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La libertad es una entelequia cuando un cáncer amenaza tu vida

David Martínez Pradales

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En la mañana del día de mi 54 cumpleaños, acudí al centro de salud después de un par de semanas en las que me había notado algo raro en un testículo. Se había agrandado y endurecido. Después de compartir estos síntomas con la doctora, esta me palpó la entrepierna y su amable sonrisa se transformó en rictus.

Al salir del ambulatorio, fui a una pastelería y pedí una tarta de fresas con nata -mi favorita- que me hacía guiños detrás del cristal del mostrador, pero estaba reservada, seguro que para otra persona con más motivos de celebración que yo en ese momento. Regresé a casa con otra de chocolate pensando que no estaba siendo mi día.

Por acabar pronto con el dramatismo, diré que ya estoy curado e imagino que mi testículo yace bajo tierra esperando un reencuentro con mi anatomía que trataré de retrasar todo lo que pueda. Aún recuperándome del miedo de estos meses, intento extraer alguna enseñanza de la experiencia.

“Viva la sanidad pública”, es lo primero que se me viene a la cabeza, lo cual demuestra que no tengo futuro como escritor de libros de autoayuda.

Creo que la doctora del centro de atención primaria que me atendió en primera instancia fue, con su rápida detección de un probable cáncer testicular, decisiva para mejorar mis posibilidades de supervivencia y siempre la recordaré. Ella me dio cita urgente con el urólogo de mi hospital de referencia comprometiéndose a que me llamarían para en un plazo no mayor de 15 días. Y la sanidad pública cumplió su promesa.

15 días pueden parecer pocos, pero resultan demasiados, toda una vida de ansiedad, angustia y desesperación, que diría Antonio Machín, para alguien en situación de pánico y con la sensación de que, en ese tiempo, ese cáncer del que no se conocía entonces en qué fase de desarrollo se hallaba podría crecer hasta convertirse en fatal.

La empresa para la que trabajo me facilita la posibilidad de acudir a un seguro privado así que exploré esta segunda posibilidad con la intención de ganar tiempo al tiempo. Y lo conseguí: en 19 días ya había pasado por el especialista, me habían realizado las pruebas analíticas y diagnósticas pertinentes, confirmado la sospecha de cáncer, reservado quirófano y operado. También me había comprado unas zapatillas muy chulas por internet, pero eso no viene al caso.

Y creo injusto que otras personas no puedan compartir esta sensación de alivio y de mejora de las posibilidades de supervivencia ante el cáncer o cualquier otra enfermedad, debido a limitaciones económicas.

En una época en la que se grita mucho la palabra libertad creo que se debe recordar que nadie es libre sin posibilidad de elegir. Yo no lo fui cuando opté por continuar mi tratamiento a través de un seguro privado que reducía los días de pánico que vivimos en mi casa, pensando siempre en el peor de los pronósticos. No podía hacer otra cosa que lo que hice. No fui, por tanto, libre.

Por ello, estoy convencido de que no solo hay que proteger la sanidad pública de la que hoy disfrutamos, sino que se debe invertir más y mejor en ella para que, a pesar mayor volumen de prestaciones y de población a la que atiende frente a la privada, el enfermo pueda elegir en función de la calidad de atención esperada y no solo de los días que tardará en recibirla.

Y, si esto es importante en el ámbito hospitalario, no lo es menos en la primera línea de atención al paciente que, como ya he dicho, creo que me salvó la vida al dedicarme los minutos y conocimientos necesarios para detectar rápidamente la patología, y eso a pesar de la cola de pacientes que esperaban al otro lado de la puerta.

Semanas después de esa cita inicial, acudí de nuevo al centro de salud para solicitar la baja laboral por la operación, pero no trabajaba la doctora que me atendió sino otra compañera a la que pedí que transmitiera mi agradecimiento infinito. “Ese día ella estaba de suplente y me dijo que uno de mis pacientes tenía un tumor testicular. ¡Y por lo que veo en el informe anatómico clavó sus dimensiones!”

No somos suficientemente conscientes del privilegio que supone para nosotros, como ciudadanos que pagan sus impuestos en este país, contar con un sistema sanitario público universal y unos profesionales tan capacitados.

En conclusión, ¡Viva la Sanidad Pública! Y, por supuesto, mi reconocimiento infinito a todos los grandes profesionales de la privada que me han atendido en este proceso, que ellos no son los que diseñan las políticas. A unos y otros les debo la vida, no es poca cosa.

En la mañana del día de mi 54 cumpleaños, acudí al centro de salud después de un par de semanas en las que me había notado algo raro en un testículo. Se había agrandado y endurecido. Después de compartir estos síntomas con la doctora, esta me palpó la entrepierna y su amable sonrisa se transformó en rictus.

Al salir del ambulatorio, fui a una pastelería y pedí una tarta de fresas con nata -mi favorita- que me hacía guiños detrás del cristal del mostrador, pero estaba reservada, seguro que para otra persona con más motivos de celebración que yo en ese momento. Regresé a casa con otra de chocolate pensando que no estaba siendo mi día.