Era un hombre abrumado por la culpa. Cargaba con el peso de haber descubierto ya en la madurez que su padre había sido un nazi y, como todo alemán medio, sufría esa especie de “amnesia” que, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, se apoderó de los alemanes sobre el Tercer Reich. Por mi parte, llevaba tan sólo dos años en Europa y no tenía aún la perspectiva suficiente de lo que fue aquel horror.

Con el tiempo, devoraba todo lo que caía en mis manos (libros, películas, documentales, teatro…) sobre el holocausto judío, hasta generar en mí, una especie de “alergia” a visitar campos de concentración. No creía ser capaz de enfrentarme con las dimensiones de tal horror y sufrimiento.