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La política desactivada en los orígenes de nuestros males democráticos de hoy

Jaime Pastor Rosado

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Podemos entender por política desactivada aquella a la que se le han amputado de raíz sus potencialidades transformadoras fundamentales. Una política desactivada resulta de escasa o nula utilidad para superar realidades de calado establecidas por grupos de poder con intereses contramayoritarios. En cambio, una política desactivada resulta sumamente eficaz para eternizar desigualdades, legalizar injusticias, perpetuar privilegios, fomentar modelos de vida insostenibles…

El asunto adquiere dimensiones de problema epocal grave cuando, con un mínimo de exigencia crítica, contrastamos estas primeras consideraciones teóricas con la realidad de lo políticamente existente al día de hoy, no ya sólo en nuestros entornos más cercanos ─España, Europa─, sino en el mundo entero. Un mundo que, al parecer, a lo más que puede aspirar en relación a la igualdad, la justicia, la cohesión social, la sostenibilidad de los modelos de vida…, etc., es a la política practicada en el contexto de la denominada democracia liberal.

Afortunadamente, para la clarificación de estos planteamientos, ayuda el hecho de que en los últimos años se ha venido acrecentando la sospecha, cuando no la convicción, de que es el agregado liberal lo que está resultando ser un aditivo tóxico para la democracia entendida en su sentido potente, profundo. Hasta no hace mucho, y aún en gran medida hoy, “…no consideramos la posibilidad de que haya una fuerza expansiva del liberalismo que limita la democracia”, para decirlo con palabras recientes de Daniel Innerarity.

En efecto, no sin reticencias, va haciéndose admisible para ciertos entornos intelectuales la posibilidad de que la libertad liberal ha sido un factor restrictivo para ahondar en el desarrollo de la democracia. El origen del problema tiene lugar en el mismo momento histórico en que la burguesía (liberal), consciente ya de su fortaleza económica, se libera del poder absoluto de la monarquía y de la nobleza. Un hecho que, como es sabido, imprime un impulso definitivo al advenimiento de las grandes proclamas revolucionarias propias del llamado Nuevo Régimen ─Libertad, Igualdad, Fraternidad─, que hacían presagiar un futuro prometedor, especialmente para las clases desfavorecidas que esperaban la llegada de la libertad y a las que, en cambio, les sobrevino el liberalismo.

Porque si es cierta la afirmación tan común como escasamente matizada, de que con el ocaso del Antiguo Régimen aparece la política, no se debería olvidar que pronto, a manos de la burguesía liberal, aquella política sería una política en principio acaparada, para enseguida pasar a ser una política desactivada, con las consecuencias históricas, políticas, sociales y económicas que tal hecho supondría. En consecuencia, si por aquel entonces aparece la política, lo hace para desaparecer precipitadamente de la escena empujada por el poder fáctico ─nada político─ de la burguesía que la trajo al mundo. Todo ese poder de la que habría de ser clase hegemónica (la burguesía liberal) fue puesto a disposición de una peculiar ingeniería para rebajar sustancialmente las expectativas y las potencialidades revolucionarias de la Modernidad.

Por tanto, esa historiografía que se ocupa de aquel periodo inicial desde una perspectiva meramente hagiográfica, comete un lapsus imperdonable y trastoca de manera grotesca la realidad: en absoluto “nace la soberanía popular”, para nada la “garantía de las libertades”, en modo alguno la “transformación del súbdito en ciudadano”. La ya entonces política desactivada no daba para tanto. Ni era esa la intención de la nueva clase surgida de la “Revolución”, empeñada desde muy pronto en la refundación de un nuevo poder oligárquico con vocación de dominio permanente y universal. Sobre el escenario quedaría, no obstante, una sombra, un sucedáneo de la política; una política desactivada y, en consecuencia, inservible como elemento de auténtica transformación revolucionaria.

En periodos históricos más recientes, cuando el pueblo parece acceder por fin a la política, las posibilidades de ejercer el poder efectivo no estaban ya en la política, y, por consiguiente, tampoco en el voto, sino que para entonces el auténtico poder de decisión se había deslizado ya desde la política hacia la economía, o, por mejor decir, hacia el poder económico. Las Constituciones liberales realmente existentes tendrían el cometido principal de blindar esa orientación capitalista liberal de los Estados.

Podemos entender por política desactivada aquella a la que se le han amputado de raíz sus potencialidades transformadoras fundamentales. Una política desactivada resulta de escasa o nula utilidad para superar realidades de calado establecidas por grupos de poder con intereses contramayoritarios. En cambio, una política desactivada resulta sumamente eficaz para eternizar desigualdades, legalizar injusticias, perpetuar privilegios, fomentar modelos de vida insostenibles…

El asunto adquiere dimensiones de problema epocal grave cuando, con un mínimo de exigencia crítica, contrastamos estas primeras consideraciones teóricas con la realidad de lo políticamente existente al día de hoy, no ya sólo en nuestros entornos más cercanos ─España, Europa─, sino en el mundo entero. Un mundo que, al parecer, a lo más que puede aspirar en relación a la igualdad, la justicia, la cohesión social, la sostenibilidad de los modelos de vida…, etc., es a la política practicada en el contexto de la denominada democracia liberal.