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Perdón rima con Borbón

Marcelino Cotilla Vaca

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¿Hay que pedir perdón o no? Pues, miren ustedes, ni sí ni no. O, dándole la vuelta, del primer Wittgenstein al segundo: sí y no, porque todo vale todo porque todo da igual. Me explico.

Cuando era joven, me encontré una vez a un chico mexicano que bramaba contra mí como extremeño, nacido en la misma tierra de Hernán Cortés, porque según él, “mis abuelos habían matado a los suyos”. Yo le respondí que más bien era al revés: que sus abuelos habían matado a sus abuelos, porque con sus apellidos (Rodríguez o no sé cuántos) y la claridad de su piel, por muy mexicano que fuera, era él quien procedía de los asesinos que se quedaron en México y no yo. Que mis abuelos no habían visto nunca el mar ni salido de sus pueblos o aldeas. La respuesta no le satisfizo y se puso a gritarme. Pero esa es la actitud irracional de quien se esconde detrás de las palabras hueras y el márketing de tono populista al que, por desgracia, ese mejunje de las izquierdas nacionalistas hispanoamericanas (un híbrido ficcional tan curioso como contradictorio) a veces remite, desde Fidel Castro (de ancestros gallegos) clamando por José Martí (de ancestros valencianos y canarios) hasta López Obrador o Sheinenbaum (apellidos que son tan mexicas, aztecas o mayas como yo papa, pido disculpas pero sólo por la guasa).

Ahora bien, más que perdón lo que hay que reconocer es que los descendientes de las masacres (las que han existido y existen toda la vida: véase Palestina o el olvidado Sudán de nuestros días), distribuidos por todas las tierras de América o Europa, de procedencia fundamentalmente blanca o mestiza (que recuerda que los descendientes son no sólo hijos de asesinos, sino también de violadores) somos todos; que los masacrados no dejaron en la mayoría de los casos descendientes (y si no, recuérdense todas las tribus americanas desaparecidas) y que, ni mucho menos lo son ni el señor López Obrador ni la señora Sheinenbaum.

Que las civilizaciones (¿o habría que decir “incivilizaciones”) se construyen siempre sobre masacres. ¿El imperio español? Sí, por supuesto. Eso que llevó una vez a una condena de tres nacionalistas catalanes (creo que hemos superado aquellos desmanes) por haber criticado el discurso de Juan Carlos I que aludía a que la lengua española siempre había sido en América un vehículo de concordia constata que la mayoría de las veces la ficción del poder cae en lo ridículamente oprobioso.

Ahora bien, no es el único. El otro día manejaba justo un curioso e interesante volumen titulado las “50 grandes masacres de la historia” de Jesús Hernández, y me detenía en la brutalidad de aquellos supuestos cruzados venecianos que, en nombre de la cruz, pasaron a cuchillo, a las violaciones colectivas de sus mujeres y a la aniquilación de incalculables tesoros artísticos que se perdieron para siempre la maravillosa Constantinopla en el siglo XIII. Si hay algo que nos caracterice a los europeos (y a los descendientes de europeos como el señor López Obrador y la señora Sheinenbaum) es la hipocresía: luego dijimos que Constantinopla la destrozaron los turcos en el siglo XV. Otra ficción del género fantástico de la historia, como dijera Borges. Lo hicieron todos: la España y el Portugal del siglo XVI, la Gran Bretaña y la Francia de los siglos XIX y XX, los Estados Unidos del siglo XX, el Israel del siglo XXI… pero también todas las naciones americanas, regidas por criollos descendientes de españoles cuando alcanzaron la independencia y quisieron “limpiar” de indios lo que consideraban naciones atrasadas. ¿Recordamos la eufemística “conquista del desierto” de la Patagonia? ¿O las masacres de los mayas en Guatemala hace sólo cuatro décadas?

Eso sí, usaré una expresión colonialista: “pongo una pica en Flandes”. La dinastía borbónica sí que puede reconocerse bien en aquellas masacres. Fernando VII (de Borbón), uno de los asesinos más infames de nuestra historia (que, como irónicamente dijo Cela, “al final de su vida no tenía enemigos porque los había asesinado a todos) fue además uno de los represores más ubicuos jamás vistos: su intermitente reinado fue un reinado del terror en todos aquellos rincones del mundo de su imperio, metrópolis incluida, en el que todavía no se ponía el sol. Que la Casa de Borbón pidiera disculpas a todo el mundo (mexicanos y españoles incluidos) no sería nada sacado de quicio. Pero, claro, eso sería soñar demasiado alto.

¿Hay que pedir perdón o no? Pues, miren ustedes, ni sí ni no. O, dándole la vuelta, del primer Wittgenstein al segundo: sí y no, porque todo vale todo porque todo da igual. Me explico.

Cuando era joven, me encontré una vez a un chico mexicano que bramaba contra mí como extremeño, nacido en la misma tierra de Hernán Cortés, porque según él, “mis abuelos habían matado a los suyos”. Yo le respondí que más bien era al revés: que sus abuelos habían matado a sus abuelos, porque con sus apellidos (Rodríguez o no sé cuántos) y la claridad de su piel, por muy mexicano que fuera, era él quien procedía de los asesinos que se quedaron en México y no yo. Que mis abuelos no habían visto nunca el mar ni salido de sus pueblos o aldeas. La respuesta no le satisfizo y se puso a gritarme. Pero esa es la actitud irracional de quien se esconde detrás de las palabras hueras y el márketing de tono populista al que, por desgracia, ese mejunje de las izquierdas nacionalistas hispanoamericanas (un híbrido ficcional tan curioso como contradictorio) a veces remite, desde Fidel Castro (de ancestros gallegos) clamando por José Martí (de ancestros valencianos y canarios) hasta López Obrador o Sheinenbaum (apellidos que son tan mexicas, aztecas o mayas como yo papa, pido disculpas pero sólo por la guasa).