Las elecciones andaluzas del pasado domingo han abierto algunos de los principales rasgos que definirán el nuevo escenario político español. Probablemente, el alud de análisis postelectorales de periodistas, politólogos y tertulianos sobre estos comicios se centrarán en las implicaciones de la victoria socialista y en cómo la irrupción de los nuevos partidos han llevado al bipartidismo a mínimos históricos. Sin embargo, a mi entender, la principal lección que nos ofrecen estas elecciones es que podríamos estar ante el inicio de un ciclo electoral marcado por un excepcional castigo al Partido Popular.
Formalmente, las elecciones autonómicas cumplen la función de elegir a quienes gobernarán la región durante la próxima legislatura. Sin embargo, un volumen muy considerable de ciudadanos no deciden su voto pensando en quien ocupará las instituciones regionales, sino que lo hacen poniendo su mirada en lo que ocurre a nivel nacional. Debido a ello, las elecciones autonómicas se acaban convirtiendo más en un plebiscito al gobierno central que un mecanismo de rendir cuentas a quien gobierna en la región. Esto supone un problema para los dirigentes regionales pues su suerte electoral a veces depende más de la reputación del partido a nivel nacional que de la gestión que han realizado durante la legislatura.
Un buen ejemplo de esta contaminación entre el nivel nacional y el regional nos lo ofrece el anterior ciclo electoral autonómico, que tuvo lugar entre 2011 y 2012. Entonces, todos los gobiernos autonómicos del PSOE, sin excepciones, cosecharon sonadas derrotas electorales. También fue el caso de Andalucía que con un retroceso de unos nueve puntos porcentuales se situó en la media del resto de gobiernos socialistas. La magnitud de la debacle socialista contrastó con los resultados de los gobiernos autonómicos del PP. A pesar de que las regiones populares estaban sintiendo los embistes de la crisis económica en la misma intensidad, sus gobiernos no sufrieron, de media, ningún castigo electoral.
En realidad, en las anteriores elecciones autonómicas, los ciudadanos no castigaron a los gobernantes por la penosa situación económica que sufría su región, sino que se cebaron con el PSOE, independientemente de que estuviera en el gobierno o en la oposición. Los ciudadanos no usaron las elecciones autonómicas para juzgar a sus dirigentes regionales, sino que aprovecharon la ocasión para pasar factura al Presidente Rodríguez Zapatero.
Las elecciones andaluzas sugieren que algo análogo le esta ocurriendo ahora al PP. Y quizás la magnitud del castigo sea aún mayor. Si el desgaste electoral para el PSOE en las autonómicas andaluzas de 2012 fue de unos 9 puntos porcentuales, en esta ocasión el castigo al PP ha ascendido a nada menos que a 14 puntos. Todo indica que la rémora que ha supuesto Mariano Rajoy para el PP andaluz es muy superior del que supuso Rodríguez Zapatero para Antonio Griñán tres años atrás. En definitiva, la debacle socialista en 2012 fue histórica; la del PP el pasado domingo, épica.
La severa derrota del PP no podía llegar en un peor momento para los de Génova. Los dirigentes populares pensaban que la mejoría de los datos macroeconómicos supondrían un impulso en sus perspectivas electorales. La realidad está siendo muy distinta. Es cierto que la economía por fin muestra signos de mejoría, pero siguen inmutables cuestiones como los escándalos de corrupción, la profunda crisis de confianza política y las enormes desigualdades que han dejado las políticas llevadas a cabo por el gobierno. Los dirigentes del PP, aún conscientes de la existencia de tales problemas, prefirieron no afrontarlos y dejar que el tiempo hiciera su trabajo. Ahora, Andalucía podría estar enseñando una lección: la clásica estrategia marianista del inmovilismo no siempre funciona.
Cuando la imagen de un partido a nivel nacional está muy deteriorada, los dirigentes regionales deben inevitablemente buscar elementos diferenciales que limiten el efecto contagio. El PSOE andaluz parece haberlo entendido perfectamente avanzando la convocatoria de elecciones y renovando de forma muy exitosa su liderazgo. No ha ocurrido lo mismo en las filas populares. El candidato Juan Manuel Moreno llegó a la campaña electoral con una pésima valoración y siendo excepcionalmente desconocido. Según la preelectoral del CIS un 43% declaraba no conocer al candidato del PP; se trata de una cifra que marca un hito histórico.
Aún con ello, sería un error concluir que el problema es del PP andaluz. Las lecciones del pasado nos sugieren que el principal responsable de la debacle del PP el pasado domingo está en Génova. Esperanza Aguirre tenía razón en sus declaraciones de ayer: detrás de los resultados de Andalucía se encuentra el dedo de Rajoy.
En 1990, los barones del Partido Conservador británico, convencidos de que Margaret Thatcher llevaría al partido a una inevitable derrota electoral, propiciaron su dimisión y lo reemplazaron por John Major, quien finalmente consiguió salir reelegido. Las elecciones andaluzas han demostrado que el enojo ciudadano con el gobierno de Mariano Rajoy puede traducirse en un duro castigo en las urnas. Pero no se alteren: no estamos en el Reino Unido, ni el PP es el Partido Conservador británico.
Las elecciones andaluzas del pasado domingo han abierto algunos de los principales rasgos que definirán el nuevo escenario político español. Probablemente, el alud de análisis postelectorales de periodistas, politólogos y tertulianos sobre estos comicios se centrarán en las implicaciones de la victoria socialista y en cómo la irrupción de los nuevos partidos han llevado al bipartidismo a mínimos históricos. Sin embargo, a mi entender, la principal lección que nos ofrecen estas elecciones es que podríamos estar ante el inicio de un ciclo electoral marcado por un excepcional castigo al Partido Popular.
Formalmente, las elecciones autonómicas cumplen la función de elegir a quienes gobernarán la región durante la próxima legislatura. Sin embargo, un volumen muy considerable de ciudadanos no deciden su voto pensando en quien ocupará las instituciones regionales, sino que lo hacen poniendo su mirada en lo que ocurre a nivel nacional. Debido a ello, las elecciones autonómicas se acaban convirtiendo más en un plebiscito al gobierno central que un mecanismo de rendir cuentas a quien gobierna en la región. Esto supone un problema para los dirigentes regionales pues su suerte electoral a veces depende más de la reputación del partido a nivel nacional que de la gestión que han realizado durante la legislatura.