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Oportunidades y retos de las políticas públicas basadas en la evidencia

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Se está hablando mucho sobre Ciencia para las Políticas Públicas (Science for Policy). Pedro Sánchez ha anunciado la creación de una nueva Oficina Nacional de Asesoramiento Científico, la ministra Morant ha impulsado una convocatoria I+P para proyectos de asesoramiento científico a instituciones, la ministra Saiz presentaba el informe sobre Políticas de Inclusión y el ex-ministro Subirats escribía esta semana sobre el tema.

Es una muy buena noticia que muestra un compromiso creciente con el movimiento por las políticas públicas basadas en la evidencia impulsado por organizaciones como el Poverty Action Lab y por cuyo trabajo recibieron el Nobel de Economía Esther Duflo, Abhijit Banerjee y Michael Kremer en 2019. Ahora bien, ¿en qué casos podemos usar la ciencia para la formulación de políticas públicas?, ¿qué evidencia priorizamos? y ¿qué limitaciones tiene esta aproximación?

En primer lugar parece necesario tener clara la distinción entre fijar objetivos políticos y debatir medios técnicos para su logro. La política se encarga de debatir qué objetivos son deseables como sociedad. En relación a juicios de valor no suele existir una verdad, se trata de preferencias, creencias y cuestiones distributivas sobre las que hay ganadores y perdedores: ¿Es preferible más o menos redistribución? ¿Debemos permitir más o menos immigración? Este tipo de preguntas se dirimen en las elecciones y no es tarea de la ciencia establecer qué objetivos debe perseguir una democracia.

Una vez se ha establecido un objetivo político, la evidencia nos puede guiar en cómo alcanzar el objetivo de forma eficaz y eficiente. Esto es importante porque a menudo medidas bienintencionadas no funcionan o incluso tienen un efecto contrario al deseado. Por ejemplo, una política de la India colonial para reducir las cobras acabó aumentando su número. El motivo es que las recompensas por matar cobras motivaron a mucha gente a criarlas y cuando el gobierno retiró la recompensa los criadores las liberaron, agravando el problema original. Críticas parecidas se dan en el debate sobre si limitar el precio del alquiler o prohibir algunas drogas.

Los métodos científicos (caracterizados por la formulación de hipótesis, diseño de investigación, recogida de datos y contrastación) son de gran utilidad para medir los efectos reales de una política. Ahora bien, ¿qué métodos escogemos?, y ¿cómo sabemos qué evidencia es relevante? Es fácil encontrar algún estudio que apoye tu punto de vista así que cualquiera puede decir que su solución está “apoyada por la evidencia”. Pero estaremos en una situación muy diferente si los estudios existentes están divididos al 95/5 o al 50/50. En un momento de gran explosión del conocimiento, una de las funciones más importantes de los expertos en un área de estudio será evaluar el grado de acuerdo científico sobre un tema.

Otra complicación es que la calidad científica de los estudios varía mucho y condiciona los resultados. Por ejemplo, un estudio puede no encontrar un efecto que realmente existe porque a) mide mal las variables principales (tienen mucho error de medida); b) tiene muestras demasiados pequeñas (poder estadístico); c) la población del estudio no es representativa (problemas de auto-selección). Y también pasa lo contrario. Por ejemplo, si queremos evaluar una política de formación a desempleados pero no tenemos en cuenta que la gente que se apunta voluntariamente es más motivada, el efecto estimado será excesivo porque a esa gente le hubiera ido bien incluso sin participar en el programa.

Por estos motivos, hacer políticas públicas basadas en la evidencia requiere mucha cultura científica para distinguir la “buena” de la “mala” ciencia. Este es el propósito de asociaciones como Evidence Based Governance and Politics, que comparten recursos sobre cómo realizar evaluaciones de políticas públicas de calidad, por ejemplo realizando experimentos aleatorizados. Aunque estas metodologías no se enseñan todavía en todas las facultades de ciencias sociales en España, poco a poco van llegando.

Más allá del conocimiento técnico, un escollo importante al avance de las políticas públicas basadas en la evidencia son los sesgos ideológicos que tenemos todas. Los humanos tenemos tendencia a aceptar información que confirma nuestras creencias y rechazamos aquélla que las cuestiona. Un experimento reciente realizado por Pedro Rey Biel y su equipo con alcaldes en España mostraba que estos seguían recomendaciones respaldadas por evidencia en una política pública de bajo coste (poner información sobre su ciudad en wikipedia) – pero solo si quien enviaba información sobre dicha intervención era de su mismo color político. Las sugerencias hechas por actores de ideología diferente se desechaban completamente. Otra investigación en EEUU muestra que los políticos creen más una evidencia científica cuando ésta coincide con las políticas que ya defiende.

En resumen, las políticas públicas basadas en la evidencia son una gran noticia, pero requerirán separar juicios de fines y de medios, agregar de forma efectiva el conocimiento y consciencia de los propios sesgos.

Se está hablando mucho sobre Ciencia para las Políticas Públicas (Science for Policy). Pedro Sánchez ha anunciado la creación de una nueva Oficina Nacional de Asesoramiento Científico, la ministra Morant ha impulsado una convocatoria I+P para proyectos de asesoramiento científico a instituciones, la ministra Saiz presentaba el informe sobre Políticas de Inclusión y el ex-ministro Subirats escribía esta semana sobre el tema.

Es una muy buena noticia que muestra un compromiso creciente con el movimiento por las políticas públicas basadas en la evidencia impulsado por organizaciones como el Poverty Action Lab y por cuyo trabajo recibieron el Nobel de Economía Esther Duflo, Abhijit Banerjee y Michael Kremer en 2019. Ahora bien, ¿en qué casos podemos usar la ciencia para la formulación de políticas públicas?, ¿qué evidencia priorizamos? y ¿qué limitaciones tiene esta aproximación?