Absortos en la plácida imagen de los ministros del gobierno de coalición PSOE-UPs en su bucólico retiro de fin de semana campestre, no podemos obviar que en todo el mundo se está librando una intensa guerra por el alma de la izquierda. El terreno de combate es, estas semanas, los EEUU. La primera batalla fueron los caucus de Iowa. La segunda serán las primarias de New Hampshire. Más allá de su importancia para la política doméstica americana, la elección del candidato que se enfrentará a Donald Trump en las presidenciales de este año marcará el camino a seguir para partidos progresistas en todo el mundo. Entender qué está en juego en New Hampshire es esencial para comprender el rumbo de las políticas de izquierdas del futuro.
Y, básicamente, las primarias Demócratas son un choque entre dos formas distintas, antitéticas, de hacer política progresista: la radical y la reformista. Radical es, sobre todo, Bernie Sanders y, en menor medida, Elizabeth Warren. Y reformistas son Pete Buttigieg y Joe Biden – amén de Michael Bloomberg, que no se presenta en las primarias de enero-febrero y se reserva para el “supermartes” el 3 de marzo, cuando 15 estados decidirán su candidato –. Radicales y reformistas difieren en políticas públicas concretas. Pero, sobre todo, en la meta de una política de izquierdas en tiempos de digitalización, estagnación económica y desigualdad.
Los radicales quieren refundar tanto el sector público como el privado. En el público, quieren nacionalizar las prestaciones sanitarias básicas. Reemplazar el actual sistema, que aunque sea heredado de Obama, mantiene una lógica privada, por un sistema como el nuestro: que el Estado sea el pagador único de los servicios sanitarios básicos. Esto no suena a radical en Europa, pero en EEUU es considerado por muchos como toda una revolución socialista, porque la sanidad representa un porcentaje muy elevado del PIB. En el sector privado, Sanders y Warren también quieren un cambio de raíz: forzar a las empresas a dar poder a los trabajadores. Sanders propone que las grandes corporaciones den un 20% de sus acciones y un 45% de los asientos en los consejos de administración a los trabajadores. Warren sugiere un porcentaje menor, un 40% de los puestos en los consejos de las empresas, pero, aun así, es un giro muy notable en relación a las medidas más modestas del trío B (Buttigieg, Biden y Bloomberg). Estos, en palabras de la politóloga Sheri Berman, proponen políticas que encajan más con la social democracia europea que con el socialismo democrático de Sanders.
¿Qué izquierda es mejor, la cara B o la cara auténticamente progresista? La respuesta tiene dos partes, que corresponden con los dos dilemas de la izquierda contemporánea: el estratégico y el moral.
Desde el punto de vista estratégico, ¿qué izquierda motiva más a los simpatizantes del partido? En principio, parece que los radicales parten con ventaja. Uno de las explicaciones más recurrentes del éxito de Trump es que los Demócratas no tenían un candidato que jugara su mismo juego (relativamente sucio), e intentara movilizar a las bases con un lenguaje áspero. Pero, como mínimo, los estudios preliminares de voto en los caucus de Iowa no confirman esta hipótesis: no ha habido una movilización particularmente alta de los jóvenes y los desconectados con el partido Demócrata. Además, el análisis de los resultados de las elecciones americanas durante varios años indica que los candidatos radicales son peores que los moderados porque, aunque movilicen más a sus militantes, también excitan en demasía a las de los adversarios políticos. Las elecciones mid-term de 2018 fueron ganadas por los Demócratas porque confiaron en candidatos centristas que fueron capaces de seducir a votantes que, en su momento, se habían inclinado por los republicanos. Este electorado es clave para los estados decisivos en la contienda presidencial de este noviembre.
Ese es un argumento poderoso a favor de los candidatos reformistas. Pero eso no quiere decir que los radicales no tengan ninguna premisa a su favor: Trump ganó no porque tuviera las mejores propuestas, sino porque la batalla electoral se dirimió en el terreno de juego que él decidió (como el muro con México, la corrupción de las élites políticas, el feminismo supuestamente radical, etc..). Con lo que, los demócratas necesitan un “Trump de izquierdas”, que resitúe la batalla en el campo donde los Demócratas se encuentran más cómodos: sobre todo, la desigualdad socioeconómica. El corolario sería pues que los Demócratas deberían elegir un candidato moderado pero, hasta entonces, deberían dar la máxima voz posible a los candidatos que proponen reformas más radicales, aprovechándose de su capacidad para centrar los temas de debate.
Esto nos lleva al aspecto menos discutido, pero más relevante para la política americana (y de las democracias contemporáneas) a largo plazo: la dimensión moral de hacer campañas radicales o reformistas. Nuestras sociedades se han tribalizado, fragmentado en bandos cada día más irreconciliables. Esta “criba social” (social sorting) es la enfermedad colectiva de nuestro tiempo. Lo vemos en Cataluña de forma muy palpable, pero también en otras partes de España.
En el caso de EEUU la polarización ha conllevado incluso una segregación territorial de los votantes – aunque no es algo muy distinto a lo que crecientemente vemos en España: cada autonomía, cada provincia incluso, parecer ser “de un partido” (o tribu). En 1970, apenas un 25% de los americanos vivían en distritos electorales “muy rojos” o “muy azules”, lugares donde o bien los Republicanos a los Demócratas ganaban por más de 20 puntos las elecciones. Ahora, ese porcentaje es del 65%. Dentro de esos ghettos políticos, la hostilidad hacia el partido rival crece, con cuatro de cada diez votantes que creen que los simpatizantes del partido opuesto son malvados.
Ese es el problema fundamental de la sociedad americana. Es por eso que, más allá de qué candidato demócrata sea estratégicamente el mejor para derrotar a Trump, haya que preguntarse qué candidato está mejor preparado para intentar frenar, o incluso revertir, la creciente tribalización de EEUU. Los Demócratas en particular, y todos los americanos en general, necesitan un nuevo Obama. ¿Quizás Pete Buttigieg?
Esta fractura se reproduce en muchas otras democracias. Por ejemplo, entre partidarios y detractores de la ruptura con la UE en el Reino Unido, o liberales laicos contra ultraderechistas religiosos en Francia, Polonia o Hungría, sin olvidar las divisorias creadas por Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en India o Rodrigo Duterte en Filipinas. Y en España no estamos al margen, con nuestros Ebros entre la izquierda y la derecha, y los constitucionalistas e independentistas en Cataluña.
Este objetivo moral de calmar los ánimos nacionales debería ser también una meta del nuevo gobierno español.
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