La necesidad de adoptar una cierta cultura de la evaluación en nuestro sistema educativo se ha abierto paso definitivamente en España, como ya sucede en nuestro entorno. Los argumentos a favor parecen sensatos, aunque hay que huir de una aplicación irreflexiva y punitiva.
Las escuelas son el primer candidato de cualquier evaluación. Sin embargo, la evaluación de los profesores es un asunto bastante más complicado. Parte de los ‘efectos de escuela’, es decir, el efecto medio de las escuelas sobre el aprendizaje de los niños, esconde en realidad ‘efectos de profesor’. Por ello, mejorar la calidad de los docentes impacta positivamente en los resultados de los centros y los estudiantes (1 y 2).
Es difícil negar la utilidad que tendría para el diseño de políticas públicas conocer las respuestas precisas a algunas preguntas que resumen uno de los grandes puzles de la sociología y, sobre todo, de la economía de la educación: ¿qué es un buen profesor?, ¿cómo medir la calidad del profesorado? Y ¿qué viene antes, el huevo o la gallina?, es decir, ¿cuánto mejoraría la calidad de los centros si mejorara la calidad docente? Y sólo después, sabido esto: ¿cómo podemos legislar eficaz y equitativamente sobre todo ello?
Identificar los procesos concretos que vinculan las características de los profesores con el rendimiento de los estudiantes es extraordinariamente complicado, aunque no imposible. Tradicionalmente se ha medido la calidad de los profesores a través de su experiencia (años de profesión) y sus credenciales educativas (titulaciones más allá del grado o su formación básica). Sin embargo, estas variables parecen poco útiles empíricamente (ejemplos 1, 2).
Así, sabemos que más allá de los dos o tres primeros años de práctica docente, la experiencia no es un buen predictor de la calidad. Con posterioridad es fácil confundir la calidad de los profesores más experimentados con el hecho de que éstos tengan más presencia en los barrios menos problemáticos, donde el rendimiento medio de los alumnos también es más alto. Es más, la relación entre calidad y experiencia podría disminuir ahora que los docentes con aproximaciones más tradicionales ven desfilar por sus aulas a las cohortes de nativos digitales.
Si no es la experiencia ni sus titulaciones, ¿qué diferencia a un buen de un mal profesor? La respuesta puede resultar frustrante para los policy makers. Los mejores profesores parecen diferenciarse del resto por características individuales que difícilmente recogen los datos administrativos. Lo sabemos desde los años 70: la identificación de los mejores profesores por los directores de los centros (¡menuda caja negra¡) correlaciona muy significativamente con el aprendizaje de sus estudiantes.
Pero hay una dimensión que, aunque poco explorada, parece ser importante: el conocimiento sustantivo de los profesores en materias relevantes (ver 1 y 2). A la vista de todo ello, resulta extraño que el conocimiento concreto que los docentes tienen de las materias que enseñan no penetre con más fuerza en la agenda de cualquier reforma educativa.
Los datos que tenemos en España no permiten medir el impacto del conocimiento de los profesores en el aprendizaje de los niños (quién sabe si, cubiertos de polvo, existen esos datos en alguna caverna de la Administración). Sin embargo, no todo son malas noticias. España participó en el estudio TEDS-2008, una comparación de 17 países para evaluar los programas de formación del profesorado. Gracias a ello podemos medir lo que saben los futuros profesores al terminar su formación universitaria, lo que no está nada mal.
El conocimiento matemático de los futuros maestros de primaria (con una media internacional de 500 y un máximo teórico de 800), dejó a España unos 40 puntos por detrás Estados Unidos, 60 de Suiza, y más de cien con respecto a Singapur y Taiwán (por citar algunos países con los que, dado su sistema de formación docente, la comparación es menos ruidosa). El ranking no difiere sustancialmente en la otra materia en evaluación en TEDS, la didáctica de las matemáticas (para explorar el contenido de las pruebas ver aquí).
¿Salen los futuros profesores de la universidad armados de recursos para ser docentes de calidad según este criterio? Veamos lo que los jóvenes maestros demuestran saber al terminar su formación docente. Que los resultados de España en este estudio no fueran espectaculares no significa que no pudiera al menos haber algunas buenas facultades. Pues bien, nada más lejos de la realidad.
El primer gráfico, resume los resultados de forma puramente descriptiva. Los puntos azules representan la puntuación obtenida en el test de conocimiento matemático por cada uno de los estudiantes de Magisterio que, en su último año de carrera, participaron en el estudio. La línea roja es la media de los centros en las que estudiaron (que llamaremos facultades de Educación). Como vemos, no hay grandes diferencias entre centros. Además, los futuros profesores con una nota por debajo de 400 son más que los que se situaron por encima del 600. Aunque esta horquilla es muy amplia, el gráfico ya muestra que contamos con un sistema de formación de los futuros maestros bastante homogéneo en lo que se refiere al nivel general que alcanzaron los participantes.
Gráfico 1. Puntuaciones en matemáticas de los futuros maestros de primaria en matemáticas en España
Para ampliar la perspectiva vamos a comparar cómo se comportaron los centros de formación de maestros en España con los de, por ejemplo, Estados Unidos. En el Gráfico 2 se presentan los resultados de los centros de estos dos países. Esta comparación ilustra bien la forma en que se comportan los españoles: mucha homogeneidad y conocimientos matemáticos más bien bajos. Es decir, los futuros maestros podrían tener más competencias matemáticas, y las que tienen están poco o nada determinadas por la facultad en la que se formaron.
En Estados Unidos, en cambio, sólo los peores centros están en el nivel de los españoles y, por encima de ellos, existen bastantes diferencias en términos de cuánto conocimiento matemático tienen quienes están a punto de incorporarse a la vida docente como profesores de primaria.
Gráfico 2. Diferencias en los conocimientos matemáticos medios de los centros de formación de maestros en España y Estados Unidos
Sin entrar en mayores detalles, tenemos un problema con la formación de los profesores. Algún lector pensará que todo ello se debe a una selección negativa de los estudiantes que eligen estudiar Magisterio. ¿Qué hacer? La respuesta requiere más espacio del que disponemos aquí. Dos ideas de entre las que se suelen barajar. Se podría endurecer los criterios de acceso a la formación de maestros, aunque no es descabellado pensar que surgieran problemas por el lado de la demanda. Se suele también creer que, para mejorar el perfil de los candidatos a estudiar Magisterio, habría que hacer más atractiva la carrera docente en el medio y largo plazo, aunque es un solución discutida.
Sin embargo, otros lectores pensarán que lo que se ve aquí no es tanto resultado de la selección negativa de los estudiantes de Magisterio como un problema de calidad de las facultades de Educación en España. O quizás, incluso, un problema más amplio relacionado con la calidad de la educación superior en disciplinas en las que somos menos competitivos, muchas de ellas ciencias sociales y humanas. Desde luego, la universidad en España también debe ser evaluada para situarla en perspectiva comparada e identificar sus ineficiencias (claras en lo tocante a resultados de investigación, aunque no tanto en sus resultados docentes).
Lo que en mi opinión está claro es que la metáfora del huevo o la gallina no plantea en este caso una conjetura. Si no formamos mejor a los futuros profesores (y/o si no seleccionamos a los mejores para serlo), será difícil garantizar el máximo rendimiento de los estudiantes. Mejorar la formación de los maestros también mejoraría los resultados de los colegios.