Hace pocas semanas me invitaron a una tertulia televisiva en “prime time” para analizar las elecciones generales. La tertulia estaba compuesta por expertos de distintos campos y estuvo marcada por la cortesía, el respeto y la discrepancia constructiva. En ningún momento se elevó la voz, no se interrumpió, no hubo aspavientos, se respetaron turnos y, lo más importante, las réplicas se produjeron tras una escucha activa. Poco rato después, en ese mismo programa, me encontré en medio de otra tertulia con un tono diametralmente opuesto. En esta segunda tertulia imperó la arrogancia, la interrupción como norma y el placer de discrepar por discrepar, incluso antes de saber los argumentos del contertulio.
Ambas tertulias se produjeron en prime time, en el mismo programa y en la misma cadena, pero su tono fue radicalmente opuesto. Tal contraste entre estos dos debates me hizo recordar las recientes investigaciones de la politóloga de la Universidad de Pensilvania, Diana Mutz, sobre esta cuestión. En su libro “In-Your-Face Politics” (que déjenme que traduzca con cierta libertad como la política del “zasca”), Mutz intenta estudiar qué efectos tienen los debates broncos y de dudosos modales sobre la opinión pública. Para ello, grabó dos debates políticos con actores que fingían ser dos candidatos al Congreso norteamericano por un distrito de Indiana. Los dos debates eran exactamente iguales en el contenido, pero uno con un tono cordial y civilizado y el otro con un tono “zasca” (gritos, interrupciones, aspavientos, … y con planos más cerrados de los tertulianos). Posteriormente, pidió a un grupo de personas que vieran el debate “civilizado” y a otro grupo de personas el debate “zasca” con el fin de comparar qué efectos distintos tenía en cada uno de los grupos. Con este experimento, Mutz pudo corroborar empíricamente algunas de las intuiciones que tenemos sobre los efectos de este tipo de debates de bajos modales.
En primer lugar, sus experimentos mostraron que la política del “zasca” consigue activar emocionalmente a la audiencia. Los debates airados y groseros consiguen atraer la atención y poner en estado de alerta a quien lo está viendo. Al provocar una mayor excitación y atención de la audiencia, este tipo de formato también ayuda a que la gente recuerde con mayor facilidad las posiciones políticas que cada contertulio defiende. Así, el tono bronco en las tertulias parece ser la mejor estrategia para atraer la atención y hacer que el mensaje penetre más fácilmente entre la audiencia.
En esos experimentos, Mutz también demostró el tono de la tertulia tiene importantes efectos sobre su éxito. En efecto, el grupo de personas que vieron el debate más agresivo valoraron el programa como más entretenido e interesante que el grupo que vio el debate civilizado. Dicho de otro modo, aunque para algunos pueda resultar desagradable, la política del “zasca” atrae, gusta y, por lo tanto, genera audiencia.
Desde este punto de vista, este tipo de “infotainment” presenta algunas importantes ventajas que deben tenerse en cuenta: generan mayor interés y consiguen que la audiencia se quede más fácilmente con el mensaje. Sin embargo, nada es gratis. Este formato de tertulia o debate más bronco y agresivo tiene, como no podía ser de otra forma, sus inconvenientes. En concreto, según los experimentos de Mutz, este tipo de debates provocan que la audiencia perciba los argumentos del rival como menos legítimos: se rechazan y se consideran erróneos con más facilidad. Debido a ello, los debates agresivos y poco civilizados, a pesar de generar mayor interés, acaban polarizando aún más a la sociedad. Además, Mutz también constató en sus experimentos que la política del “zasca” provoca una mayor desconfianza hacia la política y los políticos. En definitiva, la política del “zasca” alimenta en cierto modo la ya muy preocupante desafección política y consigue que las trincheras políticas en las que se encuentra nuestra opinión pública sean aún más profundas.
En definitiva, el debate público muy a menudo está marcado por el incivismo. Se busca la confrontación, las posiciones extremas y la necesidad incansable de discrepar sin importar con quién y por qué. Los debates en los medios de comunicación a menudo no se cumplen las mínimas normas de respeto y cordialidad que imperarían en cualquier debate o discusión con compañeros, vecinos e incluso familiares y cuñados. El debate público se ha convertido a menudo en zona libre de normas de civismo. Este tono tiene sus ventajas: generan audiencia y facilitan que los espectadores recuerden las posiciones políticas de los políticos, periodistas o analistas que participan en ellas. Sin embargo, deberíamos también ser conscientes de los pasivos que tiene la política del “zasca”: atrinchera ideológicamente la opinión pública y fomenta el descrédito de la política.
Los medios de comunicación “responsables” deberían esforzarse por combinar su presión por el share con la necesidad de contribuir a tener una opinión pública más tolerante y menos desafecta. Se trata de una combinación ciertamente complicada. Pero, quien sabe, quizás la experiencia que viví esa noche en ese programa de televisión era, al fin y al cabo, un esfuerzo más o menos afortunado hacia esa dirección.
Hace pocas semanas me invitaron a una tertulia televisiva en “prime time” para analizar las elecciones generales. La tertulia estaba compuesta por expertos de distintos campos y estuvo marcada por la cortesía, el respeto y la discrepancia constructiva. En ningún momento se elevó la voz, no se interrumpió, no hubo aspavientos, se respetaron turnos y, lo más importante, las réplicas se produjeron tras una escucha activa. Poco rato después, en ese mismo programa, me encontré en medio de otra tertulia con un tono diametralmente opuesto. En esta segunda tertulia imperó la arrogancia, la interrupción como norma y el placer de discrepar por discrepar, incluso antes de saber los argumentos del contertulio.
Ambas tertulias se produjeron en prime time, en el mismo programa y en la misma cadena, pero su tono fue radicalmente opuesto. Tal contraste entre estos dos debates me hizo recordar las recientes investigaciones de la politóloga de la Universidad de Pensilvania, Diana Mutz, sobre esta cuestión. En su libro “In-Your-Face Politics” (que déjenme que traduzca con cierta libertad como la política del “zasca”), Mutz intenta estudiar qué efectos tienen los debates broncos y de dudosos modales sobre la opinión pública. Para ello, grabó dos debates políticos con actores que fingían ser dos candidatos al Congreso norteamericano por un distrito de Indiana. Los dos debates eran exactamente iguales en el contenido, pero uno con un tono cordial y civilizado y el otro con un tono “zasca” (gritos, interrupciones, aspavientos, … y con planos más cerrados de los tertulianos). Posteriormente, pidió a un grupo de personas que vieran el debate “civilizado” y a otro grupo de personas el debate “zasca” con el fin de comparar qué efectos distintos tenía en cada uno de los grupos. Con este experimento, Mutz pudo corroborar empíricamente algunas de las intuiciones que tenemos sobre los efectos de este tipo de debates de bajos modales.