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Volveremos a ser lo que fuimos ayer
En estos tiempos de pandemia los sanitarios son un ejemplo, como lo son otros muchos trabajadores reconocidos como esenciales. Muchísimas personas dan a diario ejemplo de sensatez y solidaridad, y en los medios de comunicación se despliega, con justicia, el mensaje sobre lo bueno que la Covid-19 está sacando a la luz.
Todos queremos escuchar mensajes tranquilizadores. A todos nos gusta que se nos muestre una imagen positiva de quienes somos. Pero, aunque no tan exhibidos, los datos sobre insolidaridad nos sitúan frente al espejo. Quienes podemos, intentamos garantizar “nuestras” dosis de vacunas al tiempo que nos oponemos a la liberación de las patentes, obligando así a quedar en lista de espera a millones de infortunados. Pensamos, además, que las vacunas sustituirán ventajosamente a otras medidas más incómodas, como el cuidado de uno mismo, de los demás y del medio ambiente. No es nada sorprendente: tenemos asumido que es más grato tomar, por ejemplo, un medicamento antihipertensivo que cuidar la dieta y el modo de vida. Esto lo hacemos, por otra parte, quienes podemos, pues no está al alcance de todo el mundo, ni siquiera en nuestra sociedad.
Añádase a esto que en muchas mentes actúa la idea de que hay que salvar al sistema económico antes que a un puñado de personas prescindibles.
Junto a aquellas actitudes admirables encontramos cada día ejemplos de estas otras. Es necesario encomiar las primeras, animarnos mutuamente a incorporarlas a nuestra forma de vida, a nuestra actitud ante los demás. Pero eso no puede implicar que corramos un espeso telón sobre esas otras que también están presentes entre nosotros. La sociedad necesita mensajes positivos, de refuerzo; pero entre estos se encuentran, y no en último lugar, aunque sean amargos, los que nos asoman a nuestra parte oscura.
No somos ejemplares como sociedad, y eso hay que decirlo. Tan útiles, sobre todo en perspectiva de futuro, son los paños frescos para evitar la fiebre como los zarandeos para sacarnos de un sopor a menudo culpable.
Con catorce años escuché una canción que se me quedó grabada -ahora tengo sesenta y siete- y que vuelve machaconamente a mi memoria en estos días luctuosos: Postguerra, de Manolo Díaz.
El verso, la admonición que, obsesivamente vuelve a mi memoria en situaciones como la presente es el que afirma: “volveremos a ser lo que fuimos ayer”. Esto, y no otra cosa, es lo que ocurrirá después de la vacunación masiva si no somos capaces de mirar de frente la realidad.
En estos tiempos de pandemia los sanitarios son un ejemplo, como lo son otros muchos trabajadores reconocidos como esenciales. Muchísimas personas dan a diario ejemplo de sensatez y solidaridad, y en los medios de comunicación se despliega, con justicia, el mensaje sobre lo bueno que la Covid-19 está sacando a la luz.
Todos queremos escuchar mensajes tranquilizadores. A todos nos gusta que se nos muestre una imagen positiva de quienes somos. Pero, aunque no tan exhibidos, los datos sobre insolidaridad nos sitúan frente al espejo. Quienes podemos, intentamos garantizar “nuestras” dosis de vacunas al tiempo que nos oponemos a la liberación de las patentes, obligando así a quedar en lista de espera a millones de infortunados. Pensamos, además, que las vacunas sustituirán ventajosamente a otras medidas más incómodas, como el cuidado de uno mismo, de los demás y del medio ambiente. No es nada sorprendente: tenemos asumido que es más grato tomar, por ejemplo, un medicamento antihipertensivo que cuidar la dieta y el modo de vida. Esto lo hacemos, por otra parte, quienes podemos, pues no está al alcance de todo el mundo, ni siquiera en nuestra sociedad.