La evolución de la fecundidad en los países ricos (y en otros muchos) parece haber entrado en una caída imparable. Hace sólo unos días, el Financial Times alertaba sobre cómo año tras año las cifras reales se sitúan por debajo de las proyecciones demográficas más pesimistas. Es más, es posible que las estadísticas oficiales no estén capturando la intensidad de las disminuciones reales. Muchos consideramos este panorama alarmante. Por fin, este tema, tradicionalmente relegado al debate académico y a la agenda de sectores conservadores pro-familia, empieza a despertar una preocupación más amplia y transversal.
En España, la tasa de fecundidad ronda el 1,12 en 2024, y viene descendiendo desde 1,18 en 2020 y 1,33 en 2015. Entre mis colegas demógrafos, hay quien afirma que no hay que inquietarse. Muchos de sus argumentos no son nada banales, están bien fundamentados, y son estimulantes para el debate. Sin embargo, cada vez más personas cuestionan la idea de que la caída de la fecundidad sólo sea la expresion de la libertad de cada uno, o la manifestación las preferencias de una sociedad tan individualista como la nuestra que, por suerte, ha facilitado que los cursos de vida se diversifiquen. Es cierto que compartimos diagnóstico con otros países del Mediterráneo: Italia, que casi siempre se sitúa a nuestro lado en las estadísticas sociales apenas alcanza el 1,19. Pero Grecia llega a 1,25; Portugal al 1,42; y Francia marca una considerable diferencia con su 1,63. Recuperar algunas de esas décimas que nos separan de nuestros vecinos a través de políticas familiares, es un objetivo realista y legítimo.
Para entender mejor alguno de los procesos que nos han traído hasta aquí podemos comparar el número ideal de hijos y los que tienen en realidad los encuestados por el CIS que en 2024 tienen entre 35 y 45 años. Este grupo de edad se encuentra en una etapa de la vida donde muchos habrán tomado la mayoría de sus decisiones reproductivas, y otros estarán a punto de hacerlo. Por supuesto, a los más jóvenes les queda algún margen de tiempo, pero no a todos. Además, voy a mostrar por separado las respuestas para hombres y mujeres, con y sin titulación universitaria- Así, podemos describir una particularidad del contexto español: la fecundidad entre las mujeres universitarias parece estar más deprimida de lo que cabría esperar. Aunque este hecho se conoce hace tiempo, en mi opinión, no está presente en los medios tanto como debería.
Las preferencias: las preferencias sobre el número ideal de hijos en España son bastante parecidas entre sexos y niveles educativos. Muy pocas personas consideran que el ideal sea no tener hijos. Esto sugiere que la infecundidad voluntaria, aunque difícil de separar de la no voluntaria, es un fenómeno minoritario.
Solo un 10% de los encuestados dicen que lo ideal es solo tener un hijo, mientras que la mayoría se decanta por la conocida regla de los dos hijos, que es la opción preferida entre hombres y mujeres independientemente de su nivel educativo. Si hay alguna diferencia apuntaría a que las universitarias tienen una mayor inclinación hacia un modelo de tres hijos: alrededor de tres de cada diez expresan esta preferencia, mientras para todos los demás grupos esta cifra ronda el 23%.
La realidad: veamos ahora cuánto de estas aspiraciones familiares se traduce en la realidad. Al observar cuántos hijos se han tenido realmente al alcanzar la franja de edad 35-45, es fácil ver que hay dos colectivos con mayor dificultad para cumplir sus deseos reproductivos.
Como he dicho, uno es bien conocido: el de las mujeres universitarias. Mientras que casi el 90% de las universitarias querría tener dos o más hijos, aproximadamente un 35% de ellas no tiene ninguno. Esta cifra cae 10 puntos entre las que no tienen estudios universitarios. Las causas de la peor situación relativa de las universitarias en España son múltiples. Las universitarias podrían tener mayores dificultades para el emparejamiento ahora que son mucho más numerosas que los hombres universitarios. Además, dado la mayor parte de la brecha de género en su desempeño laboral parece ser en realidad una brecha de maternidad, las universitarias tendrían mayores necesidades de conciliación que otros colectivos. Estas demandas se deberían atender para que no asuman un coste de oportunidad muy alto al tener los hijos que desean.
En segundo lugar, y quizás esto sea más sorprendente para algunos lectores, los hombres menos cualificados tienen niveles de infecundidad más altos que el resto: alrededor del 45% de ellos no tiene hijos a estas edades. La sorpresa es solo relativa. Este dato confirma un patrón ya observado en otros países europeos con mejores fuentes estadísticas, según el cual los hombres con menos cualificación son un colectivo particularmente frágil que enfrenta grandes dificultades para materializar sus preferencias reproductivas a lo largo de su ciclo vital y, en otro orden de cosas, mantienen peor sus redes sociales a lo largo del tiempo y se aíslan más en la vida adulta.
¿Deberíamos preocuparnos? Por dos razones fundamentales, diría que sí. Por una parte, más allá de las preferencias de cada uno, tener hijos está asociado con un aumento del bienestar individual. Pero lo más importante es que muchas personas que desean tener hijos acaban no teniéndolos, o teniendo menos de los que desearían.
Y, ¿qué se puede hacer? Las políticas para el fomento de la natalidad no han demostrado eficacia. Su impacto parece centrarse más en el “cuándo” se tienen los hijos que en el “cuántos” se acaban teniendo. Pero las cifras de otros países, hacen pensar que otras políticas si importan. No me refiero a las ideas peregrinas que se le puedan ocurrir a un cargo electo con el horizonte de un mandato. Hablo de programas estables y costosos en favor de la conciliación y el bienestar de las familias, incluyendo el de las que de otra forma no se formarían. Y todo ello debe hacerse sin complejos. Nuestro esfuerzo social está casi exclusivamente volcado en compensar la vulnerabilidad económica. Sin embargo, los problemas sociales no se agotan en esta fuente de desventaja. Sería deseable ensanchar los objetivos de la política social española, tan propensa a valorar desde las emociones y tan reacia a pensar fuera la caja. Como se ha visto aquí, y se podría ver en otros muchos aspectos si tuviéramos las infraestructuras estadísticas apropiadas, las mujeres universitarias y los hombres con menos formación son dos de los colectivos que enfrentan más obstáculos para satisfacer sus expectativas vitales. Naturalmente, las soluciones que ambos requieren son bien distintas. Pero si sus dificultades formaran parte de los objetivos de nuestra política familiar, podríamos recuperar, al menos, las décimas que nos separan de la fecundidad de de nuestros vecinos.
La evolución de la fecundidad en los países ricos (y en otros muchos) parece haber entrado en una caída imparable. Hace sólo unos días, el Financial Times alertaba sobre cómo año tras año las cifras reales se sitúan por debajo de las proyecciones demográficas más pesimistas. Es más, es posible que las estadísticas oficiales no estén capturando la intensidad de las disminuciones reales. Muchos consideramos este panorama alarmante. Por fin, este tema, tradicionalmente relegado al debate académico y a la agenda de sectores conservadores pro-familia, empieza a despertar una preocupación más amplia y transversal.
En España, la tasa de fecundidad ronda el 1,12 en 2024, y viene descendiendo desde 1,18 en 2020 y 1,33 en 2015. Entre mis colegas demógrafos, hay quien afirma que no hay que inquietarse. Muchos de sus argumentos no son nada banales, están bien fundamentados, y son estimulantes para el debate. Sin embargo, cada vez más personas cuestionan la idea de que la caída de la fecundidad sólo sea la expresion de la libertad de cada uno, o la manifestación las preferencias de una sociedad tan individualista como la nuestra que, por suerte, ha facilitado que los cursos de vida se diversifiquen. Es cierto que compartimos diagnóstico con otros países del Mediterráneo: Italia, que casi siempre se sitúa a nuestro lado en las estadísticas sociales apenas alcanza el 1,19. Pero Grecia llega a 1,25; Portugal al 1,42; y Francia marca una considerable diferencia con su 1,63. Recuperar algunas de esas décimas que nos separan de nuestros vecinos a través de políticas familiares, es un objetivo realista y legítimo.