Dos son los argumentos usados por los defensores de Eurovegas. El primero, que los poderes públicos no deberían interferir en las decisiones empresariales de los inversores privados. Si alguien quiere montar un casino en un descampado de Madrid, ¿por qué impedírselo? Suena razonable, pero es un argumento que no tiene sentido aplicar en este caso. No estamos hablando de poderes públicos que “dejan” gastarse su dinero a un inversor privado que sigue las normas establecidas. Estamos hablando de unos poderes públicos que ofrecen privilegios a un inversor (recalificando terrenos y concediendo exenciones fiscales) y que incluso parecen estar dispuestos a llevar a cabo cambios legislativos o incluso a condicionar decisiones políticas futuras a cambio de que dicha inversión acabe llevándose a cabo.
Lo que los poderes públicos están haciendo en Eurovegas tiene un nombre, y es “política industrial”: el Estado selecciona unas determinadas inversiones y decide otorgarle unos privilegios especiales que no da al resto. Es evidente que el gobierno de la Comunidad de Madrid no facilita el acceso a terrenos, ni concede exenciones fiscales, ni promete cambiar las leyes que les molestan o limitar la competencia a cualquier iniciativa empresarial. Sí, ya sé que el liberalismo, ideología con la que muchos siempre asociarán a Esperanza Aguirre, ha sido siempre hostil a la “política industrial”. Un liberal cree que el estado no tiene mejor información que el mercado sobre qué inversión es socialmente más productiva, y por tanto debería evitar privilegiar unas inversiones sobre otras. Un liberal hubiese dicho que si hay empresarios que hacen sus negocios sin recibir terrenos gratis, sin obtener privilegios fiscales, y sin capacidad de modificar las leyes que no son de su agrado, a Adelson no se le debería haber concedido ninguno de esos privilegios. Pero no estamos hablando de un liberal. Estamos hablando de Esperanza Aguirre.
Esperanza Aguirre ha mostrado en esta última decisión que, a pesar de lo que diga en sus discursos, cree en la política industrial. Creen que es bueno que el Estado intervenga privilegiando a determinados empresarios sobre otros con el fin de fomentar un determinado tipo de inversiones, supuestamente porque estas inversiones son socialmente más beneficiosas que las demás. Y este es, en esencia, el segundo argumento a favor de Eurovegas. Como creará empleo, merece la pena que le demos este trato especial. (Sí, ya sé que el primer argumento y el segundo son contradictorios entre sí a pesar de estar defendidos por la misma gente, pero qué le vamos a hacer).
Yo no soy un fundamentalista liberal y creo que, en determinadas circunstancias, la política industrial puede tener todo el sentido del mundo. Resumiendo mucho una larga literatura sobre cuáles son las condiciones bajo las cuales el apoyo público a determinadas proyectos empresariales puede estar justificado, la condición clave para que esto ocurra es que la rentabilidad económica agregada de esas inversiones excedan al beneficio individual que el empresario individual pueda obtener de ellas (en jerga académica, que haya “externalidades positivas”). Por ejemplo, la inversión en energías renovables está en esta categoría porque parte de los beneficios que estas energías generan (un medio ambiente más limpio, entre otras) no pueden ser “apropiados” por los inversores que instalan paneles solares o molinos de viento.
Conviene sin embargo no minusvalorar los peligros de una interpretación extensiva de la idea de “política industrial”. La historia nos ofrece multitud de ejemplos en los que las ayudas estatales a determinadas inversiones, envueltas en la defensa de los más nobles objetivos generales, han acabado convirtiéndose en meros subsidios públicos a sectores social y económicamente improductivos. Y la razón suele ser siempre la misma: si la supervivencia de una inversión depende de los favores de los poderes públicos, el inversor estará tentado de esforzarse no en ser más eficiente y productivo, sino en cultivar el trato político favorable que lo mantiene vivo. No es casualidad que muchas políticas industriales acaben degenerando en una forma de corrupción destinada a garantizar la extracción de rentas por parte de sectores económicos privilegiados.
En el caso de Eurovegas, ¿deberían pesar más los supuestos beneficios sociales no susceptibles de ser apropiados por el inversor (que justificarían las ayudas de las que se beneficiará Adelson), o el riesgo de que el trato de favor otorgado por el sector público acabe degenerando en una extracción de rentas de manera crónica por parte de un inversor privado?
A mí se me escapan cuáles serían las externalidades positivas que genera la presencia de un macrocasino. Es un sector que no importa nuevas tecnologías ni que genera capital humano que pueda resultar valioso para emprender otras actividades económicas de alto valor añadido. Más bien, como muchos estudios han señalado, la presencia de casinos está más bien asociado a costes sociales, esto es, a externalidades “negativas”: incremento de las adicciones al juego, del crimen y la prostitución. Si así fuera, la teoría económica nos dice que lo que deberíamos hacer no es promover, sino penalizar fiscalmente y/o regular de manera más estricta estas actividades.
¿Y qué decir del riesgo de captura? Este es quizá el punto que menos se ha discutido sobre Eurovegas, y que creo que acabará siendo el más importante. De hecho, la exigencia de rentas futuras parece que ya ha empezado, incluso antes de poner la primera piedra del complejo. ¿Cómo de ingenuos tenemos que ser para pensar que Adelson, que ha indicado que está dispuesto a gastar hasta 100 millones de dólares en la actual campaña electoral norteamericana (25 veces más que el tope legal de gasto que un partido político puede hacer en una campaña autonómica en la Comunidad de Madrid) no usará sus recursos para influir en el proceso político y continuar extrayendo rentas del resto de los madrileños una vez que Eurovegas exista? Este además no es un sector cualquiera: la excepcional dependencia de los casinos de las regulaciones públicas hace que este sea un sector particularmente proclive a tratar de influir directamente en política. Sorprende que en el debate sobre la corrupción y la transparencia, dominado por propuestas inútiles como en torno al número de diputados o concejales, reflexionemos tan poco sobre las previsibles consecuencias que tendrá la llegada de mastodontes como Eurovegas para la calidad de la política local, regional e incluso nacional. Y no olvidemos que es la existencia de sistemas políticos capturados por intereses particulares lo que verdaderamente lastra el crecimiento y el desarrollo económico en el largo plazo.
La última gran decisión del gobierno de Esperanza Aguirre no sólo ha sido una sorprendente apuesta por la política industrial. Ha sido una apuesta por la peor política industrial posible, fomentando inversiones en sectores que no deberían necesitar de ayudas públicas, y poniendo las semillas para que mañana haya grandes rentistas que sigan gozando de la protección estatal viciando el funcionamiento del sistema político y económico. Bravo.
Dos son los argumentos usados por los defensores de Eurovegas. El primero, que los poderes públicos no deberían interferir en las decisiones empresariales de los inversores privados. Si alguien quiere montar un casino en un descampado de Madrid, ¿por qué impedírselo? Suena razonable, pero es un argumento que no tiene sentido aplicar en este caso. No estamos hablando de poderes públicos que “dejan” gastarse su dinero a un inversor privado que sigue las normas establecidas. Estamos hablando de unos poderes públicos que ofrecen privilegios a un inversor (recalificando terrenos y concediendo exenciones fiscales) y que incluso parecen estar dispuestos a llevar a cabo cambios legislativos o incluso a condicionar decisiones políticas futuras a cambio de que dicha inversión acabe llevándose a cabo.
Lo que los poderes públicos están haciendo en Eurovegas tiene un nombre, y es “política industrial”: el Estado selecciona unas determinadas inversiones y decide otorgarle unos privilegios especiales que no da al resto. Es evidente que el gobierno de la Comunidad de Madrid no facilita el acceso a terrenos, ni concede exenciones fiscales, ni promete cambiar las leyes que les molestan o limitar la competencia a cualquier iniciativa empresarial. Sí, ya sé que el liberalismo, ideología con la que muchos siempre asociarán a Esperanza Aguirre, ha sido siempre hostil a la “política industrial”. Un liberal cree que el estado no tiene mejor información que el mercado sobre qué inversión es socialmente más productiva, y por tanto debería evitar privilegiar unas inversiones sobre otras. Un liberal hubiese dicho que si hay empresarios que hacen sus negocios sin recibir terrenos gratis, sin obtener privilegios fiscales, y sin capacidad de modificar las leyes que no son de su agrado, a Adelson no se le debería haber concedido ninguno de esos privilegios. Pero no estamos hablando de un liberal. Estamos hablando de Esperanza Aguirre.