Imagina un universo paralelo (vamos, Francia o Alemania, sin ir más lejos) en el que se producen disturbios callejeros, con alteraciones de la paz social, como cortes de carreteras y contenedores incendiados. ¿Qué desearías? ¿Que las decisiones sobre cómo reestablecer el orden las tomaran profesionales con años de formación y experiencia y cuya reputación depende de tener éxito en mantener dicho orden, es decir, los cargos intermedios de las fuerzas de seguridad, o, por el contrario, políticos hiperventilados sin experiencia en la gestión de la violencia callejera y cuyos intereses electorales no siempre pasan por transmitir una imagen de paz social?
Seguramente, preferirías que se deje la gestión del caos en quienes tienen protocolos para traer el orden y no en políticos amateur, de la misma manera que, si sufres una crisis cardíaca, no te gustaría que el cirujano cambiara su protocolo de actuación porque a un político (amigo o enemigo tuyo) se le ocurre que ésa es la mejor manera de operar. Pero, con la seguridad nacional, nos olvidamos de la profesionalidad, como si la preparación y la experiencia no importaran. Y todo el mundo corre a dar órdenes “excepcionales”.
Sucedió el infausto 1-O de 2017, cuando algunos políticos lanzaron a policías a la tarea, tan titánica como estéril, de retirar miles de urnas usando la fuerza. El orden constitucional en España estaba garantizadísimo sin necesidad de ese despliegue. Pero eso no era suficiente para políticos que querían ponerse ellos la medalla al mérito civil.
Y está sucediendo ahora. En Madrid y Barcelona, políticos de distinto signo pugnan por interferir en decisiones que son técnicas. Desde las tripas y mirando a la campaña electoral, muchos ven sentido a la aplicación de la ley de Seguridad Ciudadana o un nuevo 155 acotado a algunas competencias concretas que Pablo Casado reclamó con urgencia. Pero, desde la cabeza y mirando a la vida cotidiana, sabemos que eso sería tan contraproducente para los intereses del estado español como enviar a los policías a retirar las urnas el 1-O.
Pocos disfrutan ejerciendo la violencia, pero muchos estaban deseando ver las imágenes de Barcelona ardiendo ayer. Los líderes independentistas, sobre todo los más ultramontanos, llevaban meses sintiéndose en un callejón sin salida, del que esperan salir a través de las barricadas. Sienten que no pueden tirar marcha atrás, porque pierden credibilidad, pero no pueden avanzar, porque no hay una mayoría social para relanzar la vía unilateral. Así que, cualquier “shock externo”, como la reacción popular a la sentencia y la contrarreacción de las autoridades policiales, son como agua de mayo este octubre. Y, sin querer ser equidistante, sino justo, también hay quien, en el otro bando político, anhelaba unas imágenes que contrarrestaran la victoria comunicativa que obtuvieron los independentistas el 1-O.
Por consiguiente, urge reforzar la independencia de los órganos policiales encargados de enfrentarse a unas acciones que son muy complejas de abordar, porque alternan mensajes pacifistas con arranques violentos. Y precisamente lo contrario es lo que están haciendo las instituciones públicas catalanas y diversos medios de comunicación, que están cuestionando las acciones policiales. El foco, político y mediático, no está en los desmanes, desastres con el mobiliario público y ataques a los policías, sino en las acciones represivas de los policías. No sólo no hay apoyo institucional a las fuerzas de seguridad, sino que empiezan a diseminarse los bulos habituales: que la violencia la ocasionan “infiltrados”, con la coletilla “eso es lo que circula por las redes”, como ha dicho una famosa periodista radiofónica.
En ese mismo programa de radio, un periodista se ha mofado de las interpretaciones “simplistas” de los medios de comunicación españoles, que supuestamente se han dedicado a entrevistar a personas afectadas por los desórdenes públicos en lugar de, “abordar la complejidad del asunto”, como, y cito literalmente, “si la violencia es legítima o no”. Violencia legítima, tal cual.
Porque, claro, para ellos (no para cualquier organización internacional seria), España es un Estado autoritario. Así que su relato es sólido: la policía española se infiltra en las manifestaciones para hacer creer que el independentismo es violento y, si se acreditara que algún independentista es violento, no pasa nada porque sería “legítima”.