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Inconsciencia

Francisco Suárez Riera

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Nuestro histórico destino. Mientras el mundo anglosajón evolucionaba quemando las etapas de un capitalismo liberal. Nosotros hibernamos durante más de tres siglos de “parasitario rentismo”, retozando a cuenta de un colonialismo absolutista.

Porque esta fue la genuina aportación de la dinastía Borbón a España. Ya con el arribo del rey de la casa de Anjou, se pierden los territorios de Menorca y Gibraltar, el Milanesado, el reino de Nápoles, Flandes, Cerdeña, Sicilia y la colonia de Sacramento. Felipe V, en su afán centralista y en castigo a la resistencia a su linaje, aplica el decreto de “Nueva Planta” a los territorios de Aragón, Valencia, Cataluña y Mallorca. Implantación ejecutada con violento derramamiento de sangre y con irascible desposesión de sus fueros (derechos, dominios y lengua propia de estados federados) como reinos que fueron de la Corona de Aragón, respetados siempre durante la regencia de la desaparecida casa de Austria. Esta obtusa cerrazón en gobernar, con permanente y abusivo criterio absolutista, es el germen y origen de la decadencia imperial de España y del “resentimiento” incrustado en lo que fueron en su día antiguos reinos soberanos, reducidos entonces a residuos regionales.

Así “borboneando”, Carlos IV y Fernando VII, al abdicar ante Napoleón en Bayona, dan el pistoletazo de salida y escampada al independentismo de las colonias americanas. Entre 1810 y 1824 se pierde la posesión y dominio en toda la América continental. Y algo más tarde, con la debacle del 98, se liquida el último resto: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. Y para remate, se malvende al imperio alemán, por 17 millones de marcos, los archipiélagos asiáticos de las Marianas, las Palaos y las Carolinas.

Desplumada España, sin colonia alguna, el país decae en una crisis moral, política y social. Trascurre el tiempo en un devenir miserable y aparente, colonizándose a sí mismo, administrando cruelmente la disidencia en una espiral de artera sumisión. Con el desastre de Annual en el Rif marroquí, se instaura legítimamente la II República. Un excepcional y breve resquicio de lucidez, pues, fue pasto de una guerra civil y una dilatada dictadura fascista para, otra vez, vivir/morir en otra inédita restauración borbónica.

Y así estamos. Un país intimidado y resabiado por cruda experiencia histórica. Como un traumatizado Hammelín al que han birlado el futuro, ahogando a sus hijos en un rio de ratas supervivientes. O como un cínico autodidacta, habitando la sospecha de que “el sabio” es un trilero, “el dedo” su cubilete y estafa es “la luna” que promete.

Esta puede ser una explicación.

A la incapacidad actual de resolver con firme y digna intolerancia un incrustado e insultante comportamiento caciquil y patriarcal, ante una inusitada expectativa mundial. Y a la preocupante reacción ambigua y cautelosa de una gran mayoría nacional, presa de calculada mezquindad.

O al desquiciado esperpento electoral hodierno, después de 87 años del golpe de Estado, donde, una concertada facción tardo-franquista mantiene la pretensión de seguir gobernando como siempre. En minoría, pero con soberbia mendacidad, tosca exigencia y blandiendo pretenciosamente la exclusividad de otro muy dispuesto rey borbón.

Pero, lo que es absurdo e inexplicable, después de una historia con tan intermitente siniestro total y reiterada fuga regia, esa fijación enfermiza en invocar la “rotura de España” como un martillo pilón. Cuando en el fondo es un mesetario tabú, como “soga en casa de ahorcado”.

Nuestro histórico destino. Mientras el mundo anglosajón evolucionaba quemando las etapas de un capitalismo liberal. Nosotros hibernamos durante más de tres siglos de “parasitario rentismo”, retozando a cuenta de un colonialismo absolutista.

Porque esta fue la genuina aportación de la dinastía Borbón a España. Ya con el arribo del rey de la casa de Anjou, se pierden los territorios de Menorca y Gibraltar, el Milanesado, el reino de Nápoles, Flandes, Cerdeña, Sicilia y la colonia de Sacramento. Felipe V, en su afán centralista y en castigo a la resistencia a su linaje, aplica el decreto de “Nueva Planta” a los territorios de Aragón, Valencia, Cataluña y Mallorca. Implantación ejecutada con violento derramamiento de sangre y con irascible desposesión de sus fueros (derechos, dominios y lengua propia de estados federados) como reinos que fueron de la Corona de Aragón, respetados siempre durante la regencia de la desaparecida casa de Austria. Esta obtusa cerrazón en gobernar, con permanente y abusivo criterio absolutista, es el germen y origen de la decadencia imperial de España y del “resentimiento” incrustado en lo que fueron en su día antiguos reinos soberanos, reducidos entonces a residuos regionales.