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Carta séptima: El miedo a la página en blanco

26 de marzo de 2018

Me siento a escribir y ya son más de las ocho. La última luz se refleja en el juego de café de mi bisabuela Rosario, entre pequeños montones de libros que no hacen otra cosa que esperar, al lado de las macetas.

Esperar, últimamente mi vida se fragmenta en eso: esperar a tener tiempo para escribir.

Reconozco que estas pequeñas cartas son una especie de calentamiento, una forma de deshacerse del miedo a la página en blanco. Se ha ido el frío y mi abuela ha vuelto al pueblo, pienso mucho en sus piernas gorditas, y cómo cuando podía andar se tenía que parar para subirse cada dos por tres los calcetines de media que caían hasta los tobillos.

Cada vez que pasaba, el canasto de mimbre del huerto caía en el suelo. Las verduras y los huevos recién cogidos del gallinero también descansaban.

Me paro mucho en esos instantes, esas pequeñas pausas donde la vida se detenía y no pasaba nada.

Esta semana vienen Fernando y Andrea a pasar unos días en el pueblo, con mi familia, a conocer donde crece la hierba, a hilvanar el origen del libro con sus imágenes. ¿Volverán las liebres? ¿Se llenarán las manos de maíz otra vez para las gallinas? ¿Encontraré la respiración del furtivo detrás de la cal? ¿Regresará mi madre niña cogiendo aceituna? ¿Y mis abuelos?

¿Sabrán de alguna forma esta especie de invocación?

Cierro el libro de Gabriela Ybarra y una frase no deja de retumbar:

“A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender”

Carta octava: Manchas de sangre y barro en la nieve

26 de marzo de 2018