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Réquiem por Cáceres

Marcelino Cotilla Vaca

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Hace poco más de un año que volví a Cáceres. Hacía casi dos décadas que no lo hacía. Y eso que visito Extremadura para ver a mi familia al menos una vez al año. Al regresar entendí por qué había pasado tanto tiempo sin volver. Había sido inconsciente, para preservar la memoria y evitar el dolor.

A principios de siglo Cáceres había dejado de ser la maravillosa ciudad cultural en mis años de estudiante universitario, allá por los 90, la ciudad de los conciertos del Womad en las plazas de la parte antigua de la ciudad, la de los miles de estudiantes que pululábamos como procesiones de alegría por cada rincón durante los nueve meses del curso académico y que la dejábamos un poco huérfana en el asfixiante calor del verano, la ciudad de los cafés literarios de la calle Pizarro, la de las multitudes de librerías abarrotadas de gente, la de los pases de cine arte en versión original, la de los grandes estrenos del Gran Teatro y la de hasta una Feria del Libro que, sin poder evitar ese provincianismo propio de los reinos de taifas de nuestra geografía, siempre salvaba el tipo de una manera bastante digna. La ciudad, también, de la movida que te llevaba a encontrarte a un Pedro Almodóvar, como me sucedió a mí, en la nostalgia por sus raíces extremeñas entre los bares de fin de semana, como la mítica “Machacona”.

Todo eso había desaparecido ya en 2000: los cafés literarios habían cerrado, todos; las librerías habían cerrado, todas; las filmotecas eran completamente desconocidas para los nuevos grupos de jóvenes; y, por si fuera poco, los estudiantes habían sido enviados a siete kilómetros de la ciudad, a un paraje inhóspito, poco menos que un secarral, en aquello que los políticos especuladores de las dos tendencias partidistas más famosas y de cuyo nombre no quiero acordarme, habían bautizado como “campus” universitario, aunque podría haberse llamado simplemente “campo”; paraje donde habían construido horrendos edificios que emulaban la cárcel próxima y que hacían las veces de facultades, frente a las cuales habían alzado bloques de pisos impersonales donde alojar y alejar a aquellos estudiantes que antes habían sido el alma de la ciudad.

Hago un inciso: quienes han leído algunos de mis artículos de opinión saben bien que no me caso con nadie. Pueden releerse, por las dudas, “Ni con unos ni con otros”, que publiqué el 9 de junio en este mismo blog. Por todo ello, nada de lo que voy a decir tiene que ver, necesariamente, directamente, con el apoyo a ninguna corporación municipal. Tiene que ver con lo que he visto y vivido.

Al volver el año pasado, invitado, con motivo del Día Internacional de la Poesía, por la Concejala de Cultura doña Fernanda Valdés Sánchez (persona tan sencilla como exquisita, a quien uno se encuentra por la calle en bicicleta), la emoción, mis viejos recuerdos, volvieron a aflorar: volví a sentir la primavera de la cultura cacereña que se había evaporado treinta años atrás. El tráfico de los coches volvía a estar vetado en la Plaza Mayor, no solo por placer estético, sino también por necesidad vital; tanto esta plaza como muchos otros lugares del centro histórico habían sido recuperados, en el pleno esplendor que le concede su título de Patrimonio de la Humanidad, para los peatones, para las representaciones escénicas, para el Día de la Música, cuando los pianos poblaban las calles; las librerías habían vuelto a aflorar, el Festival de Teatro Clásico era un lujo para todo el país y el Womad había regresado a los lugares de donde nunca debió salir: a las plazas del recinto histórico.

No sé si será casualidad que en los casi treinta años que pasé sin pisar Cáceres y hasta 2019, desde que lo abandoné por motivos personales, la ciudad fue casi ininterrumpidamente gobernada por la derecha, a quien nunca voté. No sé si será una casualidad que de 2019 a 2023, haya gobernado una coalición de izquierdas, a la que nunca en ningún lugar de España he votado. Vaya por delante mi imparcialidad.

Pero los hechos hablan por sí solos. Ver que doña Fernanda, ese ser nacido para amar la cultura y hacérsela amar a los demás, se va a la oposición sólo cuatro años después de ese maravilloso experimento, es una tragedia; pensar que pueden aguardar tres décadas más antes de ver otro experimento así y que quizás yo ya ni lo vea, da escalofríos y vértigo.

Y es por eso que entono este réquiem.

Hace poco más de un año que volví a Cáceres. Hacía casi dos décadas que no lo hacía. Y eso que visito Extremadura para ver a mi familia al menos una vez al año. Al regresar entendí por qué había pasado tanto tiempo sin volver. Había sido inconsciente, para preservar la memoria y evitar el dolor.

A principios de siglo Cáceres había dejado de ser la maravillosa ciudad cultural en mis años de estudiante universitario, allá por los 90, la ciudad de los conciertos del Womad en las plazas de la parte antigua de la ciudad, la de los miles de estudiantes que pululábamos como procesiones de alegría por cada rincón durante los nueve meses del curso académico y que la dejábamos un poco huérfana en el asfixiante calor del verano, la ciudad de los cafés literarios de la calle Pizarro, la de las multitudes de librerías abarrotadas de gente, la de los pases de cine arte en versión original, la de los grandes estrenos del Gran Teatro y la de hasta una Feria del Libro que, sin poder evitar ese provincianismo propio de los reinos de taifas de nuestra geografía, siempre salvaba el tipo de una manera bastante digna. La ciudad, también, de la movida que te llevaba a encontrarte a un Pedro Almodóvar, como me sucedió a mí, en la nostalgia por sus raíces extremeñas entre los bares de fin de semana, como la mítica “Machacona”.