En La imaginación sociológica (1959), C. Wright Mills puso en circulación el término “Gran Teoría” para referirse al estilo de sociología en el que predomina la organización formal de los conceptos y sus interpretaciones sobre la comprensión o explicación del mundo. Una de las cualidades por las que puede conocerse, y son muchas, es que no resiste el resumen; su hinchazón verbal y conceptual deja un residuo seco de poco valor cuando se evaporan los alcoholes de las cábalas y figuraciones que desfilan por los textos. Las maravillosas “traducciones” que hacía el propio Mills, como demostración, resumiendo algunas densas páginas de Talcott Parsons, el gran teórico del momento, dejaban patente que su contenido era algunas veces informativo, unas pocas veces absurdo y, muchas más, trivial.
Lo que atrae, me parece a mí, de la sociología teórica, hasta la más grandilocuente y verbosa, no es el postestructuralismo, el postmodernismo, la teoría crítica o lo que quiera que diferencie una cosa de otra, sino su contenido oracular. La sociología autodenominada teórica, tanto la buena como la mala, suele presentar guías para atar cabos, agrupar intuiciones sobre cosas que suceden y nos suceden, y a veces da con el bosquejo de algún proceso que no tenemos ciencia suficiente para entender cabalmente. Como hizo Weber con la sociedad burocrática, por poner un ejemplo clásico. Otros son, y perdonen si aviento un prejuicio, mucho menos iluminadores, como la idea de “modernidad líquida” de Zygmunt Bauman, que en mi poco ponderada opinión es como si fuera una broma.
Al fallecer Bauman, ya que la he tomado con él, la prensa y docenas de blogs intentaron recoger “frases de Bauman que no olvidarás”. Lean, por ejemplo, estas. Pensando en sentencias como “las redes sociales son una trampa” o “lo que se consume, lo que se compra, son solo sedantes morales para tranquilizar tus escrúpulos éticos” puede que concluyan conmigo dos cosas: que la prosa del sabio de Leeds no resiste la síntesis, pues recorrerán, yo no sé si el antólogo se da cuenta, una simpleza tras otra, de forma que ni Mills habría logrado transmitir, usando sus propias palabras; y verificarán, además, que el público demanda iluminaciones porque, si no, páginas como la vinculada no se entienden.
Los anticuerpos para este tipo de sociología han creado una sociología científica que muchas veces es rematadamente aburrida para el profano y pocas veces esclarecedora para los problemas que presentimos. Pero es lógico, cuando –y después de esto ya lo dejo en paz– la necrología de Bauman del New York Times hablaba de él como autor empeñado quijotescamente en hacer ciencia social sin datos, a muchos sociólogos del mundo les entra un apetito inmoderado por las ecuaciones, así sean de pega.
El interesantísimo libro de Belén Barreiro La sociedad que seremos (Barcelona, 2017) es, precisamente, un libro que ocupa con gracia el valle de total incomunicación entre la sociología de ambición más analítica y científica y los volúmenes que pretenden iluminarnos con sus poderes. Un espacio casi vacío, al menos, para el público general, y para gran parte de los especialistas, que queremos leer algo que se asocie con nuestra inquietud, pero no disparates.
Es un libro que, partiendo siempre de datos y de regularidades observadas, va lanzando cerillazos hacia el porvenir, con unas cuantas ideas fuerza que guían la búsqueda, que son sencillas y pragmáticas, y que se justifican porque nos ayudan a progresar en la comprensión de lo que nos rodea, no por sus resonancias en las estanterías. Por partir de hechos contrastados que requieren explicación, su empeño es como el de cualquier sociología científica. Solo que en el análisis hay mucha más intuición, observación de lo inmediato y tientos sobre el porvenir que en la sociología al uso.
Comparte con las obras de especulación teórica el interés por conectar nuestras percepciones sobre lo que nos está sucediendo, pero sin pose de pitonisa, haciendo hablar a los datos, encuesta tras encuesta, o dejando la palabra a personas como usted o como yo, escogidas al azar. Hay más citas de gente sin nombre extraídas de entrevistas y de grupos de discusión que de autores académicos, que se encuentran en dosis homeopáticas.
En cierto modo, es un libro que hace el camino contrario de los de Bauman (sé que había prometido dejarle en paz), que podía copietear un poco de informes de datos, lo mismo le daba que fueran de un año que de otro (por no actualizarlo le pillaron) y hasta de la Wikipedia, porque esa parte, la verdad, le traía un poco al fresco.
Belén Barreiro comienza siempre con los datos y luego se pregunta por qué sucede lo que comprobamos que sucede. Pero en lugar de responder encajando su opinión en un ataúd de referencias académicas, nos da su mejor juicio sobre cosas en las que muchos no habíamos pensado, aunque creemos que sí.
Citaré solo algunas de sus virtudes, e invito a los lectores a descubrir muchas otras. No quiero resumir, menos discutir, el contenido, sino recalcar de qué tipo de obra hablamos. Una virtud muy original del libro es que combina la perspectiva de la opinión pública y la del análisis del comportamiento del consumidor: sumando datos de las dos fuentes dibuja un cuadro de los españoles que nos resulta muy familiar y a la vez es casi inédito. Los sociólogos saben que no somos unas personas cuando discutimos de política y otras cuando decidimos cómo ajustar nuestro presupuesto o nuestro estilo de vida, pero pocas veces actúan en consecuencia. La divertida observación, que encontrarán al inicio, de que en España hay más mascotas que niños, y lo que eso nos lleva a esperar en la opinión pública y en los votantes, es solo un botón de muestra.
Anécdotas aparte, los vínculos que encuentra entre la nueva austeridad de los jóvenes y sus opciones políticas, por ejemplo, forman parte de la espina del libro. Una virtud que a mí me gusta mucho es el ojo puesto en lo inmediato. El texto registra y analiza cambios que se han producido en el espacio que va entre un hermano mayor y un hermano más pequeño, y no pocas veces haciéndonos simpatizar con ambos, o haciendo que los escuchemos. Por eso su concepto pragmático de “empobrecidos” tiene una potencia mayor, para sus fines, que las medidas de desigualdad de la sociología convencional (clase, renta, educación, precarización…).
Una virtud prominente de principio a fin es que pone la brecha de edad en el centro. Los sociólogos han discutido muchas veces, casi cada generación, sobre el perfil etario (uso este pequeño horror para advertir que en el libro se cuela el catalanismo edatario) de las conductas y actitudes, pero pocas veces se han encontrado con que resulte ser una clave en casi todo lo que nos pasa. Al mostrar la acumulación de las diferencias de edad con la brecha digital, el libro ya ha dado un segundo paso útil. Al mostrar cómo se cruza, además, con el empobrecimiento y al usar, recordemos, datos que provienen tanto de la investigación de mercado como de la investigación sociopolítica, la autora nos da algo que no teníamos.
A lo mejor alguien piensa que a la España cuádruple de la autora le falta visión periférica; a lo mejor hay quien piensa que alguna conclusión no se sigue de los datos o que existen explicaciones alternativas, podría poner media docena de ejemplos en los que todavía estoy pensando. Pero eso es justo lo que me gustaría decirles sobre este libro: como sucede con tantas buenas ideas de los demás, tras leerlo, muchas de las cosas que allí se dicen les parecerá que las saben de toda la vida; porque es una sociología mundana, en el mejor sentido posible. Las harán suyas sin querer, porque les pondrán cara. Comparado con ese logro, el que después se acuerden de aquello con lo que se sienten capaces de discrepar es una servidumbre inevitable que supongo que Belén Barreiro sabrá sobrellevar.
En La imaginación sociológica (1959), C. Wright Mills puso en circulación el término “Gran Teoría” para referirse al estilo de sociología en el que predomina la organización formal de los conceptos y sus interpretaciones sobre la comprensión o explicación del mundo. Una de las cualidades por las que puede conocerse, y son muchas, es que no resiste el resumen; su hinchazón verbal y conceptual deja un residuo seco de poco valor cuando se evaporan los alcoholes de las cábalas y figuraciones que desfilan por los textos. Las maravillosas “traducciones” que hacía el propio Mills, como demostración, resumiendo algunas densas páginas de Talcott Parsons, el gran teórico del momento, dejaban patente que su contenido era algunas veces informativo, unas pocas veces absurdo y, muchas más, trivial.
Lo que atrae, me parece a mí, de la sociología teórica, hasta la más grandilocuente y verbosa, no es el postestructuralismo, el postmodernismo, la teoría crítica o lo que quiera que diferencie una cosa de otra, sino su contenido oracular. La sociología autodenominada teórica, tanto la buena como la mala, suele presentar guías para atar cabos, agrupar intuiciones sobre cosas que suceden y nos suceden, y a veces da con el bosquejo de algún proceso que no tenemos ciencia suficiente para entender cabalmente. Como hizo Weber con la sociedad burocrática, por poner un ejemplo clásico. Otros son, y perdonen si aviento un prejuicio, mucho menos iluminadores, como la idea de “modernidad líquida” de Zygmunt Bauman, que en mi poco ponderada opinión es como si fuera una broma.