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Síndrome posvacacional
Ya está, ya acabó. Por fin termina el verano y llegan el colegio, el trabajo, las actividades extraescolares, en fin, la rutina que me centra y me da estabilidad. Queda lejos el caos y la locura de tantos días ociosos.
Odio la piscina, pero más odio la playa y su estilo de vida. Siempre me he preguntado por qué la playa atrae a tanta gente. Gente cuyo único esfuerzo en todo el día es darse la vuelta para que el sol les queme por todos lados, cual asador de pollos. Todo está lleno de pegajosa arena, de sal, con un agua que no se está quieta, calor, aburrimiento supino… Y por si fuera poco, a pesar de la sequía reinante, duchas constantes para quitarte la sal, la arena… ¿el aburrimiento? No, eso no se quita con una ducha. El problema es que, cuando se convive en familia, no queda otra que, de vez en cuando, dar gusto a los demás y acudir a estos reinos del absurdo.
¿He dicho familia? ¿Adolescentes? Al aumentar el tiempo de convivencia, lógicamente, aumentan los conflictos. Y sufro en el duelo; el duelo de que mis hijos no solo no practican mis valores, sino que los desprecian. Los quiero, por supuesto, son sangre de mi sangre y carne de mi carne, pero no me gustan. Ella, pensando en ropa, maquillaje, en el cuidado de su pelo… y despreciando a la gente que no comulga con su concepto de estética. Él, obsesionado con el fútbol, los videojuegos y el consumismo total, empatía cero. Me tragué unos cuantos libros y charlas sobre educación; todos coincidían en que la mejor manera de educar es con el ejemplo. ¡Mentira! En casa nunca ha sido una prioridad ni la estética, ni la ropa, ni mucho menos el fútbol o el ocio virtual. Debe ser que los padres no somos el único ejemplo que tienen... No sé cuál es la solución; sí sé cuál no es el camino: el castigo, las prohibiciones, las largas charlas... Pero, ¿qué mundo va a crear esta gente? Me agarro como a un clavo ardiendo a los restos que quedaron de mi educación cristiana, eso de creer en lo que no se ve, y de confiar en que la semilla dará su fruto en algún momento. Estoy tranquilo, tenemos tiempo; la edad media en la que los hijos dejan el hogar familiar supera ya los 30 años.
Por si todo esto fuera poco, me voy poniendo al día con las noticias y veo que los nazis vuelven a ganar en Alemania (al menos tardaron un poco más que en España), la juventud y el mundo se van escorando cada vez más a la derecha. Leo un estudio-encuesta que refleja que más del 40% de la juventud cree que las dictaduras militares son mejores formas de gobierno, que no ven claro que la democracia pueda solucionar sus problemas y mejorar sus vidas…
En fin, este año es inevitable padecer el síndrome posvacacional.
Ya está, ya acabó. Por fin termina el verano y llegan el colegio, el trabajo, las actividades extraescolares, en fin, la rutina que me centra y me da estabilidad. Queda lejos el caos y la locura de tantos días ociosos.
Odio la piscina, pero más odio la playa y su estilo de vida. Siempre me he preguntado por qué la playa atrae a tanta gente. Gente cuyo único esfuerzo en todo el día es darse la vuelta para que el sol les queme por todos lados, cual asador de pollos. Todo está lleno de pegajosa arena, de sal, con un agua que no se está quieta, calor, aburrimiento supino… Y por si fuera poco, a pesar de la sequía reinante, duchas constantes para quitarte la sal, la arena… ¿el aburrimiento? No, eso no se quita con una ducha. El problema es que, cuando se convive en familia, no queda otra que, de vez en cuando, dar gusto a los demás y acudir a estos reinos del absurdo.