El pasado domingo, el PSOE decidió finalmente abstenerse en la segunda votación de investidura de Rajoy. El PSOE facilitará la formación de un gobierno y, con ello, gira 180 grados en la estrategia seguida por Pedro Sánchez y su ejecutiva. La decisión del domingo no solo marca el objetivo, sino también las formas, en concreto, una abstención en bloque del grupo parlamentario socialista. Tras conocerse la decisión, se han desatado las especulaciones sobre si el PSC y otros diputados (incluido el propio Pedro Sánchez) se atendrán a la postura del PSOE o si romperán la disciplina de voto, y el debate ha derivado en toda suerte de consideraciones sobre la conveniencia de esta, su vigencia, o incluso su función.
Muchos politólogos defienden la disciplina de voto como una garantía para los votantes. Este es un argumento muy común. La lógica, simplificándolo un poco, es la siguiente: los ciudadanos, cuando votamos, lo hacemos por un partido, sobre todo si estamos en un sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas. Por tanto, gracias a la disciplina de voto y a la claridad que ésta proporciona sobre la posición del partido en un determinado tema, podemos someterlo a los premios y castigos electorales que son fundamentales en una democracia representativa. Si unos diputados determinados se salen de la disciplina de voto, no podemos premiarlos o castigarlos individualmente y la conexión entre lo que hace un partido y nuestra capacidad de someterlo a la rendición de cuentas se rompe.
El argumento se puede extender teniendo en cuenta las limitaciones que los votantes tenemos a la hora de controlar a nuestros representantes. Esto hace que la disciplina de voto sea también defendible en un sistema con listas abiertas o desbloqueadas. Incluso cuando podemos premiar o castigar a un diputado individualmente, los ciudadanos difícilmente van a tener un buen conocimiento de quiénes han votado qué cosas si los diputados pueden votar una cosa distinta para cada asunto.
La postura defendida por un partido en bloque, en cambio, es mucho más fácil de conocer y, por tanto, de controlar. Este argumento lo han mantenido compañeros de este blog como Sandra León (aquí) o José Fernández-Albertos (hace ya un tiempo, aquí).
Reconociendo todas estas ventajas de la disciplina de voto, creo que este enfoque es muy estrecho. La disciplina de voto no solo tiene que ver con la capacidad de los votantes de controlar a los partidos. Es cierto que la disciplina de voto tiene consecuencias para la rendición de cuentas. Pero no creo que eso la justifique, porque la disciplina ni surge como instrumento para facilitarla, ni, dependiendo de cómo la entendamos, necesariamente la dificulta.
La disciplina de voto es una herramienta en manos de los partidos políticos, no de los ciudadanos. Como explicaba Sandra León, esta surge para facilitar la labor parlamentaria y el sostenimiento del Gobierno (o su oposición). Incluso en sistemas en los que los legisladores son elegidos nominalmente, la disciplina de partido, de un modo u otro, se termina imponiendo.
El ejemplo paradigmático es el caso británico (es cierto que en EEUU la disciplina de partido es menor, pero se debe fundamentalmente al carácter presidencialista de su democracia). En Reino Unido, el whip de cada partido reparte semanalmente las instrucciones a los diputados indicando qué cuestiones son fundamentales y en cuáles el partido espera unidad de voto (conocidas como three-line whips porque aparecen subrayadas tres veces en el documento). Con ello, el partido procura que su labor parlamentaria (y su control al Gobierno si es la oposición) se realice de modo unitario y eficaz. No solo es eso.
La disciplina de voto también representa para los votantes una señal de la credibilidad del partido. Los ciudadanos, cuando votan, quieren partidos políticos que consigan llevar a cabo políticas en sintonía con sus preferencias. Para que esto sea posible, los ciudadanos valoran a partidos competentes y unidos, que son una garantía de que la acción legislativa será eficaz.
¿Qué ocurre entonces si no hay disciplina de voto? Si queremos evaluar la disciplina de voto, no debemos hacerlo, creo yo, en relación con algunas de sus consecuencias indirectas (la claridad de responsabilidades para los votantes a la que me refería más arriba), sino precisamente en relación con las funciones que pretende cumplir: permitir un proceso legislativo ágil y consolidar la unidad y competencia que los votantes valoran. Cuando la disciplina de voto falla, se manda la señal de que el partido no puede articular una posición unitaria. La disciplina de voto es informativa. Esto tiene implicaciones desde una lógica de rendición de cuentas, pero distinta a la planteada más arriba. Es cierto que no se puede penalizar a diputados individuales, pero tal vez ese no es el objetivo del control electoral.
Si precisamente el argumento es que los ciudadanos votan a partidos, la disciplina es información sobre cuán capacitado está un partido para llevar a cabo su acción parlamentaria unitariamente. Los partidos políticos son, fundamentalmente, instrumentos para la agregación de preferencias de ciudadanos que, individualmente, tenemos opiniones diversas sobre todos los asuntos políticos relevantes. Lo que hacen los partidos es juntar todas esas preferencias y establecer aquellas que son más representativas, o unen a una mayoría de votantes.
Cuando se da la indisciplina, sobre todo si esta es masiva, significa que hay un disenso importante sobre alguna de estas cuestiones. Esto es revelador y por eso, la indisciplina de voto no nos dificulta la rendición de cuentas, sino que nos aporta información sobre qué cuestiones un partido puede articular y cuáles no es capaz de agregar en su seno. Y ante la evidencia de ello, los ciudadanos pueden decidir castigar al partido si considera que ha fallado en sus objetivos fundamentales o, por el contrario, considerar que el disenso sobre una cuestión no es razón suficiente para castigarlo.
Según esta explicación, la indisciplina puede ser algo negativo porque somete a los partidos a los mecanismos de rendición de cuentas por parte de los ciudadanos. No obstante, también puede ser positiva y se puede utilizar de modo estratégico por un partido. El hecho de que un partido, para algunas cuestiones, se exprese de modo plural, puede ser bien visto por los votantes y ser un activo (o un mínimo consuelo).
Hasta ahora, los argumentos que he presentado tienen que ver con la democracia como un sistema de rendición de cuentas. La democracia es también representación. La disciplina de voto es el intento de, como decía anteriormente, agregar las preferencias para articular una representación unitaria. Pero cuando la polarización en el seno de un partido es grande, los partidos pueden utilizar la libertad de voto para, al menos, procurar el máximo de representación de los intereses de sus electores cuando éstos aparecen divididos.
La dificultad de llegar a una postura compartida hace que la postura unitaria sea un elemento de fricción en el electorado que los “perdedores” pueden castigar. Si intentan a toda costa mantener la disciplina de voto los electores que no se sintieran representados podrían penalizar al partido. Por eso, en una lógica de la democracia como representación, los partidos pueden intentar ampliar el abanico de opciones que cubren maximizando la visibilidad de los intereses que representa (aún a costa de debilitar su imagen como actor unitario).
Este es, en otras palabras, el dilema actual del PSOE. Tras tomar una decisión sobre la investidura que no es la deseada por parte importante de sus votantes, el PSOE debe decidir si se abstiene en bloque o no a la investidura de Rajoy. La unidad del partido en esta situación podría interpretarse como la capacidad de resistir las fracturas en un escenario tan complicado y también como una señal de que el partido puede comenzar a recomponer un proyecto común. Sin embargo, si la ruptura es inevitable, el PSOE debería hacer de la necesidad virtud y permitir que sus diputados voten de modo diverso. El castigo a la incapacidad de mantener la unidad seguirá existiendo, pero al menos habrá puesto en valor su deseo de maximizar la representación de las distintas opciones existentes ante esta tesitura.
El pasado domingo, el PSOE decidió finalmente abstenerse en la segunda votación de investidura de Rajoy. El PSOE facilitará la formación de un gobierno y, con ello, gira 180 grados en la estrategia seguida por Pedro Sánchez y su ejecutiva. La decisión del domingo no solo marca el objetivo, sino también las formas, en concreto, una abstención en bloque del grupo parlamentario socialista. Tras conocerse la decisión, se han desatado las especulaciones sobre si el PSC y otros diputados (incluido el propio Pedro Sánchez) se atendrán a la postura del PSOE o si romperán la disciplina de voto, y el debate ha derivado en toda suerte de consideraciones sobre la conveniencia de esta, su vigencia, o incluso su función.
Muchos politólogos defienden la disciplina de voto como una garantía para los votantes. Este es un argumento muy común. La lógica, simplificándolo un poco, es la siguiente: los ciudadanos, cuando votamos, lo hacemos por un partido, sobre todo si estamos en un sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas. Por tanto, gracias a la disciplina de voto y a la claridad que ésta proporciona sobre la posición del partido en un determinado tema, podemos someterlo a los premios y castigos electorales que son fundamentales en una democracia representativa. Si unos diputados determinados se salen de la disciplina de voto, no podemos premiarlos o castigarlos individualmente y la conexión entre lo que hace un partido y nuestra capacidad de someterlo a la rendición de cuentas se rompe.