Me disculparán los lectores que, desde hace una semana, pagan 25 céntimos más por el litro de aceite de oliva virgen extra y 12 por el pan de masa madre, pero soy un gran partidario del IVA. Es un impuesto cristalino. No te requiere leer mil papeles para conocer las exenciones y deducciones. Es fácil de recolectar. No te exige rellenar mil formularios para pagarlo. Y es relativamente indoloro. Lo pagas en pequeñas dosis, permitiéndote ajustar su pago, y tu patrón de consumo, a tus circunstancias temporales. De los impuestos a disposición de un Estado democrático moderno – es decir, descartados diezmos, tallajes, y trabajos forzados – el IVA es el que más se acerca al arte de recaudar impuestos que, según Colbert (ministro de Luis XVI), consiste en desplumar al ganso obteniendo la mayor cantidad de plumas con el mínimo de graznidos.
Las arcas públicas necesitan más dinero. Porque, como bien dice la izquierda, hay que luchar contra las formas más obvias de injusticia social y eso implica aumentar la cuantía de las prestaciones para las personas vulnerables y ayudar a los jóvenes a emanciparse, facilitando su acceso a la vivienda. Y, por otro lado, por lo que sugiere la derecha: hay que aumentar la efectividad de nuestras administraciones, lentas y anquilosadas, y eso significa invertir en tecnología y en atraer talento al sector pública. Se requiere money, money.
Dado que, con una deuda pública por encima del 100% del PIB, no podemos tirar mucho más de prestado, toca rascar el bolsillo de los contribuyentes. La retórica dominante es que hay que subir los impuestos “a los ricos”, pero parece un callejón sin salida: los ingresos por los impuestos a grandes fortunas son o muy pequeños, como el impuesto al patrimonio (tan discutido en España), o poco afortunados, porque desincentivan la actividad económica, como los impuestos a ahorros o inversiones (tan debatidos en el Reino Unido).
Para financiar políticas inclusivas necesitamos impuestos inclusivos, que paguemos todos, todos los días, como el IVA. No es una perversa casualidad que los Estados de Bienestar más avanzados tengan los tipos de IVA más elevados, del 24 o 25% para la inmensa mayoría de bienes y servicios, con pocas excepciones, sin esa caterva de categorías de reducidos e hiperreducidos, como tenemos en España. Y la mejor prueba de que el impuesto visto como más regresivo es el que permite las políticas más progresivas es que, como recuerda The Economist, en EEUU los republicanos históricamente siempre se han opuesto a las subidas del IVA. Sabían que era la forma más eficiente de construir un Estado de Bienestar. Pues, bien, con tanta reducción populista del IVA estos años parece que nuestros políticos saben cuál es la manera más eficaz de desmantelar el Estado de Bienestar.
En conclusión, si queremos mantener, ya no hablemos de incrementar, los bienes y servicios públicos la primera premisa sería defender una imposición más agresiva en un ámbito donde nuestra izquierda no siempre se siente cómoda, como la indirecta. ¡Viva el IVA!
La segunda premisa sería: ¡Vivan los Recortes! (en nuestras prestaciones poco redistributivas). España es, junto a Italia, uno de los países avanzados donde el Estado tiene menos capacidad para reducir las desigualdades sociales. Mientras en cualquier Estado de Bienestar que se merezca ese nombre la gente más vulnerable recibe más ayudas de las administraciones que la gente más adinerada. Lógico, ¿no? Pues España es different. Aquí el 20% de personas más ricas se llevan el triple de ayudas públicas que el 20% más pobre.
Este hecho, como mínimo, comienza a ser conocido. Pero a pocos en las filas de la supuesta izquierda nacional, nacionalista o postnacional íbera (porque mira que tenemos izquierdas por aquí; una sopa de siglas, que, en teoría, reflejan todas las sensibilidades progresistas), se les ocurre atajar la raíz de ese problema: redistribuir las ayudas que, ahora, son proporcionales, y en una proporción escandalosa, a los ingresos de la persona beneficiaria. Es decir, lo progresista sería topar (con topes bajos) las bajas de maternidad y paternidad o los subsidios de desempleo o baja por enfermedad. Los ciudadanos privilegiados (ya sea por la lotería de la vida o por su esfuerzo) de los, de nuevo, auténticos Estados de Bienestar, cobran del Estado (por cualquier tipo de baja) una cantidad sustancialmente por debajo de sus sueldos. Eso, además, de desincentivar el parasitismo del Estado (que, como todos los vicios, se suele dar más entre la gente más pudiente), permite disponer de recursos para dar ayudar más generosas a quien de verdad lo necesita: la población más vulnerable.
En resumen, he aquí un mini-manifiesto para la izquierda de hoy: más IVA y menos ayudas a los más privilegiados (categoría en la que muy probablemente se encuentre también usted, querido lector y lectora).
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