¿Historia como guerra cultural?
Es natural preguntarse, como cuestión de curiosidad profesional, por qué los políticos, o algunos de ellos, muestran tanto interés en hablar de historias y geografías más bien alejadas de la vida corriente y las preocupaciones productivas de la gran mayoría de sus representados: de la Conquista de América, de la Guerra Civil, de Venezuela o de Arabia Saudita, por ejemplo. Entiéndase, no es que no sea importante la memoria histórica -y, sobre todo, la recuperación de desaparecidos en la guerra- o que no sea saludable discutir sobre democracia en perspectiva comparada, o que no se pueda tocar la bola de la leyenda negra. Pero de los políticos generalmente sacamos poco al respecto: al fin y al cabo, una leyenda blanca no es menos sandía que una negra, y la cosa suele dar poco más de sí.
No dispongo de una explicación acabada, ya me gustaría, pero se puede especular con que la razón sencilla es que así les hacemos más caso. Puede que haya algo en algunos profesionales de la política, no sé, una como visión gloriosa de sí mismos, que los anime a la retórica sobre ciertos intangibles, pero lo más probable es que el motivo se encuentre en nosotros -y en la prensa, tuiteros y tertulianos que hacen presa de estos asuntos. Tenemos bastantes datos que indican que, en realidad, incluso bajo la apariencia de división, la mayoría nos parecemos bastante en las cosas esenciales, es decir, que la política sobre cuestiones como el estado del bienestar o los impuestos conducen a un debate moderado y, por crucial que sea, graduado. Por ejemplo aquí. Con eso no se va a ningún sitio si se quiere estirar el cuello.
En EEUU ha habido una interesante y larga controversia en las ciencias sociales sobre la verdadera naturaleza de las “guerras culturales” que lanzan algunos políticos y líderes de opinión, pero que no está claro que respondan a una efectiva polarización en la opinión pública. Parece claro que este debate científico lo han ganado quienes insisten en que la polarización es ilusoria (un “mito”, según un libro famoso), creada por los activistas, los medios y los mecanismos de la conversación pública. Lo malo es que las ilusiones tienen efectos reales, y que ganar el debate científico con datos no afecta a los lebreles de las tertulias. Ni a algunos empresarios políticos, que seguirán buscando “asuntos de despegue” que puedan producir cierta polarización, y algún reclamo, aunque sea temporal. El primero que dijo que el tiempo era oro debió de ser un político.
Algo como las guerras culturales parece que nos acecha: la búsqueda de “asuntos de despegue”, con tanto liderazgo como hay por reafirmar, tanto partidismo sin partido claro, tanto interés dizque por la política sin que se lean los periódicos. Esperemos que las guerras no vayan muy lejos, en parte por pudor, pero, sobre todo, que no se acumulen en el camino con cuestiones que sí nos dividen. No parecen ser sino unos primeros pasos, pero podrían acabar metiéndose en cualquier asunto de moral y política que tenga potencial. Tal vez haya que agradecer que de momento la emprendan, sobre todo, con el maniquí de la historia.
La campana de la historia
A primera vista, se diría que los asuntos favorables para dar la campanada histórica tienen estas propiedades: 1. La mayoría se encuentra en una zona de plácida indiferencia sobre el asunto o tiene posiciones moderadas. 2. Existen grupos, pequeños pero no insignificantes, con una posición muy marcada y enfrentada entre sí, lo que asegura la resonancia y el debate. 3. Es más probable que la mayoría parezca caer del lado desde el que se da la campanada que del contrario: aunque solo sea por consentimiento tácito de la mayoría moderada, pues tal vez prefieran evitar el debate, o porque la equidistancia parezca reprobable, el otro extremo pueda marcarse con un estigma, etc. Tal vez esto último solo sea requisito solo en las primeras escaramuzas, luego se puede llegar a una destructiva guerra de posiciones. Por ejemplo, el enfrentamiento sobre el aborto en EEUU, que se ha desplegado como lucha, por momentos, furiosa, para aumentar la influencia sobre una mayoría que se resiste a polarizarse.
Primer ejemplo, la campanada de Casado:
“La hispanidad es, probablemente, la etapa más brillante no de un España, sino del hombre, junto al imperio romano” Pablo Casado, a propósito de la efeméride del doce de octubre 2018“. (octubre pasado).
Dejando de lado lo grotesco de la frase o el hecho de que la imagen que tienen muchos votantes de Casado de la “hispanidad” entendida como conjunto humano intercontinental deja un poco que desear -ya hablaremos de eso- si lo miramos bajo el prisma del orgullo español, como muestra el gráfico siguiente, se trata de un asunto que cumple los requisitos. Ambos extremos, aunque relativamente poco numerosos tienen posiciones muy polarizadas, por lo que es esperable que lo que se diga resuene. Por otra parte, el grueso de los ciudadanos tiene una actitud más bien templada (España es uno de los países menos orgullosos de sí mismos, según varias encuestas internacionales), pero puestos a decir algo, mejor asentir o callar que tomar distancia del orgullo nacional.
Segundo ejemplo, la campanada de Iglesias:
“Es inimaginable en Alemania un video de dos ancianos, uno en un campo de concentración con un traje a rayas y otro con uno de las SS”. (Septiembre pasado, sobre la exhibición de un video sobre la reconciliación entre dos ancianos que se enfrentaron en la Batalla del Ebro, realizado para celebrar la Constitución).
La comparación de ambas situaciones es atrabiliaria y consiguió unas esperables reacciones coléricas por “ambos” lados. La memoria real, persona por persona, de la Guerra Civil ha dejado un rastro todavía evidente en las encuestas. Por ejemplo, aun hoy, la memoria de participación en el bando republicano tiene especial fuerza entre los obreros cualificados y entre la clase media-alta (la burguesía laica de izquierdas), mientras que la memoria de participación con los nacionales se observa con particular frecuencia entre las personas de “vieja clase media”: los descendientes de campesinos, comerciantes, artesanos y pequeños propietarios… (Los del pijama de rayas son los primeros, los guardianes del Lager, los segundos). Otro ejemplo notable: hoy en día, tener un pasado familiar republicano es una de las características que mejor explica el declararse ateo o irreligioso. Puede que tenga que ver con lo que sucedió en ambos bandos, es solo una hipótesis. Pero vamos a la polarización: la extrema izquierda y la extrema derecha recuerdan sus bandos respectivos con claridad, las posiciones más moderadas, que con mucho son las más frecuentes, han olvidado mucho, o recuerdan haber estado divididos, o haber detestado a los dos bandos.
Sin embargo, con mayor o menor memoria, la identificación con el bando nacional es muy débil. Prácticamente el 60% prefiere no elegir bando cuando se le pregunta, pero, entre los que lo hacen, el bando elegido es el republicano en tres de cada cuatro casos. Si la detonación hace eco entre los fieles y los zelotes del bando opuesto es difícil que encuentre oposición entre la mayoría moderada, que antes prefiere callar que parecer lo que no es.
Estos dos ejemplos, en fin, me parecen ilustraciones de una cierta estrategia de agitación. La mayoría prefiere no sacar pecho ibérico de orgullo español y la mayoría, seguramente, prefiere algún tipo de reconciliación. Pero sabemos que no es fácil decirlo en público, y se trata de que sea aún más difícil.