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Interclasismo o alternativa
Para sostener la acumulación indefinida de capital, nuestro sistema social se ha fundado sobre múltiples ideologías cuya característica común ha sido siempre el interclasismo. La igualdad como discurso jurídico y el hermanamiento cultural, lingüístico o racial como proclama política han sido las bases sobre las que las naciones han prosperado al menos desde el siglo XIX, con el fin de generar una noción cohesionada de comunidad que pretendía enmascarar la desigualdad y las jerarquías que marcaban su configuración real. El interclasismo, pues, ha sido siempre una forma de redirigir las tensiones que inevitablemente se han producido entre explotados y explotadores hacia otros objetivos considerados externos, ajenos a esa comunidad. Han jugado aquí un papel crucial todas las políticas identitarias promovidas por las élites e instituciones de la sociedad capitalista, orientadas a definir en qué consiste esa comunidad, cuáles son sus formas, su contenido, su historia… en definitiva, quién está dentro y quién fuera. No obstante, es casi divertido ver cómo algunas veces estas mismas políticas pueden poner en peligro la acumulación de capital.
Así se está viendo actualmente con la crisis de suministros que sufre el Reino Unido por la falta de mano de obra migrante. Durante décadas, miles y miles de extranjeros han ocupado las partes peor remuneradas del mercado laboral, a la vez que han servido al sistema de cabeza de turco hacia donde desviar buena parte de las tensiones que causaban las oleadas de precarización que han sufrido los británicos desde el inicio de las reformas neoliberales. Su presencia en el país resultaba absolutamente imprescindible, tanto porque mantenían la oferta de mano de obra a unos niveles suficientes, como porque focalizaban el odio de una parte de los trabajadores británicos, atenuando los efectos de la lucha de clases. Su disminución en número a raíz del Brexit y de la pandemia de COVID-19 amenaza ahora la sostenibilidad del sistema, visibilizando el papel insubstituible que tienen los más desfavorecidos en el capitalismo británico.
Pero la marginalización de la población migrante no es algo ajeno a la realidad del resto del mundo, ni tampoco de nuestro país, donde exactamente las mismas dinámicas son cotidianas tanto en la retórica de muchos diputados como en la calle. Igual que sucede en el resto de Occidente, en España vemos proliferar los discursos de odio contra los extranjeros, llegando al extremo de que desde partidos políticos con representación parlamentaria se promueven sistemáticamente bulos contra los recién llegados, incluso cuando son menores de edad. Cómo podría esto acabar perjudicando a los intereses de la clase propietaria en nuestro país es ahora mismo un misterio; de momento, la denigración de los trabajadores migrantes hace posible mantener alta la rentabilidad de numerosos sectores, entre los que son claros ejemplos la agricultura y la ganadería industriales, que viven de la explotación de una mano de obra que trabaja en condiciones inhumanas.
Con todo, menos evidente resulta la perpetuación de estas dinámicas desde la izquierda parlamentaria, que, lejos de ofrecer una alternativa, reproducen, aunque de forma más moderada, los mismos patrones que los representantes de la derecha. El ejemplo más radical se dio, quizás, cuando en 2018 un sector de la izquierda alemana se posicionó en contra de la llegada de refugiados, argumentando que “fronteras abiertas en Europa se traduce en una mayor competición por trabajos mal pagados”. Hasta tal punto empapa el interclasismo la mentalidad política en Occidente: es evidente que desde el mercado es imposible combinar una visión ética de la Humanidad, en que sea posible ayudar a tu vecino cuando lo necesite, con mantener ininterrumpida la acumulación de capital. El secreto, claro, está en dejar de lado el mercado, que es el que hizo imprescindible una distinción efectiva entre el refugiado y el alemán.
La mayoría de las proclamas humanitarias que defiende la izquierda actual son irrealizables a través de los principios del capital. También lo son desde las lógicas identitarias que definen la comunidad política desde un punto de vista cultural, lingüístico, religioso o, menos todavía, racial. Los líderes y organizaciones de la izquierda deberían ser conscientes de que la construcción de una sociedad más igualitaria y más libre no es posible desde el fomento de formas de identidad de este tipo. Por el contrario, al hacerlo se convierten en perpetuadores del pensamiento interclasista que posibilita la división de los trabajadores y la existencia de la plutocracia mundial. Toda alternativa al capitalismo capaz de dar respuesta a las crisis globales a las que nos enfrentamos pasa por la eliminación de las estructuras de diferenciación y exclusión social que posibilitan la acumulación ilimitada de capital, y de los discursos que las sostienen. Es preciso crear nuevas comunidades basadas en principios de autogestión que hagan imposible la explotación y nos hagan económicamente (no solo jurídicamente) iguales.
En un mundo así, serían tildadas de absurdas todas las ideologías que pretenden igualar como ciudadanos a ricos y a pobres, hermanados por una ley o una bandera, aunque cada uno esté en un extremo distinto de la pirámide social. En un mundo así, los lazos que nos unirían unos a otros no se fundamentarían en la reconstrucción que hacemos de nuestras tradiciones o en las lenguas que moldean las academias, sino en la construcción cotidiana de una sociedad autónoma y consciente de la responsabilidad que implica una verdadera democracia, tanto política como económica.
Para sostener la acumulación indefinida de capital, nuestro sistema social se ha fundado sobre múltiples ideologías cuya característica común ha sido siempre el interclasismo. La igualdad como discurso jurídico y el hermanamiento cultural, lingüístico o racial como proclama política han sido las bases sobre las que las naciones han prosperado al menos desde el siglo XIX, con el fin de generar una noción cohesionada de comunidad que pretendía enmascarar la desigualdad y las jerarquías que marcaban su configuración real. El interclasismo, pues, ha sido siempre una forma de redirigir las tensiones que inevitablemente se han producido entre explotados y explotadores hacia otros objetivos considerados externos, ajenos a esa comunidad. Han jugado aquí un papel crucial todas las políticas identitarias promovidas por las élites e instituciones de la sociedad capitalista, orientadas a definir en qué consiste esa comunidad, cuáles son sus formas, su contenido, su historia… en definitiva, quién está dentro y quién fuera. No obstante, es casi divertido ver cómo algunas veces estas mismas políticas pueden poner en peligro la acumulación de capital.
Así se está viendo actualmente con la crisis de suministros que sufre el Reino Unido por la falta de mano de obra migrante. Durante décadas, miles y miles de extranjeros han ocupado las partes peor remuneradas del mercado laboral, a la vez que han servido al sistema de cabeza de turco hacia donde desviar buena parte de las tensiones que causaban las oleadas de precarización que han sufrido los británicos desde el inicio de las reformas neoliberales. Su presencia en el país resultaba absolutamente imprescindible, tanto porque mantenían la oferta de mano de obra a unos niveles suficientes, como porque focalizaban el odio de una parte de los trabajadores británicos, atenuando los efectos de la lucha de clases. Su disminución en número a raíz del Brexit y de la pandemia de COVID-19 amenaza ahora la sostenibilidad del sistema, visibilizando el papel insubstituible que tienen los más desfavorecidos en el capitalismo británico.