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Tejiendo fortalezas
La pandemia no nos ha hecho más solidario, no ha corregido la condición humana. Por eso el recorrido pandémico no ha mejorado las condiciones de los excluidos, ni la morbilidad entre los más ancianos. Tampoco ha mejorado los comportamientos sociales, ni los discursos políticos, ni siquiera ha servido para templar el aullido de los distópicos, que no digo silenciar, sino templar.
Tampoco nos ha hecho más responsable y la distancia entre la clase política y los ciudadanos es cada vez mayor, ambos espectros sociales se están radicalizando. Se radicalizan, aún más, los violentos, se radicaliza la juventud buscando las alternativas que creían surgirían después de la primera ola, sospechando que si no había señales de cambio antes de la segunda ola, esto se podría ir al infierno. Porque se ha legitimado el discurso del odio desde el Parlamento y ese discurso lo han hecho suyo, entre otros, los que de una manera obscena intentan sacar rédito por cualquier medio y para cualquier fin de la pandemia.
El confinamiento, que doblegó la curva de infectados, no sirvió para doblegar el ansia de infringir, nos quedamos con el eco de los aplausos a los sanitarios y se vacío de contenido algo tan importante como la ética de los profesionales esenciales que asumiendo carencias y en muchos casos la dejadez de sus superiores, fueron los únicos que dieron ese paso adelante, en detrimento de su propia seguridad, para ir recogiendo a los más débiles, a los desprotegidos y salvarlos de la voracidad la COVID-19, de la voracidad de sus consecuencias.
Los efectos fisiológicos la COVID-19 han sido y son terribles, las afecciones de órganos y las patologías asociadas a sus efectos son demoledores; pero más demoledores son aún y serán por mucho tiempo, las secuelas psicológicas, laborales, la sensación de desprotección frente a los sectores financieros y empresariales. Se pondrá en evidencia las carencias y debilidades de una sociedad globalizada y falta de recursos emocionales para combatir el miedo.
El miedo a la pérdida de los derechos básicos que nos hace ser persona y sentir, y cómo consecuencia el miedo a perder la autoestima, porque esa pérdida nos impide rebelarnos y lo sabemos. Esa pérdida nos impediría defender lo público cómo base del bienestar del ciudadano de a pie. Defender y rebelarnos contra la pérdida del derecho a una sanidad de calidad, a una educación que no discrimine, el derecho a defender un empleo digno, el derecho en suma a defender y rebelarnos para no ver mermados los derechos sociales, para defender el legado que nos dejaron los hombres y mujeres progresistas que nos precedieron.
La España negra, la de los empresarios acogiendo a temporeros ilegales sin las condiciones laborales ni higiénicas que exigen la decencia y la responsabilidad, ocultando positivos, incluso cuando la tasa de infección entre los temporeros era alta, la de los pagos en B, la de los anti sistemas que ahora ocupan las calles ante la institucionalización de la izquierda. Vox cogiendo el relevo de Podemos, haciendo suya las banderas del 15M al grito de ¡Viva España! y ¡Viva el Rey!
Miedo sí, miedo a que se rompa el consenso ciudadano con respecto a la necesidad de rescatar a los excluidos, a los más débiles. Miedo a que se usurpe la soberanía popular, miedo al espectáculo de una oposición, de unos políticos que parecen haber claudicado de sus responsabilidades de Estado, dejando el discurso, el argumentarlo político en manos de los poderes económicos. La pandemia cómo cortina de humo de la fragilidad de un sistema político que aún no ha entendido la transitoriedad de la constitución y por tanto la necesidad de reformas importantes, la necesidad de desarrollar artículos aún en el limbo jurídico.
El miedo a que la plutocracia acabe instalándose en las administraciones y los medios de comunicación, ante esto al ciudadano solo le queda la esperanza que el gobierno se constituya cómo una fortaleza contra esta plutocracia, cómo una fortaleza contra la ignorancia de los negacionistas, contra los racistas, una fortaleza en la que puedan protegerse los vulnerables. Una fortaleza que nos aísle del miedo y nos ilusione con un proyecto de país sostenible, cohesionado y competitivo y que nos permita a su vez ir regenerando, tejiendo nuestras propias fortalezas.
La pandemia no nos ha hecho más solidario, no ha corregido la condición humana. Por eso el recorrido pandémico no ha mejorado las condiciones de los excluidos, ni la morbilidad entre los más ancianos. Tampoco ha mejorado los comportamientos sociales, ni los discursos políticos, ni siquiera ha servido para templar el aullido de los distópicos, que no digo silenciar, sino templar.
Tampoco nos ha hecho más responsable y la distancia entre la clase política y los ciudadanos es cada vez mayor, ambos espectros sociales se están radicalizando. Se radicalizan, aún más, los violentos, se radicaliza la juventud buscando las alternativas que creían surgirían después de la primera ola, sospechando que si no había señales de cambio antes de la segunda ola, esto se podría ir al infierno. Porque se ha legitimado el discurso del odio desde el Parlamento y ese discurso lo han hecho suyo, entre otros, los que de una manera obscena intentan sacar rédito por cualquier medio y para cualquier fin de la pandemia.