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El Estado y la economía: lecciones y desafíos en un mundo post-pandemia

20 de abril de 2022 22:16 h

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La fuerte sacudida de la pandemia mundial nos sacó del impasse en el que estábamos sumidos después la resaca de la gran crisis financiera de 2007 y la crisis de la Eurozona de 2011. A pesar del reconocimiento de sus contradicciones subyacentes y de su naturaleza insostenible, el modelo de crecimiento sustentado en la globalización financiera no parecía tener un reemplazo obvio en la pasada década. Incluso con los mercados dopados de la ultra-liquidez de los bancos centrales, el crecimiento raquítico y sin rumbo aparente ya empezaba a mostrar signos de agotamiento a finales de 2019, cuando la mayoría del mundo miraba atónita lo que se antojaba una sobre-reacción china a una nueva variante de la gripe. Sobra decir que nos equivocamos.

Ya sabemos lo que vino después: la COVID-19 viajó por nuestras cadenas de producción globales y profundamente interconectadas tan rápido como lo hacen mercancías y trabajadores (casi tan rápido como el capital). El coste inconcebible en vidas humanas al que nos hubiera condenado la inacción propició un cierre económico que indujo una recesión súbita (el PIB en España se desplomó un 18,5% entre el primer y el segundo trimestre de 2020). Sin embargo, a diferencia de la crisis anterior, la intervención pública sostenida por un aumento decidido del gasto ha permitido recuperar rápidamente en la mayoría de países los niveles de empleo o del PIB anteriores a la pandemia. Contribuyó a ello que se tratara de una crisis con una presencia endémica de externalidades, es decir, de situaciones en las que las acciones individuales afectan las condiciones en las que toman decisiones los demás. También ayudó que el desarrollo de la situación sanitaria y sus posibles soluciones, como las vacunas, se produjeran en una situación de una incertidumbre radical, ante la cuál emergen los fallos de coordinación (el mecanismo de mercado falla porque no puede emitir señal de precios y el desconocimiento de las intenciones de los demás sesga las decisiones hacia la inacción). 

Las externalidades y otros fallos de mercado y de coordinación constituyen en la teoría económica una razón de primer orden para la intervención del sector público. Estas características permitieron activar el arsenal del que dispone el Estado para regular la economía, convirtiendo la COVID-19 en testigo de su potencial para garantizar ingresos, movilizar recursos, organizar los asuntos colectivos y amortiguar los vaivenes de la naturaleza y del mercado. Sobre todo al principio fue particularmente interesante el reconocimiento colectivo de los profundos déficits de conocimiento ante una situación tan insólita. Esto proporcionó cierto margen para pensar y experimentar desde las políticas públicas, y actuar comunicando, al mismo tiempo, que se carecía de evidencias sólidas para algunas decisiones y que estas se irían adaptando en función de los aprendizajes derivados de su implementación. La responsabilidad ciudadana fue loable y parecía por un momento que la política había alcanzado la mayoría de edad. 

En paralelo al redescubrimiento del potencial del Estado también se hicieron patentes las carencias de un modelo de globalización sin mecanismos de redundancia productiva, de autonomía estratégica y sin espacios de cooperación para la gobernanza global.

Las cadenas de valor sin redundancias configuradas bajo el criterio único de minimización de costes productivos, sobre todo laborales, amplificaron los shocks económicos. El aprovisionamiento de inmediatez, conocido como supply-on-demand, desaconseja la acumulación de inventarios, que actúan de colchón cuando algunas de las fuentes de suministros fallan. Las economías de escala en la coordinación logística del transporte global de mercancías han propiciado la aparición de grandes hubs que adelgazan las redes de distribución por su paso, generando cuellos de botella. Cuando el buque portacontenedores EverGiven embarró en el canal de Suez durante seis días en marzo de 2021, paralizó el transporte marítimo mundial y congeló casi 10.000 millones de dólares de comercio al día. Las últimas medidas anti-Covid-19 en Shanghai han restringido las operaciones de fábricas, puertos y aeropuerto de mercancías de uno de los epicentros de la producción y el comercio globales, con repercusiones en todo el planeta. 

Del mismo modo que la mundialización de la producción ha producido estas cadenas de valor propensas a disrupciones severas, también ha permitido, junto con un “superciclo” de abaratamiento de las materias primas, el período de mayor desinflación de la historia. Ambas tendencias parecen llegar a su fin. Las crecientes tensiones geopolíticas, agravadas por la invasión rusa de Ucrania, han provocado una fuerte apreciación de las fuentes de energía fósil y de las materias primas. No es solo en Ucrania: en el último año y medio se han producido 6 golpes de estado entre las regiones del Sahel y del África occidental, con el telón de fondo de la lucha por el control de la riqueza mineral de la región. La energía y las materias primas, al ser insumos productivos para el resto de la economía, afectan directamente a la estructura de costes del tejido empresarial, además de ser uno de los gastos más inelásticos de los hogares. 

Por otro lado, el desabastecimiento de material sanitario al inicio de la pandemia o la vulnerabilidad que supone la dependencia externa para el consumo energético resaltan la ventaja de gozar de autonomía estratégica para la provisión de ciertos bienes esenciales. Otra partida que tiene números de sumarse a esta lista son los activos tecnológicos intangibles, y en especial la recolecta, el almacenamiento y el procesamiento de datos, con ramificaciones de seguridad nacional. Mientras que las políticas antimonopolio aconsejarían evitar la emergencia de grandes empresas con poder de mercado, la competencia global empuja a los estados a favorecer la creación de “campeones nacionales” que garanticen autonomía en industrias e infraestructuras estratégicas. La relocalización de algunos procesos productivos y la promoción de monopolios domésticos añadirán presión sobre el nivel de precios.

En las últimas décadas, el comportamiento de los precios en las economías occidentales no ha supuesto una restricción a la gestión macroeconómica, permitiendo estímulos públicos a coste inflacionario reducido. En las próximas décadas, esta coincidencia virtuosa tiene visos de revertir, y se le sumarán nuevos retos inflacionarios derivados de la acción climática, como por ejemplo, los aranceles de ajuste del carbono en frontera u otros impuestos energéticos, cuyos efectos distributivos están siendo capitalizados por movimientos de inclinación ideológica ambigua, como los Gilets Jaunes. Un régimen macroeconómico con fricciones de oferta complica la acción de la política monetaria. Una subida del tipo de interés después del aumento generalizado del endeudamiento para hacer frente a la crisis pandémica tiene riesgos para la estabilidad financiera. Los bancos centrales debaten cómo salir de este período de super-liquidez con economías tan dependientes de un elevado precio de los activos financieros sin causar una recesión.

Finalmente, la pandemia también puso de relieve la ausencia de marcos de cooperación para la gobernanza global. Especialmente al principio, muchos países actuaron de forma no cooperativa: cierre de fronteras, acaparamiento, subastas al mejor postor incumpliendo acuerdos comerciales previos, obstrucción de la información, etc. Más de dos años después, a pesar de saber que la inmunidad sólo puede ser global porque ahí donde se deja circular el virus se desarrollan nuevas variantes, el porcentaje de población en países pobres que ha recibido al menos una dosis apenas supera el 15% mientras que en los países ricos roza el 80%. Estas cifras atestiguan la descompensación de un modelo globalizador que ha primado las instituciones que protegen los derechos de propiedad frente a las que mancomunan riesgos colectivos. La salida dispar de la pandemia profundizará la divergencia entre países.

La espiral belicista acentúa las brechas y no admite ni ambigüedad ni ingenuidad. Pero si la gestión post-pandémica, tras comprobar la capacidad del Estado, abría una ventana de oportunidad para atajar cuestiones pendientes como la desigualdad o la sostenibilidad, el retorno de la inflación y de la tensión geopolítica suponen un riesgo de retroceso. La fase desglobalizadora que se abre amenaza con dificultar la emergencia de una política que busque resolver las contradicciones del capitalismo global evitando lógicas mercantilistas de suma cero. Conviene recordar que las interdependencias no son solo consecuencia de la integración económica, y que el desarrollo de instituciones políticas para gobernarlas es imprescindible para poder plantear reformas en un sentido democrático y primar el interés colectivo en asuntos como el cambio climático.

La fuerte sacudida de la pandemia mundial nos sacó del impasse en el que estábamos sumidos después la resaca de la gran crisis financiera de 2007 y la crisis de la Eurozona de 2011. A pesar del reconocimiento de sus contradicciones subyacentes y de su naturaleza insostenible, el modelo de crecimiento sustentado en la globalización financiera no parecía tener un reemplazo obvio en la pasada década. Incluso con los mercados dopados de la ultra-liquidez de los bancos centrales, el crecimiento raquítico y sin rumbo aparente ya empezaba a mostrar signos de agotamiento a finales de 2019, cuando la mayoría del mundo miraba atónita lo que se antojaba una sobre-reacción china a una nueva variante de la gripe. Sobra decir que nos equivocamos.

Ya sabemos lo que vino después: la COVID-19 viajó por nuestras cadenas de producción globales y profundamente interconectadas tan rápido como lo hacen mercancías y trabajadores (casi tan rápido como el capital). El coste inconcebible en vidas humanas al que nos hubiera condenado la inacción propició un cierre económico que indujo una recesión súbita (el PIB en España se desplomó un 18,5% entre el primer y el segundo trimestre de 2020). Sin embargo, a diferencia de la crisis anterior, la intervención pública sostenida por un aumento decidido del gasto ha permitido recuperar rápidamente en la mayoría de países los niveles de empleo o del PIB anteriores a la pandemia. Contribuyó a ello que se tratara de una crisis con una presencia endémica de externalidades, es decir, de situaciones en las que las acciones individuales afectan las condiciones en las que toman decisiones los demás. También ayudó que el desarrollo de la situación sanitaria y sus posibles soluciones, como las vacunas, se produjeran en una situación de una incertidumbre radical, ante la cuál emergen los fallos de coordinación (el mecanismo de mercado falla porque no puede emitir señal de precios y el desconocimiento de las intenciones de los demás sesga las decisiones hacia la inacción).