Después de la explosión de la burbuja inmobiliaria en 2008, el sistema financiero de España experimentó un proceso de transformación sin precedentes. El agujero provocado por el subprime español –el crédito escondido en el ladrillo – desencadenó una radical reestructuración del mercado de las cajas que, en poco tiempo, terminó por provocar su total desaparición. Paradójicamente, la estocada final llegará de la mano del rescate bancario. Las condiciones del memorándum de entendimiento (MOU) exigen el cese de la actividad financiera de las cajas de ahorros, obligadas a convertirse en bancos bajo el impedimento de poseer una cuota accionarial mayoritaria que les permita controlarlos. C’est fini.
¿Cómo se llegó a esta situación?
El contexto que propició el imprudente comportamiento de las cajas ha sido explicado hasta la saciedad. El auge del sector inmobiliario y la liquidez en los mercados internacionales –gracias a unos tipos bajos y a la seguridad que aportaba la moneda común a los inversores – alimentaron la burbuja especulativa sobre el precio de la vivienda que, junto a una competencia feroz en los mercados de crédito, hizo que los criterios básicos de prudencia y solvencia propios del negocio financiero volasen por los aires.
Los niveles de concentración y control del riesgo, la política de expansión territorial o los incentivos de los jefes de oficina de las cajas se amoldaron a las demandas del boom inmobiliario. Caja Castilla-La Mancha llegó a concentrar el 67% de sus inversiones en este sector; La CAM –“lo peor de lo peor” – tenía el 98% de sus créditos vinculados al ladrillo en el momento que fue intervenida por el FROB; entre 2003 y 2007 Caja Madrid concedió el 22% de sus créditos hipotecarios a clientes que –técnicamente – no tenían capacidad de pago; Caixa Catalunya concedió el 32% de sus hipotecas por un importe superior al 80% del valor de tasación y dio el salto a otras comunidades autónomas con créditos hipotecario sin más garantías que las expectativas de revalorización de los precios de los pisos. La lista es tan larga como esperpéntica. Y aunque existe cierta heterogeneidad en los resultados no es difícil afirmar que el sesgo especulativo en la actividad crediticia de las cajas se había convertido en la norma y no la excepción.
¿Qué ha fallado?
Es de justicia señalar que las cajas de ahorros llevaban en sus genes la ausencia de ciertos mecanismos automáticos de disciplina que sí existen para los bancos (los precios de las acciones en el mercado bursátil o la rotación de los directivos en función de los resultados). No obstante, existe cierto consenso entre los analistas de que los fallos han venido fundamentalmente por el lado de los reguladores y de la politización de las cajas de ahorros. Respecto a lo primero, se ha criticado al Banco de España por falta de independencia, por su incapacidad por controlar el excesivo riesgo que acumulaba el sector en el ladrillo, como por su ineficaz gestión una vez iniciada la crisis. No ahondaré en ello. Sí intentaré responder a algunas preguntas respecto a lo segundo.
¿Cuál es el interés de los políticos por controlar las cajas?
Una forma de responder a esta pregunta sería pensar que los partidos políticos son, ante todo, agentes ideológicos y que, por lo tanto, su interés radica en poder financiar proyectos acordes con sus preferencias políticas. Sin más. Si este es el caso, y no operan cálculos estratégicos que salvaguarden la propia existencia de la institución, no deberíamos esperar un comportamiento prudencial.
Sin embargo, resulta más razonable pensar que los partidos, al margen de sus preferencias políticas, lo que quieren es ganar elecciones y que por lo tanto su actuación en las cajas estaría guiada principalmente por motivaciones electorales. Pero, ¿De qué manera se puede hacer un uso electoral de las cajas? La vía más sencilla es la de financiar proyectos de administraciones públicas que reporten ganancias en términos de votos. Es decir, premiando a bases electorales o seduciendo a regiones muy competidas electoralmente. De ahí venga, quizás, la participación financiera de muchas cajas de ahorros en proyectos de gobiernos autonómicos de dudosa rentabilidad o solvencia: aeropuertos fantasmas, autopistas que suplican por ser utilizadas, infraestructuras deportivas de poca utilidad, proyectos de alto vuelo en la industria del entretenimiento, etc., etc., etc.
No obstante, la actividad crediticia que ha hundido a nuestras cajas se ha concentrado fundamentalmente en créditos a familias y empresas no financieras para la construcción y adquisición de viviendas. Entonces ¿Cuál es el interés electoral de un político en promover este tipo de créditos asumiendo, como contrapartida, elevados niveles de riesgo? Una posible explicación es que la permisividad en la concesión de créditos tenga el fin de producir una sensación colectiva de bienestar sobre la economía que, en términos políticos, se traduzca en valoraciones favorables sobre la gestión del gobierno. De la misma forma que en el pasado los gobiernos centrales eran capaces de “calentar la economía” con políticas monetarias expansivas (por este motivo se dotó de independencia a los Bancos Centrales), manejar el volumen y el tempo de los créditos desde los gobiernos autonómicos podría tener una función similar. No es casualidad, pues, que numerosos estudios empíricos hayan aportado evidencia a favor de una asociación entre ciclos electorales y la actividad crediticia de la banca pública.
Otra posible explicación sobre por qué los políticos han contribuido a hinchar la burbuja del ladrillo a través de su gestión en las cajas está relacionada con sus expectativas de rentas futuras. La financiación basada en el amiguismo no sólo puede reportar beneficios electorales hoy, sino un asiento en el consejo de administración de alguna empresa mañana. Un aspecto más del fenómeno conocido como “la puerta giratoria” entre el sector público y el sector privado.
¿Cómo llegaron los políticos a controlar las cajas?
La primera ley que ordenó y armonizó la legislación sobre las cajas de ahorros –LORCA de 1985 – solo otorgaba representación en los órganos de gobierno a una institución política: las corporaciones municipales. Éstas tenían el 40% de los asientos en la Asamblea General frente otros tres grupos: los impositores (44%), las entidades fundadores (11%) y los empleados (5%). No obstante, esta distribución no eludía la posible captura de las cajas dado que, casi en la mitad de los casos, gobiernos municipales, provinciales o autonómicos eran los fundadores de las mismas cajas. Así, la participación de los políticos en los órganos de gobierno podía llegar fácilmente al 51%.
Por otro lado, la profundización del Estado de las Autonomías abrió la posibilidad para que los parlamentos o gobiernos autonómicos también tengan una representación directa en las cajas. La Comunidad Valenciana, por ejemplo, aprobó su particular reforma a la LORCA en 1997 introduciendo el derecho de la Generalitat a estar representada en la Asamblea General y demás órganos de gobierno con un 28%. Castilla La Mancha hizo lo propio otorgándole el 21% de la representación a las Cortes, haciendo que la suma total de políticos pudiera llegar al 71% (Cortes, municipios y entidades fundadoras de naturaleza pública).
Pero a pesar de que España se vio obligada por los tratados europeos a establecer límites a la presencia de políticos en las entidades de crédito (50% en el 2002, 40% en el 2010), la propia configuración de los órganos de gobierno logró salvaguardar el poder de las administraciones públicas en relación al resto de los grupos. La neutralización de los intereses del grupo de los impositores quizás sea el caso más paradigmático. Por ley, los depositantes han tenido la mayor cuota de representación en los órganos de gobierno de las cajas. No obstante, raramente han podido influir en el devenir de dichas entidades. El sistema de representación ha dilapidado cualquier posibilidad de que este grupo actúe de forma coordinada con unos intereses bien definidos, puesto que sus representantes eran elegidos por sorteo, por un período fijo y sin capacidad de delegar el voto. Sumado a esto, el esquema de protección de sus depósitos (el Fondo de Garantía de Depósitos) desincentivaba sus esfuerzos para supervisar la gestión de las cajas.
Los políticos en las cajas también han sabido controlar o neutralizar la fiscalización proveniente de la Comisión de Control y o del propio Consejo de Administración. La reciente comisión de investigación sobre la CAM en las Cortes Valencianas ha dejado varios ejemplos sobre las artimañas orientadas a eludir cualquier tipo de control: actas verbales o pantallazos de ordenador para informar a la Comisión de Control sobre las decisiones tomadas en el Consejo de Administración, sorteos amañados para elegir a los representantes de los impositores, reuniones “pre-consejo” para pactar las decisiones en el Consejo de Administración, o consejeros sin formación financiera –una bailarina, una cajera de supermercado, un consejero que ha declarado no estar preparado para analizar un balance. Inaudito.
Dada la clara vinculación entre la hecatombe del sector financiero y la indignación política de muchos ciudadanos, vale la pena subrayar que si bien el gran problema que nos dejan las cajas de ahorros es de carácter económico, su ocaso debería enseñarnos –sino remarcar – una lección política de primer orden: la confianza en la que se cimenta el sistema democrático depende en gran medida del buen funcionamiento de los mecanismos y las instituciones que fiscalizan la acción de los gestores públicos. Sin un correcto control de los políticos, los intereses entre representantes y representados dejan de estar alineados, incentivando comportamientos interesados que promueven –o sostienen – privilegios en los que, normalmente, pocos ganan y muchos pierden. Esperemos que la muerte de las cajas represente el fin de una época.