Las protestas en las calles de Brasil y Venezuela se han vuelto un evento tristemente cotidiano en portadas de diarios y portales de noticias. Estos eventos, sin embargo, son parte de una escalada de conflicto en una región ya caracterizada por un alto nivel de movilización. Algunas de estas protestas, sin embargo, son de interés más allá del caso particular y han sido analizadas desde un punto de vista académico, debido a que comparten ciertas características que sugieren un cambio de tendencia en la orientación del conflicto social en la región.
Pongamos como ejemplo las marchas que acosaron a Dilma Rousseff en Brasil desde el 2013 en adelante, así como las sufridas por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina hacia el fin de su mandato. En ambos países, fueron las movilizaciones más grandes en la última década, con millones de participantes. Uno de los aspectos comunes más notables es que ambas fueron movilizaciones “de derecha” (un término polémico en sí mismo, particularmente en América Latina). Los manifestantes que tomaron las calles de Sao Paulo, Buenos Aires, y muchas otras ciudades, pertenecían a los segmentos económicos medios y altos de la sociedad, y con mayor nivel educativo. A su vez, en gran parte, las protestas promovieron marcos de protesta “republicanos”; la defensa de las instituciones, la lucha contra la corrupción y la inseguridad, la eficiencia del Estado, en contraste con los motivos “populares” al frente de movimientos sociales en la región durante los noventa y principios del milenio. De esta forma, algunos comentaristas irónicos denominaron a estas protestas como “cacerolazos de teflón”.
Otra característica inusual durante estas marchas fue el involucramiento, más o menos explícito, de partidos políticos conservadores, tradicionalmente en la vereda de enfrente a la protesta social. En este sentido, ambos eventos, como también las protestas en contra del acuerdo de paz con las FARC en Colombia durante 2016, representan una cierta innovación en términos de repertorios de confrontación política –las rutinas de conflicto que involucran un mismo par de agentes y motivos– ya que marchas y grandes movilizaciones han sido un repertorio tradicional de la izquierda, a través de la conexión profunda que partidos populares como el PT (Partido de los Trabajadores) en Brasil y el PJ (Partido Justicialista, que agrega el núcleo principal del Peronismo) en Argentina poseen con entidades gremiales y movimientos sociales de distinta índole.
La aparición de este nuevo repertorio, de mantenerse, es entonces interesante por dos motivos. Por un lado, porque representa la “entrada en la calle” de sectores de la sociedad que antes preferían convencionalmente otros canales de participación y confrontación política. El caso brasileño es ilustrativo en este sentido: antes de 2013, Brasil era un país donde las protestas de gran escala eran eventos raros, incluso durante períodos económicos más complicados que el actual. Pero como Dilma Rousseff pudo atestiguar, desde entonces, las movilizaciones contra la clase política y el gobierno, por estudiantes y sectores amplios de la clase media, se volvieron eventos rutinarios, a tal punto que se puede decir que el país ha entrado en una fase contenciosa activa donde la calle se ha vuelto tan o más importante que las instituciones. Similarmente, la creciente convocatoria de la serie de marchas contra el gobierno Kirchnerista entre 2012 y 2013, que en su momento sorprendieron tanto al gobierno como a la oposición, fueron una demostración de que la clase media argentina le había perdido miedo a la calle, una calle antes monopolizada por piqueteros, gremios, y movimientos filo-peronistas.
Por otro lado, este repertorio sugiere nuevas formas de relación entre distintos actores sociales y políticos, diferentes en principio de las alianzas ideológicas y estructuras corporativistas comunes entre los movimientos políticos latinoamericanos. La manera en que el movimiento juvenil Brasil Livre, muy activo en promover la destitución de Rousseff, adoptó eslóganes y símbolos propuestos por la clase empresarial brasileña y sus aliados políticos (por ejemplo, el gigante pato inflable amarillo provisto por la Federación de Industrias de Sao Paulo, colocado frente a su edificio sobre la avenida Paulista), y la forma en que dirigencias del Macrismo y otros partidos opositores en Argentina se coordinaron con ciberactivistas “Anti-K” independientes, representan nuevas formas de relacionamiento entre actores políticos, privados, y sectores de la sociedad civil.
A partir de esto me surge una hipótesis un tanto arriesgada y no muy bien acabada, que siendo esto un blog, me animo a proponer (a tirar, cómo se dice en Argentina): ¿Así como los partidos de izquierda en muchos países de la región se conforman como movimientos populares, será posible que estemos viendo una asociación estructural entre partidos de derecha y las protestas más descentralizadas, individualizadas y virtuales típicas de nuestro tiempo? O puesto de otra forma: ¿son los manifestantes más acaudalados, y más liberales si se quiere, a los partidos de derecha lo que los movimientos populares a los de izquierda? En el fondo, se podría pensar que estructuras más horizontales de organización y movilización, y marcos de referencia menos ideologizados y articulados, son más compatibles con una visión política más liberal que con una colectivista. Al fin y al cabo, cuando la revista Time designó The Protester cómo persona del año 2011, la imagen de portada no fue la de un grupo o la una multitud, pero la de un solo individuo (que seguro tenía un teléfono en la mano). Si estiramos la idea un poco, surge entonces una contraparte interesante, que resuena con eventos más allá del Sur: si la caída de ideologías colectivistas desgastó la legitimidad de la huelga como repertorio contencioso, y los vínculos corporativistas entre trabajadores y partidos laboristas, forzando a estos últimos a mudarse al centro, ¿Podría auge del individualismo y de formas individualizadas de protesta significar una ventaja estructural para los partidos conservadores modernos, dado motivos y estructuras de movilización más personalizadas, menos verticales y menos comprometidas? Volviendo al barrio, ¿será Twitter al Macrismo lo que la Unidad Básica fue al Peronismo?
Las protestas en las calles de Brasil y Venezuela se han vuelto un evento tristemente cotidiano en portadas de diarios y portales de noticias. Estos eventos, sin embargo, son parte de una escalada de conflicto en una región ya caracterizada por un alto nivel de movilización. Algunas de estas protestas, sin embargo, son de interés más allá del caso particular y han sido analizadas desde un punto de vista académico, debido a que comparten ciertas características que sugieren un cambio de tendencia en la orientación del conflicto social en la región.
Pongamos como ejemplo las marchas que acosaron a Dilma Rousseff en Brasil desde el 2013 en adelante, así como las sufridas por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina hacia el fin de su mandato. En ambos países, fueron las movilizaciones más grandes en la última década, con millones de participantes. Uno de los aspectos comunes más notables es que ambas fueron movilizaciones “de derecha” (un término polémico en sí mismo, particularmente en América Latina). Los manifestantes que tomaron las calles de Sao Paulo, Buenos Aires, y muchas otras ciudades, pertenecían a los segmentos económicos medios y altos de la sociedad, y con mayor nivel educativo. A su vez, en gran parte, las protestas promovieron marcos de protesta “republicanos”; la defensa de las instituciones, la lucha contra la corrupción y la inseguridad, la eficiencia del Estado, en contraste con los motivos “populares” al frente de movimientos sociales en la región durante los noventa y principios del milenio. De esta forma, algunos comentaristas irónicos denominaron a estas protestas como “cacerolazos de teflón”.