Cuando los gobiernos efectúan políticas impopulares, no siempre acaban siendo castigados por ello en las urnas. El castigo depende, en gran medida, de hasta qué punto se considere a los gobernantes responsables de tales políticas. Los votantes son más indulgentes si creen que las medidas vienen impuestas por alguna situación adversa fuera del control gubernamental y son más severos si intuyen que dichas medidas responden a una mala gestión o a criterios estrictamente ideológicos. Los actuales recortes presupuestarios son un buen ejemplo de ello: el coste en popularidad que le puede reportar al Gobierno dependerá de si los ciudadanos consideran que son imprescindibles o si, por el contrario, estiman que son resultado de una elección voluntaria del Gobierno.
Los políticos, conocedores de nuestras dudas, intentan evitar el enfado de los ciudadanos ideando estrategias de evasión de responsabilidades. Entre el menú de coartadas exculpatorias podemos encontrar argumentos clásicos como: la herencia recibida, las imposiciones de la economía global, las exigencias de Europa o la necesidad de sufrir hoy para garantizar un futuro mejor.
Todos los gobiernos que efectúan recortes presupuestarios acaban recurriendo a alguna de las recetas mencionadas anteriormente. Otra cuestión es que consigan convencer a los ciudadanos. Si algo deja claro el informe de ecmware sobre opinión pública y recortes presupuestarios es que el Gobierno de Mariano Rajoy se encuentra muy lejos de conseguirlo. La percepción más generalizada entre los españoles es que los recortes ni se justifican por factores ajenos al control del Gobierno, ni son medidas adecuadas para alcanzar un futuro mejor. Al contrario, la idea más extendida es que los recortes tienen un marcado carácter ideológico y responden a una voluntad (que no necesidad) de adelgazar el Estado de Bienestar.
A pesar de que el Gobierno parece haber perdido la batalla de la atribución de responsabilidades, algunos argumentos de exoneración del Gobierno están presentes entre la opinión pública. De entre los clásicos mencionados anteriormente destacan la herencia recibida (los ciudadanos aún conservan una pésima opinión del anterior Gobierno) y las imposiciones provenientes de Europa. Además de estos, últimamente parece emerger con fuerza un nuevo culpable: las Comunidades Autónomas.
El eje vertebrador de las críticas a las autonomías es la percepción de que tenemos una Administración pública con excesivo despilfarro y duplicidades. En efecto, las Comunidades Autónomas se perciben como causantes del descontrol en el gasto público y, por lo tanto, responsables, al menos en parte, de los recortes. Este auge de los sentimientos centralistas es, sin duda, uno de los cambios más destacables de la opinión pública española en los últimos años.
La aversión a las autonomías ha ido creciendo progresivamente desde el inicio de la crisis, pero se ha acelerado durante el último año. Actualmente las encuestas indican incluso que el Estado unitario es el modelo territorial preferido entre los españoles. Quizás, uno de los principales factores que explican este cambio es que, como decíamos anteriormente, las autonomías se asocian cada vez más a la idea del despilfarro. Y eso a pesar de gozar de unas cuentas públicas más equilibradas que las del Gobierno central. Que la realidad no estropee un perfecto chivo expiatorio.