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Urkullu y el vertedero vasco

Carlos Becerra

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El pasado 5 de febrero el lehendakari Urkullu estaba en su cenit político. Ese hombre de movimientos seguros, capaz de articular discursos sin necesidad de chuletas, poco tenía que ver con quien heredó la makila de Juan José Ibarretxe en 2012. Funcionario gris de la Diputación Foral de Bizkaia, en sus primeras intervenciones parecía imitar al rey emérito y estar destinado a protagonizar la etapa más opaca del partido que fundara Sabino Arana, pero ocho años más tarde, flanqueado por una terna de excelentes comunicadores (Ortuzar, Erkoreka, Esteban) y sustentado en centenas de buenos gestores formados en colegios y universidades cercanas al partido, su imagen es la de un hombre de estado que flota por los escenarios políticos con aire de suficiencia.

Todo se torció al día siguiente, el 6 de febrero, cuando entre tres y cuatro mil metros cúbicos de tierra y escombros cayeron sobre la autopista AP-8, el eje que une Donosti y Bilbao, y como una cruel metáfora sobre el lehendakari Urkullu y su gobierno.

Imagino que en ese momento ya había decidido adelantar las elecciones autonómicas al 5 de abril, una decisión que, a la vista de lo ocurrido estos últimos días, ha podido convertirse en un error, porque a la hora de redactar este artículo el cuerpo de dos trabajadores sigue bajo los escombros. Ahora sabemos, además, que estos contienen elementos peligrosos como el amianto y otros residuos no autorizados, y los pueblos del entorno y una parte de la sociedad vasca se han rebelado por la falta de reflejos del ejecutivo y lo que califican de “falta de humanidad” del lehendakari.

La Comunidad Autónoma Vasca contiene vertederos reales, como el que ha provocado la muerte de los dos trabajadores, y cientos de pequeños vertederos con residuos morales: corrupción institucional, caciquismo, y una inmensa e inagotable red de clientelismo diseminado por las distintas administraciones, corporaciones, pueblos y ciudades de la geografía del país.

Hablar de esto en la sociedad vasca es complicado. Tal es el nivel de auto complacencia conseguido por lustros de gobierno del PNV, con una televisión dócil y unos medios de comunicación que hablan en sordina, que el ciudadano medio no da pábulo a que sea el tercer partido con más casos de corrupción del estado, tras PP y PSOE. Sabe que conviene llevarse bien con el partido sea cual sea la actividad a la que uno se dedique, más si se quiere hacer carrera en la administración y que, en este supuesto oasis, los políticos amortizados también disponen de amplias puertas giratorias, solo hay que echar un vistazo a los consejos de administración de Iberdrola, Petronor o Enagas, pero lo ve como algo menor en comparación con los grandes casos de corrupción en el estado. Ese ciudadano medio, principalmente el que le vota, disculpa que en un país pequeño como este el PNV sea el partido que ha recibido más donaciones privadas y anónimas desde 1992 hasta la fecha, siete veces más que el PSOE en todo el estado. Huele mal, pero ¿por qué no van a ser más generosos y altruistas los simpatizantes del partido en el poder?

La nómina de casos de corrupción es innumerable solo desde el año 2000: casos Ibarra, Bravo, Cearsoro, Balenciaga, Zabalgarbi, Pagaldai, Telerría, De Miguel, Fonorte, Margüello, Urazca, Hiriko, San Antonio, Bakio d´Or, Alonsotegui y los diversos fraudes en las oposiciones de Osakidetza. Casos que han imputado y condenado hasta a doce ex-alcaldes, además de un ex-senador, un ex-vice lehendakari y numerosos cargos intermedios del PNV, pero que aparecen siempre como de menor importancia que los que puedan producirse en el estado.

El vertedero vasco no solo contiene residuos tóxicos amagados entre pinos. Es un modelo social no tan diferente del que pueden tener otras comunidades con gobiernos de derecha. Un modelo, es cierto, con una clase media acomodada que consume sanidad privada, puede elegir entre cinco tipos de educación y se ve protegido en un porcentaje importante por pensiones complementarias; un funcionariado muy bien pagado; un nivel de renta medio superior al del resto del estado; ciudades modernizadas que han sabido reconvertirse en lugares turísticamente atractivos; pero un modelo que atenúa pero no consigue suprimir la pobreza. Tres datos preocupantes del reciente informe de FOESSA alertan sobre este hecho: 1) pese a una estructura de ingresos más igualitaria “las personas más pobres pierden más renta que en el resto de España”; 2) una de cada siete personas, en torno a 334.000, se encuentra en situación de exclusión social moderada o severa; y 3) se percibe un aumento preocupante de este tipo de exclusión y la valoración muy negativa de los Servicios Sociales por las personas que la sufren.

La dicotomía social sobre la que alerta el informe de FOESSA permanece agazapada en pueblos y barrios que se desertizan, que pierden cohesión social y sufren cada vez más inseguridad. Son los vertederos sociales que, junto con los residuos de la corrupción citados al principio, pueden aguar la fiesta y acabar cayendo como un alud sobre el ensimismado “oasis vasco” del lehendakari Urkullu.

El pasado 5 de febrero el lehendakari Urkullu estaba en su cenit político. Ese hombre de movimientos seguros, capaz de articular discursos sin necesidad de chuletas, poco tenía que ver con quien heredó la makila de Juan José Ibarretxe en 2012. Funcionario gris de la Diputación Foral de Bizkaia, en sus primeras intervenciones parecía imitar al rey emérito y estar destinado a protagonizar la etapa más opaca del partido que fundara Sabino Arana, pero ocho años más tarde, flanqueado por una terna de excelentes comunicadores (Ortuzar, Erkoreka, Esteban) y sustentado en centenas de buenos gestores formados en colegios y universidades cercanas al partido, su imagen es la de un hombre de estado que flota por los escenarios políticos con aire de suficiencia.

Todo se torció al día siguiente, el 6 de febrero, cuando entre tres y cuatro mil metros cúbicos de tierra y escombros cayeron sobre la autopista AP-8, el eje que une Donosti y Bilbao, y como una cruel metáfora sobre el lehendakari Urkullu y su gobierno.