La reciente controversia por la ratificación del CETA en el Congreso de los Diputados ha vuelto a poner en el centro del debate la cuestión del apoyo ciudadano a la internacionalización económica y la sostenibilidad democrática del proceso de globalización. No discutiré aquí sobre las virtudes y defectos del CETA o de la nueva generación de acuerdos comerciales, ni sobre si son la mejor forma de contener a los críticos o por el contrario de alimentarlos. Hablaré de un problema que creo que antecede a todos estos debates, el de qué subyace al creciente escepticismo ciudadano hacia la globalización.
La mayor parte de los análisis sobre por qué la internacionalización económica es hoy contestada cargan el peso de la culpa en sus efectos distributivos. Aunque la apertura económica expanda la economía en su conjunto, los economistas saben muy bien que no todos los individuos experimentan con el comercio las mismas consecuencias. Habrá grupos ganadores (de acuerdo a uno de los principales modelos, los dueños de aquellos factores de producción que sean más abundantes en el país que en resto del mundo), y grupos perdedores (los dueños de factores relativamente escasos). Para los economistas, no es ninguna sorpresa por tanto que en los países más ricos, abundantes respecto al resto del mundo en mano de obra cualificada, y escasos respecto al resto del mundo en mano de obra no cualificada, la internacionalización económica beneficie a los primeros y perjudique a los segundos.
Pero estas consecuencias distributivas no son exclusivas del momento actual. Estas teorías sobre ganadores y perdedores de la internacionalización no dejaron de cumplirse en las décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el periodo glorioso en la que las sociedades europeas lograron combinar altas tasas de crecimiento, progresiva apertura económica, y poco o nulo cuestionamiento de las virtudes de la internacionalización. ¿Cómo se logró en aquella época silenciar a los perdedores de la globalización? De acuerdo a la explicación tradicional, la clave fue la existencia de políticas de compensación. Gracias a las altas tasas de crecimiento que proporcionaban recursos a los gobiernos con los que expandir las políticas sociales, y a que la mejor forma que encontraron algunos países de competir internacionalmente fue mediante la adopción de políticas públicas y arreglos institucionales (la inversión en educación, la concertación entre entre empresarios y sindicatos,...) con fuertes consecuencias igualitarias, la combinación entre liberalización comercial y Estado del bienestar logró garantizar el consenso en torno a la apertura durante este periodo.
¿Qué ha hecho tambalearse a este equilibrio virtuoso en las últimas décadas? Podemos pensar en tres tipos de explicaciones, complementarias entre sí. La primera es esencialmente económica, y tiene que ver con las características de la última ola globalizadora, cualitativamente diferente a las anteriores. Es posible que la llegada a los mercados mundiales de millones de productores procedentes de economías más pobres, y en especial de China, haya tenido unas consecuencias en determinados sectores mucho mayores que las asociadas a las liberalizaciones limitadas a los países ricos de la época anterior. Además, como argumenta Dani Rodrik en su último trabajo, mientras que la liberalización comercial genera al inicio grandes ganancias agregadas, cuando como ahora tratamos de reducir barreras cuando estas son ya muy bajas, los efectos distributivos empiezan a pesar más respecto a estas ganancias de conjunto. Es normal que en estas circunstancias la globalización pase a ser una cuestión políticamente más controvertida.
Una segunda explicación es que la intensificación de la globalización en las últimas décadas ha dañado las herramientas que usaban los gobiernos para hacerla políticamente aceptable. Así, recaudar impuestos se ha hecho más difícil porque el libre movimiento de capitales permite a determinadas empresas e individuos elegir dónde tributar. Y algunas de las políticas que usaban los gobiernos para proteger a ciertos sectores entran en conflicto con las regulaciones incluidas en los nuevos acuerdos comerciales, diseñados con reglas cada vez más sofisticadas para garantizar la libre competencia.
De acuerdo a estas dos explicaciones, el descontento con la globalización se debería a que la demanda de políticas de compensación por parte de la ciudadanía es cada vez mayor, en un momento en que su oferta está cada vez más restringida. Sin negar validez a estos dos argumentos, creo que hay un elemento adicional, que hace aún más difícil la construcción de pactos de compensación como los del pasado. Para que la compensación sea creíble, y por tanto los grupos perdedores desactiven su oposición a la internacionalización económica, estos grupos han de estar convencidos de que el Estado toma sus preferencias en serio. Y uno de los problemas es que en las sociedades contemporáneas hay una parte de la población que, por motivos demasiado complejos para discutir aquí (la crisis de los partidos como mecanismo de intermediación de intereses, las transformaciones postindustriales que hacen más difícil compatibilizar las demandas de grupos cada vez más diferentes entre sí,...) percibe que el sistema político desoye de manera sistemática sus demandas. Es difícil articular programas creíbles de compensación hacia los perdedores cuando estos perdedores tienen la sensación de que son políticamente irrelevantes.
Para ilustrar este último punto, muestro a continuación datos del último Eurobarómetro, una encuesta llevada a cabo simultáneamente en todos los países europeos, con muestras representativas a nivel nacional.
Gráfico 1. Porcentaje de europeos que tienen una actitud positiva hacia la globalización en función de su percepción de influencia política en el sistema político nacional. Fuente: Eurobarómetro 86.2, Noviembre de 2016.Gráfico 1.
El gráfico 1 muestra que hay una fortísima asociación entre la percepción de influencia política y las actitudes hacia la globalización. Es una correlación que se da en todos los países de la muestra, y que no parece deberse a que los grupos con menos influencia tienen características económicas, demográficas o políticas distintas. Incluso después de descontar el efecto de la situación económica del entrevistado, de su edad, su sexo, su ideología, y su nivel educativo, el porcentaje de encuestados favorables a la globalización entre los europeos que no están nada de acuerdo con la afirmación de que su voz “cuenta” en su país es treinta (!) puntos inferior a aquellos que están muy de acuerdo con esa afirmación.
Esta correlación a nivel individual tiene un claro correlato a nivel agregado, como muestra el gráfico 2. Los países con ciudadanos relativamente satisfechos con su capacidad de influencia política son también aquellos con ciudadanos menos temerosos de la globalización. Por supuesto, esto no es evidencia concluyente de nada, pero sí es consistente con la idea de que para que las políticas que acompañan a la internacionalización logren crear un cierto consenso permisivo hacia la apertura, una condición necesaria es que los ciudadanos perciban que sus intereses son tenidos en cuenta en el seno de los sistemas políticos nacionales.
Gráfico 2. Porcentaje de encuestados que perciben que su voz cuenta en su país, y porcentaje de encuestados con actitudes positivas hacia la globalización, por países. Fuente: Eurobarómetro 86.2, Noviembre de 2016.Gráfico 2.
En definitiva, es posible que el problema de lograr que la globalización sea tolerable no se deba solo a que hoy son más numerosos los grupos afectados y menos las herramientas de las que disponen los gobiernos, sino también a que en algunas de nuestras sociedades existe un problema político previo: la incapacidad de ciertos grupos de articular sus demandas de forma efectiva en el sistema político, condición necesaria para que estos grupos perciban que las hipotéticas políticas de compensación hacia ellos sean creíbles en el medio y largo plazo.