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¿Juntas o revueltas? Inmigración y formación de parejas

Las trayectorias que conducen a la formación de una familia se han diversificado mucho en las últimas décadas. En prácticamente todos los países europeos la incidencia de las uniones matrimoniales ha disminuido a la vez que aumentaban la cohabitación y los hijos nacidos fuera del matrimonio. El aumento de la cohabitación ha sido generalmente interpretado como un signo de modernización de las familias, y una de las más claras señas de identidad de la Segunda Transición Demográfica. Así ha ocurrido en España, donde la cohabitación emergió asociada al individualismo, la secularización y el debilitamiento de los valores de la familia tradicional y seguramente por ello, hasta hace poco, ha sido más habitual entre mujeres con niveles de instrucción altos.

En cambio, en muchos países de América Latina, por ejemplo, la cohabitación ha sido habitual entre personas de los estratos menos favorecidos de la población como sustituto del matrimonio. Y en Rumanía y otros países del Este, la cohabitación es por lo general un preludio al matrimonio, más que una alternativa a él. Dicho de otro modo, la cohabitación no tiene un significado unívoco y existe una cierta heterogeneidad en los motivos por el que las personas deciden cohabitar en lugar de casarse.

Esta heterogeneidad en el significado de la cohabitación entre países, e incluso entre individuos dentro del mismo país, hace particularmente difícil predecir si la cohabitación será más o menos frecuente entre las mujeres inmigrantes, y si será un comportamiento asociado a mayor nivel de instrucción como entre las españolas o justo lo contrario, como suele ser habitual en muchos de sus países de origen. Necesitamos pues, antes de interpretar cualquier dato sobre los modos de convivencia de las inmigrantes como evidencia de integración o ausencia de ella, aclarar estas cuestiones.

Además, los inmigrantes no reproducirán necesariamente la relación entre educación y cohabitación que se observa en sus respectivos países de origen pues, como sabemos, los inmigrantes son un grupo seleccionado de sus habitantes, no necesariamente representativo de las pautas de comportamiento dominantes en ellos. Además las condiciones de vida y trabajo en España generan condicionantes diferentes a los vividos en las sociedades de origen, y los inmigrantes se adaptan en mayor o menor medida a dichos condicionantes. Por último, el significado de la cohabitación como indicador de integración o como resumen de un determinado tipo de concepción de la familia y las relaciones familiares seguramente varíe no sólo en función del origen geográfico de los inmigrantes y lo que es habitual en sus sociedades de origen, sino también en función del origen de las parejas con las que establecen su relación. En principio, parece razonable pensar que la cohabitación entre inmigrantes del mismo origen probablemente reproducirá en muchos casos los patrones observados en su país de origen. Sin embargo, no es fácil predecir si la cohabitación entre una inmigrante y un autóctono será más parecida a lo que la cohabitación mayoritariamente ha sido hasta ahora en España – un preludio al matrimonio-, o se configurará también como alternativa a él. Y en este caso, si será dominante entre los inmigrantes con más o menos nivel de instrucción.

Los análisis que hemos realizado con datos de la Encuesta Nacional de Inmigrantes de 2007 y la Encuesta de Fecundidad y Valores de 2006, se observa con claridad que:

1. La incidencia de la cohabitación entre las inmigrantes en España es mayor que entre las autóctonas, y esto es así para todos los grandes grupos de origen salvo para las marroquíes. Es importante destacar que este es, de nuevo, un patrón de comportamiento atípico dentro de Europa y responde, en gran medida, a la confluencia de dos factores: por un lado, la difusión tardía de la cohabitación entre las españolas y, por otro, que los países de origen de nuestra inmigración son diferentes y más diversos en este aspecto que los de muchos de nuestros vecinos europeos.

2. Las diferencias en el gradiente educativo de la cohabitación revela también diferencias importantes entre españolas e inmigrantes, a menudo relacionadas con el origen de la pareja (inmigrante o español de nacimiento) de estas últimas. Mientras que el nivel educativo de las inmigrantes es irrelevante cuando se trata de predecir su propensión a contraer matrimonio o a cohabitar con otro inmigrante de su mismo origen, tener estudios superiores aumenta claramente la probabilidad de cohabitar con un español. En este sentido parece que la emigración a España desdibuja parcialmente el significando dominante de la cohabitación en los países de origen cuando se trata de parejas endógamas (entre inmigrantes del mismo origen nacional) y tiende a adoptar el significando (hasta hace poco) dominante en España cuando la pareja con la que se cohabita es de origen español.

En definitiva, la población inmigrante femenina en España reproduce la heterogeneidad en la incidencia y significado de la cohabitación observado entre poblaciones no inmigrantes en el resto de Europa. Y precisamente por ello que las inmigrantes cohabiten más que las españolas de similares características (cohorte de nacimiento, edad, nivel educativo, etc.) no puede interpretarse de forma inmediata ni como un signo de lo antiguas que somos las españolas, ni de lo modernas que son ellas; no se trata necesariamente y en todos los casos de un signo de adaptación, ni tampoco de un reflejo automático de los valores y formas familiares en las que ellas fueron socializadas en sus países de origen.

Nuestra segunda generación es aún demasiado joven y en la mayoría de los casos no han completado su transición a la vida adulta, pero disponemos de algunos datos que nos permiten saber si los adolescentes hijos de inmigrantes prefieren cohabitar, en lugar de casarse, y en qué medida difieren sus preferencias de las de los adolescentes no inmigrantes. Utilizando datos de la encuesta CHANCES 2011, realizada en centros de secundaria de Madrid a alumnos de entre 14 y 16 años de origen inmigrante y no inmigrante, comprobamos en el gráfico 1 que la inmensa mayoría de los adolescentes, inmigrantes o no, se plantea como opción preferida cohabitar durante un tiempo antes de casarse (el 70% de los adolescentes no-inmigrantes y el 60% de los inmigrantes). Aún así, la proporción de los que prefieren casarse directamente sin cohabitar es casi 10 puntos mayor entre los inmigrantes, aunque deberíamos decir las inmigrantes porque es una diferencia en gran medida debida a las diferencias entre chicas inmigrantes y las autóctonas.

Gráfico 1. Preferencias sobre el modo de convivir con su futura pareja entre adolescentes inmigrantes y no inmigrantes (Chances 2011)

Los datos del gráfico 2 reflejan con claridad que las auténticas diferencias se dan entre los progenitores de los adolescentes, y no entre estos últimos. Mientras que sólo el 35% de los padres autóctonos dice que preferiría que su hijo o hija directamente se casara sin cohabitar, el porcentaje entre los padres inmigrantes es prácticamente el doble, casi el 70%. Esto revela, sin duda, una distancia mayor entre las preferencias de padres e hijos en las familias inmigrantes que en las no inmigrantes con respecto a esta cuestión, que seguramente refleje el conflicto que para los padres inmigrantes representa la concepción dominante de la cohabitación como forma de convivencia asociada a las clases bajas en sus países de origen con sus aspiraciones de ascenso social para sus hijos; un conflicto este que no se da entre los no inmigrantes.

Gráfico 2. Opinión de padres e hijos sobre el tipo de convivencia en pareja preferida (Chances 2011)

En cualquier caso, los resultados presentados sirven para ilustrar la heterogeneidad de comportamientos familiares entre la población de origen inmigrante en nuestro país, muy alejada de los estereotipos que lo reducen todo a las dicotomías antiguo-moderno.

Las trayectorias que conducen a la formación de una familia se han diversificado mucho en las últimas décadas. En prácticamente todos los países europeos la incidencia de las uniones matrimoniales ha disminuido a la vez que aumentaban la cohabitación y los hijos nacidos fuera del matrimonio. El aumento de la cohabitación ha sido generalmente interpretado como un signo de modernización de las familias, y una de las más claras señas de identidad de la Segunda Transición Demográfica. Así ha ocurrido en España, donde la cohabitación emergió asociada al individualismo, la secularización y el debilitamiento de los valores de la familia tradicional y seguramente por ello, hasta hace poco, ha sido más habitual entre mujeres con niveles de instrucción altos.

En cambio, en muchos países de América Latina, por ejemplo, la cohabitación ha sido habitual entre personas de los estratos menos favorecidos de la población como sustituto del matrimonio. Y en Rumanía y otros países del Este, la cohabitación es por lo general un preludio al matrimonio, más que una alternativa a él. Dicho de otro modo, la cohabitación no tiene un significado unívoco y existe una cierta heterogeneidad en los motivos por el que las personas deciden cohabitar en lugar de casarse.