Ante la inminencia de las elecciones catalanas convocadas para el próximo 21 de diciembre, se nos viene encima una nueva avalancha de estudios demoscópicos que aspiran a orientarnos sobre lo que ocurrirá en dicha contienda. En este blog solemos defender el trabajo de los responsables de estos estudios, y queremos ahora llamar la atención sobre lo difícil que lo tienen esta vez, en especial cuando se evalúa la calidad de su trabajo de forma estrecha e injusta por cuánto sus predicciones se acercan del resultado final de la votación. En este contexto actual, predecir el resultado de las elecciones al Parlament es particularmente difícil, por los siguientes motivos. Seamos por tanto prudentes a la hora de leer e interpretar las estimaciones que veremos en las próximas semanas.
1. Escenario cambiante plagado de “eventos” con capacidad de alterar las preferencias políticas.
En las últimos días han sucedido muchas cosas con capacidad de modificar el sentido del voto de muchos votantes, y en múltiples direcciones: la votación del 1 de octubre y la actuación policial, la decisión de centenares de empresas de sacar su sede social de Cataluña y las noticias sobre el deterioro del clima económico, la declaración de independencia del Parlament, el recurso al artículo 155 de la Constitución para destituir al gobierno de la Generalitat, la salida a Bélgica de medio gobierno y el encarcelamiento del resto… Y no es en absoluto descartable que en las próximas semanas ocurran sucesos de similar magnitud. Es cierto que la polarización política hace poco permeables a los individuos a la llegada de nueva información, pero si hay cosas que pueden cambiar las preferencias en las semanas antes de unos comicios, las que estamos viendo en Cataluña están entre ellas. No sería extraño que una consecuencia de esta montaña rusa de noticias sea que las fotos que vayan ofreciendo las encuestas en las semanas previas a la votación no sean exactamente iguales a la que nos encontraremos el 21 de diciembre.
2. Incertidumbre sobre el patrón de respuesta de los entrevistados.
Para saber la distribución de preferencias en una población a partir de una muestra (esto es en esencia a lo que aspira una encuesta), lo ideal sería que esta muestra haya sido seleccionada al azar y que se pudiera obligar a responder a todos los individuos que han sido seleccionados. Por motivos obvios, esto no es posible. Mucha gente no está localizable, o no quiere responder a las encuestas, mientras que hay otros que están deseando dar su opinión. Para corregir los sesgos que estos problemas generan, las empresas demoscópicas hacen muestreos “estratificados”, que básicamente quiere decir que se aseguran de que en la muestra final haya una proporción de jóvenes, viejos, mujeres, hombres, residentes en ciudades, pueblos, etc. similar a la existente en la población general. Eso limita, pero no corrige del todo el problema de que unos individuos responden a las encuestas más que otros. Así, por ejemplo, sabemos que en Cataluña las encuestas tienden a encontrar muchos menos votantes de PP y de Ciudadanos que los realmente existentes, porque esta gente es menos proclive a responder a los entrevistadores, o porque ocultan su preferencia.
Si los patrones de no respuesta son conocidos y predecibles, es posible corregir los datos brutos que nos ofrece el sondeo para que se acerquen al resultado final (la denostada pero necesaria “cocina”). Sin embargo, es posible que estos patrones de “no respuesta” estén ahora cambiando. Si las ganas de responder o de guardar silencio no están ahora igual de distribuidas que en el pasado (porque ahora hay votantes que son reacios a mostrar su preferencia y antes no lo eran, o al revés) estas correcciones basadas en los sesgos del pasado pueden jugar una mala pasada a las estimaciones de voto.
3. La oferta partidista es incierta.
Quedan apenas horas para que los partidos formalicen sus candidaturas, y ni el electorado ni los encuestadores saben todavía detalles fundamentales de cómo será la competición electoral el 21D: no se sabe si los soberanistas competirán en una lista unitaria o no, si la CUP participará en ella, quiénes encabezarán estas listas… Sin saber cómo son las papeletas con las que se enfrentarán los votantes, tratar de saber cómo se comportarán ante ellas es, para los encuestadores, un deporte de riesgo.
4. La incertidumbre de la participación.
En principio, la espiral de polarización en la que estamos instalados debería estar asociada a niveles de participación altos. Pero en las últimas elecciones de 2015 ya votó el 75% del censo, una movilización histórica para unas elecciones al Parlament. ¿Queda margen para ir mucho más allá de esa cifra? Algunos apuntan a una participación aún mayor, a la luz de la activación política de un electorado no independentista en los últimos meses. Otro elemento de incertidumbre es la atípica fecha que se ha elegido para los comicios, un jueves. Aunque la mayoría de las votaciones “fundacionales” de nuestro sistema político fueron en días laborables (las primeras elecciones democráticas en 1977, el referéndum de la Constitución, o la victoria socialista de 1982), llevamos tres décadas acostumbrados a votar en domingo. En principio, aunque en España las elecciones que se celebraron en día laboral tuvieron tasas de participación muy altas, seguramente por el momento histórico en que tuvieron lugar, votar en día laboral debería deprimir la participación. Más relevante quizá es el hecho de que esa depresión podría ser asimétrica, afectando solo a determinados grupos de población, lo que tendría consecuencias para el resultado final. Pero también puede ser que la polarización y las ganas de votar de todo el electorado hagan que no observemos ninguno de estos efectos.
5. ¿Una “falsa” sensación de estabilidad?
Las encuestas que empiezan a publicarse estos días dibujan un escenario de relativa estabilidad: el independentismo estaría alrededor de la mayoría absoluta que tiene ahora, y el resto de fuerzas no independentistas mantendría más o menos su nivel de apoyos actual. Quizá acabe siendo ese el resultado, pero creo que convendría ser prudentes, incluso si la gran mayoría de las estimaciones acaban apuntando en esa dirección. En primer lugar, porque la combinación de uno de los ingredientes básicos de las “cocinas” (el uso del recuerdo de voto para ponderar el peso de los encuestados de cada partido en la muestra) con la posibilidad de que en el escenario actual a los entrevistados les cueste especialmente reconocer haber cambiado de opción política respecto a 2015 podría, de forma automática, hacer que las predicciones fueran en exceso parecidas a los resultados del pasado, incluso en presencia de cambios de preferencias en el electorado. Y segundo, porque sabemos que a las casas de encuestas les cuesta desviarse mucho de las predicciones de los demás, y este efecto “gregario” es razonable que se vea magnificado en un escenario tan complejo e impredecible como este.
Estamos en definitiva ante unas elecciones excepcionales, en las que hacer estimaciones sobre su resultado es particularmente complicado. Las encuestas seguirán siendo las que nos den las mejores pistas sobre cómo será la composición del nuevo Parlament, pero si el 21D nos llevamos alguna sorpresa, los responsables de estas encuestas tendrán algunas buenas excusas con las que defenderse.