Es probable que pertenezcas al grupo de españoles – llamémoslos los celtas– que creen que en las cárceles de nuestro país faltan criminales de guante blanco y, en particular, banqueros. Los altos ejecutivos de nuestros bancos, y sobre todo cajas, “se han ido de rositas” en lugar de pagar por todo el daño causado. ¡Este no es un país serio! En otros países…, dicen los celtas.
Si no eres celta, es posible que pertenezcas a la tribu opuesta –la íbera– que considera que hay que ser más duros con los criminales violentos, a los que hay que condenar a prisión permanente revisable, y con quienes instigan a una rebelión/sedición potencialmente violenta, a los que no hay que levantar la prisión provisional ni permitir que salgan de “patitas a la calle” tras un indulto. ¡Este no es un país serio! En otros países..., repiten los íberos.
Tanto si eres celta como íbero (y me temo que casi todos somos una cosa o la otra), este artículo te molestará. Porque creo que, en muchas ocasiones (no siempre) la cárcel, además de un castigo abusivo, es contraproducente. En la lucha contra el crimen de guante blanco o de lazo amarillo, pero también contra algunos crímenes más violentos, existen medidas mejores que la cárcel. Qué es “mejor” en un sistema judicial es discutible. Pero, además de otras consideraciones, coincidiremos todos en que es mejor una justicia que minimiza la reincidencia y maximiza la compensación a la sociedad por el crimen cometido. Y la cárcel, sobre todo las penas largas, no ayudan en muchos casos a una cosa ni a la otra.
Este artículo comenzó con una pequeña ducha de humildad. Moderaba un seminario de investigación en Gotemburgo el que, la presentadora, Cornelia Woll, una de las grandes expertas en las procelosas relaciones entre el sistema financiero y los poderes político-judiciales, nos preguntó a los asistentes qué país del mundo, además de la conocida Islandia, había encarcelado más banqueros tras la crisis financiera. Nadie supo responder. Culpa de todos, pero, sobre todo, mea culpa, pues ese país es España.
En este gráfico interactivo del Financial Times puede verse cómo España, tras el muy interesante pero muy peculiar caso de Islandia (recordemos: 350,000 habitantes), ha sido el país que ha condenado a más ejecutivos de entidades financieras, con un total de once. Le sigue Irlanda, con siete. Otros pocos países han sido capaces, o han tenido la voluntad, de encarcelar a ejecutivos financieros. Y llama la atención que, en EEUU, sólo un banquero, y que trabajaba para una corporación extranjera, Credit Suisse, fuese a la cárcel. Los ejecutivos de los grandes bancos americanos involucrados en el epicentro de la crisis financiera se libraron de los barrotes. En EEUU parece pues aplicarse aquello del Too Big To Jail, título de un interesante libro de Brandon Garrett sobre las dificultades para encarcelar a los responsables de entidades financieras.
Además, la justicia española, a la que solemos acusar de lenta, ha condenado a los once directivos de las cajas (CajaMadrid, Bankia, NovaCaixaGalicia y CAM) en un tiempo relativamente rápido – unos cuatro años desde el colapso de la entidad – si nos comparamos con otros países. Nuestra justicia ha sido pues, al contrario de lo que suelen decir nuestros celtas, más dura y rápida con los directivos bancarios que cualquier otro país del mundo –con la salvedad (de nuevo, muy particular), de Islandia –.
Lo cual no necesariamente quiere decir que nuestra justicia haya sido mejor. Garrett y otros estudiosos de la justicia financiera discuten el patrón que, nacido en EEUU, parece extenderse a otros países: en lugar de penas de cárcel, los fiscales de casos financieros tratan de imponer multas, en muchos casos en procedimientos negociados que no llegan tan siquiera a juicio. De esta manera, el Estado puede recaudar ingentes cantidades de dinero que sirven para, como mínimo, aliviar los costes sociales derivados del delito financiero. En España, antes de reclamar unas penas de cárcel todavía más lesivas con los criminales de guante blanco, deberíamos discutir estas vías alternativas, que satisfarán menos a los que desean una justicia más vengativa, pero que nos podrían beneficiar a todos.
La cárcel está perdiendo sex-appeal también para otros delitos. Incluso en el país con la población carcelaria más grande del mundo, EEUU (con más de dos millones. Tiene medio millón de prisioneros más que China, un régimen autoritario y con 1,000 millones más de habitantes), la cárcel ya no es vista con tan buenos ojos por parte de políticos y grupos de interés. Tras cuatro décadas en las que el número de prisioneros pasó de cifras comparables con las de otros países occidentales (entorno a los 100 prisioneros por cada 100,000 habitantes) a proporciones 6 o 7 veces mayores (por encima de los 700 presos por cada 100,000 habitantes, con estados como Wisconsin con más de 900 prisioneros por cada 100,000; es decir, casi uno de cada mil), EEUU está reconsiderando su aproximación a la justicia. Porque se han dado cuenta de que la cárcel es muy costosa (por ejemplo, cada prisionero le cuesta al estado de Wisconsin 38,000 dólares al año) y poco efectiva para disuadir a los criminales (la inmensa mayoría de presos americanos vuelve reincidir al poco de salir de la cárcel; por el contrario, muy pocos vuelven a cometer delitos en países con sistemas penitenciarios más laxos, como Noruega).
Por eso, numerosos estados americanos están acelerando la implementación de mecanismos alternativos a la cárcel. Es el caso de, por ejemplo, Minnesota, donde a pesar de continuar encarcelando a muchos ciudadanos, el gobierno estatal está innovando con condenas basadas en trabajos para la comunidad y libertad vigilada.
A menudo se comenta que, con unos 126 reos por cada 100,000 habitantes, España se encuentra en un puesto bajo (alrededor del 120 del mundo) en cuanto a población carcelaria. Pero, si nos comparamos con las democracias europeas con las que nos queremos equiparar (no ya Noruega o Finlandia, con sus tradicionalmente pocos prisioneros; sino con Alemania, Francia, Italia o Bélgica), tenemos un número significativamente mayor de reos. Alemania tiene 75, Bélgica 88, Italia 98, y Francia 104. Tenemos, por tanto, margen para plantear una justicia menos penitenciaria.
Y eso nos lleva al Tema: los líderes independentistas encarcelados a espera de juicio por rebelión y sedición, amén de malversación de fondos y desobediencia. Sin entrar en el espinoso asunto de si es “justo” o no pedir penas máximas de cárcel (de varias décadas) por delitos de esta naturaleza, o de si es oportunista o no reformar la legislación para impedir indultos gubernamentales, la estancia de los líderes independentistas en la cárcel está siendo, y será, ineficaz, ineficiente e incluso contraproducente en la defensa del orden constitucional. En primer lugar, porque las eventuales sentencias condenatorias duras serán revisadas, sin duda, a la baja, por la justicia europea. Confiemos, por tanto, en que sea algún tribunal español, quizás el Constitucional, el que evite un inevitable revés en Europa que, además, acreciente aún más el euroescepticismo, o eurocinismo, que se extiende en nuestro país. Y, en segundo lugar, la experiencia de las condenas por el referéndum de 2014 muestra que el mejor mecanismo disuasorio para los líderes independentistas que organizaron la consulta ilegal son las sanciones económicas y de inhabilitación para cargo público. Tocar el bolsillo disuade más que la amenaza de los barrotes, que es una invitación para el heroísmo y el martirologio.
De nuevo, pedir compensaciones económicas y no años de cárcel parece ser la respuesta. Esta conclusión no gustará a los celtíberos, pero debería gustar a quienes quieren una mejor justicia en España. Como mínimo, la paulatina sustitución de la prisión por otros mecanismos correctivos debería ser un tema de discusión en una agenda pública demasiado dominada por los gritos de celtas e íberos.