Esta es la secuencia de hechos a la que nos hemos acostumbrado últimamente en Europa: (i) El gobierno del partido A –acosado por los mercados y las instituciones europeas- decide afrontar la crisis de la deuda usando políticas altamente impopulares. (ii) Los ciudadanos, siguiendo la lógica democrática, optan por dar la espalda al gobierno y ceder el turno al partido B, líder de la oposición. (iii) Tras la llegada del nuevo gobierno nada cambia: la crisis se mantiene y el gobierno sigue desatendiendo las demandas de los ciudadanos manteniendo (e incluso profundizando) las políticas económicas impopulares.
No sólo España se encuentra tras esta cronología, sino también muchos otros países europeos en los que se han celebrado elecciones durante la Gran Recesión. Los gobiernos de estos países, víctimas de la enorme presión de las instituciones europeas e internacionales, han mostrado tener un escasísimo margen de maniobra para atender a las demandas de la mayoría de la sociedad. Y con ello, la frustración e indignación se ha apoderado de una ciudadanía que comprueba en cada elección la escasa relevancia de su voto.
Son muchos los ciudadanos que hasta ahora creían que la virtud de nuestras democracias era precisamente la posibilidad de deshacernos de los gobernantes que gestionan mal y se desvían de las preferencias de los ciudadanos y reemplazarlos por otros mejores. Pero, ¿qué ocurre cuando esta lógica no funciona? ¿Cómo reaccionan los ciudadanos cuando tras malos gobernantes, se instalan otros incluso peores? Cuando las preferencias de los ciudadanos quedan desatendidas elección tras elección, no hay duda de que se abre una brecha en las democracias representativas.
Este es, a mi entender, el escenario en que se encuentra hoy media Europa. La ciudadanía está ante el dilema de decidir cómo actuar cuando la tradicional lógica de las democracias representativas parece haber dejado de funcionar. Por lo general, los ciudadanos han seguido dos estrategias: (i) usar su voz más allá del voto saliendo a protestar en las calles, y (ii) abandonar sus tradicionales lealtades partidistas apoyando a nuevos partidos anti-establishment. Los países en que una porción importante del electorado ha optado por esa segunda estrategia han visto cómo se desmoronaba su tradicional sistema de partidos. El caso paradigmático es Grecia, con el ascenso de Syriza, y el más reciente Italia, con la aparición del Movimiento liderado por Beppe Grillo.
¿Y España? En nuestro país también existe retroceso electoral de los dos grandes partidos. Sin ir más lejos, Marta Romero nos contaba hace unas semanas en Piedras de Papel el notable desgaste que está sufriendo el PSOE en los últimos tiempos. Si nos fijamos en la evolución del bipartidismo en nuestro país (véase gráfico 1) podemos observar cómo entre 1989 y 2008 se produjo una progresiva concentración del voto al PP y PSOE. En el momento cumbre del bipartidismo (2008), estos dos partidos representaban nada menos que el 84% del voto y el 92% del arco parlamentario. Desde entonces se ha producido un cambio de tendencia y PP/PSOE han ido cediendo terreno a favor de las fuerzas minoritarias.
A pesar de este evidente deterioro del bipartidismo en España, es importante destacar que los barómetros regulares del CIS (los de mayor calidad en nuestro país) siguen situando a PP y PSOE a una distancia muy considerable de sus competidores. Según las estimaciones del CIS, los dos grandes partidos aún mantendrían dos de cada tres votos. Eso supondría que PP y PSOE juntos superarían de forma holgada los 250 escaños, dejando una porción relativamente pequeña para los otros partidos. Es cierto que otras empresas demoscópicas indican peores resultados para PP/PSOE. En el extremo, la empresa Metroscopia (para El País) considera que los dos partidos obtendrían alrededor del 50% de los votos. En ese caso, a pesar de que tanto PP como PSOE seguirían muy por encima en escaños con respecto a IU o UPyD, la fragmentación parlamentaria sería considerable y de consecuencias más imprevisibles.
Ante una tormenta política perfecta como la que estamos viviendo, ¿cómo es posible que no tengamos indicios más claros del colapso del sistema PPSOE?
No hay duda de que el sistema electoral no ha ayudado a la rebelión de los pequeños. En concreto, los grandes partidos se benefician de la existencia de circunscripciones de tamaño reducido (mayoría de las provincias cuentan con seis o menos escaños). En estas circunscripciones pequeñas, los dos grandes partidos suelen llevarse la (práctica) totalidad de los escaños. Como consecuencia, el ascenso de los partidos pequeños queda normalmente relegado a las grandes provincias como Barcelona, Madrid, Valencia, Alicante o Sevilla. Tal diseño del sistema representa un claro freno al avance de los partidos minoritarios.
Pero a mi entender el elemento crucial para que se mantenga aún el tándem PPSOE es la falta de una opción política creíble que sea capaz de aglutinar la desafección ciudadana y, con ello, conseguir tambalear el sistema de partidos actual. Tanto UPyD como IU (los dos candidatos actuales con mayores opciones para romper con el bipartidismo) no están de momento siendo partidos anti-establishment, más bien al contrario. Y eso es así porque ambas formaciones políticas son víctimas también del descrédito de los ciudadanos. Tanto IU como UPyD son percibidos como parte del sistema, como una pieza más de esa “política” que tanto aborrece el ciudadano. Así lo reflejan las encuestas. Por ejemplo, ninguno de sus líderes consigue el aprobado (en el caso de Cayo Lara su nota es incluso inferior al 4). Ni tampoco gozan de la simpatía de la mayoría de los votantes de izquierda o de los más jóvenes, colectivos más propensos a votar partidos como Syriza (Grecia) o el Movimiento 5 estrellas (Italia).
Según el último barómetro del CIS (enero 2013), el atractivo de PP y PSOE se reduce considerablemente entre los ciudadanos que ven a los partidos políticos y a la clase política como uno de los principales problemas del país. Aún así, estos dos partidos se mantendrían como las opciones más votadas entre este colectivo, superando a IU o UPyD. Así, los datos no parecen indicar que los partidos pequeños hayan sido particularmente diestros en alzarse como claros portavoces de la desafección en España. Un sólo dato más en esta dirección: entre los votantes desafectos, el voto en blanco sería una opción tan o incluso más atractiva que IU y UPyD.
En definitiva, los españoles no parecen ver en UPyD o IU una clara alternativa fuera del sistema capaces de superar el actual bipartidismo PPSOE.
La desafección ciudadana ha alcanzado máximos históricos y la imagen de los dos grandes partidos se ha deteriorado a niveles hasta ahora desconocidos. Ambas cuestiones podrían a priori haber abierto una extraordinaria ventana de oportunidad para que terceros partidos hicieran sacudir los cimientos de nuestro actual sistema de partidos. Por ahora, ni UPyD ni IU han sabido aprovecharlo. ¿Habrá alguien ahí fuera que sepa hacerlo?
Esta es la secuencia de hechos a la que nos hemos acostumbrado últimamente en Europa: (i) El gobierno del partido A –acosado por los mercados y las instituciones europeas- decide afrontar la crisis de la deuda usando políticas altamente impopulares. (ii) Los ciudadanos, siguiendo la lógica democrática, optan por dar la espalda al gobierno y ceder el turno al partido B, líder de la oposición. (iii) Tras la llegada del nuevo gobierno nada cambia: la crisis se mantiene y el gobierno sigue desatendiendo las demandas de los ciudadanos manteniendo (e incluso profundizando) las políticas económicas impopulares.
No sólo España se encuentra tras esta cronología, sino también muchos otros países europeos en los que se han celebrado elecciones durante la Gran Recesión. Los gobiernos de estos países, víctimas de la enorme presión de las instituciones europeas e internacionales, han mostrado tener un escasísimo margen de maniobra para atender a las demandas de la mayoría de la sociedad. Y con ello, la frustración e indignación se ha apoderado de una ciudadanía que comprueba en cada elección la escasa relevancia de su voto.