Suenan tambores de elecciones a poco más de un año para las próximas autonómicas y municipales. Antes de que los aparatos de los partidos desempolven sus maquinarias para diseñar listas, seleccionar candidatos, perfilar campañas y asignar financiación, algunos tienen pendiente una cuestión todavía más básica: decidir las siglas bajo las que van a concurrir. Las siglas, al fin y al cabo, reflejan alianzas. Y no hay partido que quiera aliarse con los perdedores.
Precisamente por este motivo Pablo Iglesias y Alberto Garzón debatían hace unas semanas sobre el mantenimiento de su alianza electoral para los comicios del 2019 y las siglas bajo las cuales concurrirán en las europeas, autonómicas y locales. Este debate surge por la debilidad de la marca nacional de Unidos Podemos. En concreto, la simpatía hacia Podemos ha caído en el último año entre los votantes de todos los partidos, incluidos los de las confluencias.
Nótese que las confluencias contribuyeron en su día a consolidar la visibilidad e implantación territorial de Podemos en las elecciones del 2015. Podemos ofrecía a las confluencias unas siglas y un líder en ascenso electoral a nivel nacional, y a su vez el partido de Iglesias aprovechaba las estructuras organizativas locales y regionales ya existentes para su causa, sumando la representación que éstas obtuvieran a un grupo parlamentario que se estructura de manera confederal.
La reflexión que quisiera plantear en este post es si esas alianzas, que supusieron un beneficio en el pasado, pueden convertirse hoy en una limitación para la expansión y consolidación a nivel nacional del partido de Pablo Iglesias.
En primer lugar, con la debilidad de la marca nacional ya no está tan claro “quién ayuda a quién” electoralmente, si es la marca nacional la que nutre los apoyos de las alianzas locales y regionales o al revés. Un partido con capacidad de éxito a nivel nacional tiene autoridad sobre el resto porque las externalidades electorales de su triunfo fluyen de arriba a abajo, es decir, de lo estatal hacia lo autonómico y local. Sin embargo, con una marca nacional debilitada puede extenderse la percepción de que la dirección de dichas externalidades se ha invertido, o por lo menos que aquélla fluye con más fuerza de abajo a arriba. Dicho de otra manera, que Podemos es más dependiente de la fuerza electoral de sus aliados locales y regionales que al revés.
De momento, dicha percepción (que será confirmada o no por los resultados de las autonómicas y locales) puede limitar la capacidad de Podemos a la hora de definir las alianzas con otras fuerzas con las que deseen concurrir en las autonómicas y locales. Ya ocurrió tras las elecciones generales de 2016. Entonces, Unidos Podemos pinchó electoralmente, pero sobrevivió mejor donde asistió acompañado de otros partidos. Sus aliados tomaron nota de la nueva correlación de fuerzas y En Marea, por ejemplo, consiguió obligar a Podemos a integrase en la candidatura que presentaron a las elecciones gallegas de septiembre del mismo año.
En segundo lugar, la estructura de alianzas sobre la que se sostiene la fuerza parlamentaria y electoral de Podemos es compleja y descentralizada y requiere, para sostenerla, de un centro potente: un elemento aglutinador que sea algo más que la suma de sus partes. Ese ha sido el papel que ha intentado jugar Podemos en el grupo parlamentario confederal (en la actualidad formado por Podemos, Izquierda Unida, En Marea y En Comú Podem) y en su relación con el resto de aliados (especialmente Compromís, cuyos diputados forman parte del Grupo Mixto). El precio que Podemos paga por su debilidad electoral es mayor que el que pagarían otros partidos. Pone en juego, para empezar, su unidad en la acción parlamentaria.
En tercer lugar, el papel de coordinación de Podemos es complejo no sólo por la heterogeneidad organizativa sobre la que se sostiene (alianzas de partidos que son a su vez coaliciones), sino por las diferentes sensibilidades ideológicas que debe articular. Según los últimos datos del CIS, de Enero de 2018, los votantes ideológicamente más distintos entre sí son los de En Comú Podem (se sitúa en promedio en el 2,8 algo más a la izquierda de Unidos Podemos, cuyo promedio es 3,2) y Compromís-Podemos-EUPV (3,4).
Las diferencias entre confluencias se amplifican cuando se mide la simpatía hacia distintos partidos. Lo muestra el Gráfico 1, donde se recoge el porcentaje de votantes de UP y de las confluencias que “nunca votaría” a cada uno de los principales partidos de ámbito estatal. El orden en el grado de antipatía es el mismo en todos ellos – de más a menos: PP, Ciudadanos, PSOE, IU. Sin embargo, la intensidad es distinta: mayor entre los votantes de En Comú Podem y más baja entre los de Compromís-Podemos-EUPV. Además, la evolución de la política en el último año parece haber amplificado las diferencias entre estos dos partidos: la antipatía de los votantes de En Comú Podem hacia PP, PSOE, Ciudadanos e IU se ha mantenido o aumentado, mientras que el rechazo de los votantes de Compromís hacia esos partidos ha disminuido.
Gráfico 1. Porcentaje de votantes que consideran que “nunca votarían” a PP, PSOE, Ciudadanos y IU por partido
En definitiva, parece que las próximas elecciones autonómicas y locales llegarán en un mal momento para Podemos. Durante esta legislatura no ha sido capaz de expandir y consolidar su fuerza electoral en la arena nacional. Esto limita su capacidad para coordinar y liderar una estructura organizativa ampliamente descentralizada. Quizás Podemos confió al principio en las alianzas territoriales por necesidad, más que por voluntad –al no poder imponerse como partido nacional en esos territorios– y también quizás con la confianza de que su músculo electoral a nivel nacional le permitiría liderar esa estructura descentralizada cómodamente o incluso absorber a sus aliados territoriales. Al no conseguirlo, la estructura que tanto contribuyó a su éxito en el 2015 puede convertirse en un obstáculo para recuperarlo.
Suenan tambores de elecciones a poco más de un año para las próximas autonómicas y municipales. Antes de que los aparatos de los partidos desempolven sus maquinarias para diseñar listas, seleccionar candidatos, perfilar campañas y asignar financiación, algunos tienen pendiente una cuestión todavía más básica: decidir las siglas bajo las que van a concurrir. Las siglas, al fin y al cabo, reflejan alianzas. Y no hay partido que quiera aliarse con los perdedores.
Precisamente por este motivo Pablo Iglesias y Alberto Garzón debatían hace unas semanas sobre el mantenimiento de su alianza electoral para los comicios del 2019 y las siglas bajo las cuales concurrirán en las europeas, autonómicas y locales. Este debate surge por la debilidad de la marca nacional de Unidos Podemos. En concreto, la simpatía hacia Podemos ha caído en el último año entre los votantes de todos los partidos, incluidos los de las confluencias.