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Un Nobel (no solo) de Economía

13 de octubre de 2021 21:53 h

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El pasado lunes se anunciaba que el Premio Nobel de Economía de este año se otorgaba a David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens. El Comité destacaba en los tres casos sus contribuciones empíricas y sus avances en el estudio de la causalidad y, en concreto, en el uso de experimentos naturales en ciencias sociales. Este es un premio que va mucho más allá de la ciencia económica. La preocupación por la causalidad es hoy común a todas las ciencias sociales y todos los que nos la tomamos en serio desde otros campos estamos también muy satisfechos con este premio.

¿Pero qué es un experimento natural y por qué son tan útiles en las ciencias sociales? Empecemos por el principio. Cuando estudiamos cualquier fenómeno social, uno de los objetivos que normalmente tenemos es saber cuáles son sus causas. En el plano teórico la tarea consiste en proponer un argumento y, con ello, una explicación causal que vincule un factor con otro. El problema fundamental de la causalidad en las ciencias sociales aparece cuando queremos poner a prueba de forma empírica esos argumentos. Dicho problema reside en que los fenómenos económicos, políticos o sociales que queremos comprender son complejos y, por tanto, el resultado de muchos factores, no sólo de uno. Son fenómenos multicausales. 

Imaginemos que queremos saber cómo diferentes niveles de proporcionalidad en un sistema electoral pueden aumentar o reducir la participación en las elecciones. Esta será una pregunta muy relevante si, por ejemplo, se está discutiendo la conveniencia o no de reformar el sistema electoral. El problema es que si queremos investigar cuál es el efecto de algo necesitamos controlar el efecto que a su vez ejercen otras cuestiones sobre nuestro objeto de estudio. Volviendo a nuestro ejemplo, si quisiéramos saber, y cuantificar, el efecto del sistema electoral en la participación deberíamos aislar dicha relación de los efectos que podrían explicar por qué en algunos países se vota más como, por ejemplo, la diversidad de preferencias y los grupos sociales que ya de por sí existen en la sociedad (y que, además, muchas veces son las que inicialmente explican por qué se adopta un sistema electoral más o menos proporcional). La clave para entender el problema de la causalidad es comprender, siguiendo con nuestro ejemplo, que es muy difícil, cercano a lo imposible -por utilizar una expresión de Adam Przeworski-, separar el efecto del sistema electoral del efecto del entorno social. Ambas pueden estar relacionadas con la participación y ambas pueden ir de la mano. 

¿Cómo podemos desvincular el efecto de estos dos factores para conocer el verdadero efecto causal del sistema electoral? Aquí es donde entra la revolución experimental en las ciencias sociales y de donde se derivan los premios Nobel a Card, Angrist e Imbens, pero también a los laureados en 2019, Esther Duflo, Abhijit Banerjee y Michael Kremer. Para lograr identificar empíricamente la relación causal de un factor sobre otro necesitamos comparar dos grupos con características idénticas salvo por el factor del que queremos investigar su efecto. Utilizando la jerga académica, necesitamos un grupo de tratamiento y un grupo de control. En nuestro ejemplo, el primero sería una sociedad con determinadas características (entre las que se incluye una determinada configuración de la sociedad) a la que se le aplica una reforma electoral que hace al sistema más proporcional. El segundo grupo sería una sociedad con las mismas características pero al cual no se le aplica la reforma. Dado que la única diferencia entre ambos grupos es el tratamiento (la reforma proporcional del sistema electoral) si observásemos diferencias en los niveles de participación éstas sólo pueden deberse al efecto del tratamiento. Habríamos aislado e identificado, pues, el efecto causal del sistema electoral sobre la participación.

¿Es posible realizar este tipo de ejercicios experimentales en ciencias sociales? A diferencia de lo que sucede en un laboratorio en las ciencias naturales, la capacidad de manipular, de intervenir en la realidad de los economistas, los politólogos o los sociólogos para poner a prueba determinadas hipótesis es bastante limitada. Sí existen muchas preguntas relevantes a las que se han encontrado respuestas aplicando trabajos de campo experimental en donde los investigadores diseñan explícitamente grupos de tratamiento y control (véase el estudio clásico de Gerber and Green, 2000). Pero muchas otras preguntas importantes no pueden ser abordadas desde esta perspectiva puesto que no es posible manipular la realidad. En ciencias sociales trabajamos con el mundo que observamos -es decir con el hecho real de que tal o cuál país tiene determinado sistema electoral- y a la hora de estudiar la causas de un fenómeno no es sencillo encontrar en ese mismo mundo su contrafactual para poder comparar la presencia de un tratamiento frente la ausencia de un tratamiento. Tampoco podemos llamar a Pedro Sánchez por teléfono para pedirle que aplique un sistema electoral en determinadas Comunidades Autónomas y no en otras para que así podamos estudiar sus diferencias.

Lo que sí podemos hacer es aprovecharnos de todas aquellas circunstancias en donde de forma natural, sin intervención del investigador, la historia ha producido escenarios cuasi-experimentales. Es decir, en donde un accidente histórico o un evento inesperado ha cambiado determinados factores en algunas áreas mientras que éstos han permanecido invariables en otras y ambas áreas son suficientemente comparables. De esta forma se habrían generado un grupo de tratamiento y otro de control de manera natural, puesto que la asignación del tratamiento es como si fuese aleatoria. Es por todo esto que los experimentos naturales son tan útiles y por qué su uso no es exclusivo de la economía. Tanto en la ciencia política como en la sociología hemos intentado aplicarlos para poder establecer relaciones causales sobre fenómenos que nos interesan.

Un ejemplo bien conocido es el trabajo de Kern y Hainmueller (2009) en el que se preguntan si la exposición a medios de comunicación extranjeros puede contribuir a desestabilizar a los regímenes autocráticos. Además de abordar una pregunta interesante desde el punto de vista teórico lo que destaca de esta investigación es una estrategia de identificación empírica muy inteligente. Gracias al hecho de que la señal televisiva de Alemania Occidental llegaba a muchas, pero no a todas las partes de Alemania del Este debido a la variación topográfica, aprovechan esta exposición cuasi-aleatoria para comprobar si el acceso a una mayor pluralidad informativa se relaciona con diferentes formas de apoyo al régimen comunista. En contra de lo esperado de acuerdo a las teorías sobre el papel de los medios de comunicación, los autores encuentran que aquellas poblaciones expuestas a la televisión occidental (simplemente porque geográficamente tenían más acceso a esta) habían aumentado su apoyo al régimen autocrático. Los autores ofrecen una interpretación a dichos resultados, esto es, que la televisión occidental podría funcionar como una especie de entretenimiento y escape de las presiones diarias bajo el régimen comunista, haciendo la vida algo más llevadera y, por tanto, descomprimiendo las tensiones con el propio régimen. Al margen de que esta interpretación sea discutible, lo interesante del estudio es que informa al debate teórico sobre el papel de los medios y la estabilidad de los regímenes autocráticos, continuando y mejorando la conversación académica al respecto.

Otro ejemplo es el estudio publicado por Adam Glynn y Maya Sen, en el que intentan aislar el efecto de la empatía en las decisiones que toman los jueces. Estudiar algo tan etéreo (y que correlaciona con tantos rasgos de la personalidad) como la empatía supone un reto metodológico. Para resolverlo, Glynn y Sen buscan un experimento natural en que un acontecimiento totalmente externo a los jueces suponga un “shock” de empatía en algunas decisiones judiciales. Su solución es estudiar el impacto que tiene tener una hija, en vez de un hijo, en los votos de los jueces del Tribunal Supremo norteamericano en asuntos de género. Podemos esperar que tener hijos sea una decisión más o menos voluntaria que puede estar relacionada con muchas cuestiones. En cambio, que esta descendencia después sea en forma de hija o hijo es un elemento totalmente aleatorio que, según los autores, condicionará la manera en que los jueces mirarán el mundo y empatizarán con algunas cuestiones judiciales. Sus resultados muestran que aquellos jueces que tienen hijas adoptan posiciones más progresistas y alineadas con la agenda feminista en asuntos como el aborto, discriminación laboral por cuestiones de género, o igualdad de oportunidades en la educación, entre otros.

Los experimentos naturales nos permiten también evaluar algunos acontecimientos relevantes de nuestra historia política reciente. García-Montalvo, por ejemplo, estudia aquí qué impacto tuvieron en las elecciones generales de 2004 los atentados del 11M y la gestión que el gobierno de Aznar hizo de aquellas crisis. Las encuestas venían dando una victoria de Mariano Rajoy como un resultado más probable, pero, a priori, parecería casi imposible determinar cuánto fue el efecto final del atentado en el resultado electoral. De hecho, las encuestas postelectorales nos daban respuestas inciertas porque, después de las elecciones, los ciudadanos racionalizan su voto y dan razones para explicar por qué finalmente se movilizaron o votaron por un partido que no necesariamente se corresponden con lo que habría pasado si el atentado no hubiese ocurrido. La solución que adopta García-Montalvo es utilizar el voto por correo de los españoles residentes en el extranjero como experimento natural. Como el voto en el extranjero tiene restricciones temporales, estos votantes tenían que votar antes de los atentados. El plazo para el CERA para votar en persona en los consulados o por correo certificado era el 7 de marzo. Esto permite asumir que los votantes en el extranjero no conocían el atentado del 11M a la hora de votar mientras que los votantes que residían en España si lo conocían. El plazo para votar desde el extranjero supone un experimento natural que nos permite comparar ambos grupos. La conclusión de García-Montalvo, observando que el PP lo hizo relativamente mejor en el voto del CERA comparado con el voto de los residentes, es que Rajoy podría haber obtenido entre 5 y 6,7 puntos más en las elecciones del 14 de marzo de 2004 si el 11M y su gestión posterior nunca hubiese ocurrido.

Otro ejemplo que nos cae cerca es el trabajo de Carlos Sanz sobre los efectos del tipo de lista electoral (abierta o cerrada) sobre la participación. En esta ocasión, el autor explota una particularidad poco conocida del sistema electoral español para la celebración de las elecciones municipales. La ley electoral establece una discontinuidad en la forma de elegir a los representantes a nivel local en función del número de habitantes de los municipios: las poblaciones con menos de 250 habitantes utilizan un sistema de lista abiertas (los votantes pueden elegir de manera selectiva a candidatos de un mismo partido así como de otros); mientras que las localidades con más de 250 habitantes utilizan el sistema de listas cerradas. Estudiando el comportamiento electoral de los municipios alrededor de este umbral arbitrario (establecido por una ley estatal) es posible separar el efecto del tipo de listas del de otros factores que podrían correlacionar con el establecimiento endógeno de las mismas, y por lo tanto con los niveles de participación electoral. En otras palabras, dado que la comparación no es entre urbes como Madrid y Barcelona con pueblos con menos de 250 habitantes, sino entre municipios pequeños pero con características muy similares, exceptuando la regla electoral, es fácil pensar en que este accidente histórico ha conformado un grupo de tratamiento y otro control de manera casi aleatoria. Sanz encuentra que las listas abiertas incentivan la participación en un orden de entre un 1% y 2%.

Estos son sólo algunos ejemplos, pero podríamos haber traído muchos más. La revolución causal en las ciencias sociales, más allá de la economía, es un hecho. Su contribución no es sólo hacernos un poco más sabios sobre algunos fenómenos sociales, políticos y económicos, y establecer explicaciones más precisas (que nos permiten, por ejemplo, evaluar mejor el impacto que una política pública), sino que también nos permiten discutir, poner en tela de juicio y cuestionar algunas de las teorías que creíamos más asentadas. 

El pasado lunes se anunciaba que el Premio Nobel de Economía de este año se otorgaba a David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens. El Comité destacaba en los tres casos sus contribuciones empíricas y sus avances en el estudio de la causalidad y, en concreto, en el uso de experimentos naturales en ciencias sociales. Este es un premio que va mucho más allá de la ciencia económica. La preocupación por la causalidad es hoy común a todas las ciencias sociales y todos los que nos la tomamos en serio desde otros campos estamos también muy satisfechos con este premio.

¿Pero qué es un experimento natural y por qué son tan útiles en las ciencias sociales? Empecemos por el principio. Cuando estudiamos cualquier fenómeno social, uno de los objetivos que normalmente tenemos es saber cuáles son sus causas. En el plano teórico la tarea consiste en proponer un argumento y, con ello, una explicación causal que vincule un factor con otro. El problema fundamental de la causalidad en las ciencias sociales aparece cuando queremos poner a prueba de forma empírica esos argumentos. Dicho problema reside en que los fenómenos económicos, políticos o sociales que queremos comprender son complejos y, por tanto, el resultado de muchos factores, no sólo de uno. Son fenómenos multicausales.