El Partido Popular ha decidido que Julio, a apenas unos meses de que concluya la legislatura, es el momento idóneo para presentar una reforma radical del sistema electoral que se aplica en los ayuntamientos. ¿Qué motivos hay para ello?
A riesgo de simplificar, podemos decir que los sistemas electorales se mueven entre dos extremos: aquellos que privilegian la representación en las instituciones de la pluralidad de preferencias e intereses que existen en la sociedad -y que aspiran a crear sistemas de representación que obligan al pacto, la negociación y el compromiso entre esas diferentes fuerzas políticas-, y aquellos que, reconociendo esa pluralidad de preferencias e intereses, crean artificialmente una mayoría política a partir de una minoría social algo más grande que las demás. No es el momento de valorar los pros y contras de los sistemas electorales que se orientan hacia cada uno de estos dos extremos. Valga sólo decir que todos los sistemas electorales aspiran de un modo u otro a hacer las dos cosas (representar fielmente los intereses que hay en la sociedad, y facilitar la formación de gobiernos premiando a las opciones más votados), y que hacer las dos cosas a la vez es, en el extremo, imposible.
Aunque se suele señalar la extrema proporcionalidad del sistema electoral que rige en nuestros ayuntamientos y que supuestamente dificulta que los partidos más votados puedan formar gobierno, es necesario siempre recordar que nuestro régimen electoral local tiene dos elementos que ya favorecen artificialmente la formación de gobiernos por los partidos con más votantes: una alta barrera de entrada para los partidos pequeños (5 por ciento), lo que hace que sistemáticamente los partidos grandes tengan un porcentaje mayor de concejales que de votos, y la regla que exige que para investir a un(a) alcalde(sa) que no sea de la lista más votada sea necesario el voto afirmativo de más de la mitad del pleno del ayuntamiento. Salvando estos dos sesgos claramente “pro-mayoritarios”, el sistema aspira a representar la pluralidad de preferencias que existen en los municipios, y en caso de ausencia de una voluntad claramente mayoritaria a favor de una lista determinada, “obliga” a los representantes de cada uno de esos partidos a negociar y pactar gobiernos que tengan, al sumar a sus respectivos votantes, una mayoría de ciudadanos detrás.
Esta necesidad de negociar (“pactos de despacho”, en el lenguaje despectivo del portavoz popular) no nace de ninguna conspiración, sino lisa y sencillamente de la convicción -central a la lógica del sistema electoral y al parlamentarismo que nos hemos dado en democracia- de que es preferible tener un gobierno apoyado por representantes que aunque pertenezcan a diferentes fuerzas políticas tienen a una mayoría de ciudadanos detrás, que un gobierno apoyado solamente por una minoría de los ciudadanos.
Evidentemente, nuestro sistema electoral local es uno entre muchos posibles. Algunos países dan “premios de representación” al primer partido (Grecia, Italia), o adoptan fórmulas mayoritarias (Reino Unido, Francia), para que el partido con más votos, aunque esté en minoría, pueda formar gobierno con más facilidad. Es perfectamente razonable que alguien proponga un cambio en esa dirección, pero ¿qué justificación hay en el contexto actual más allá de que el partido que lo propone saldría claramente beneficiado? ¿Tenemos acaso un problema de gobernabilidad en los gobiernos locales? ¿Son los ayuntamientos gobernados por mayorías absolutas menos corruptos, proveen mejores servicios públicos, tienen administraciones más imparciales, son más eficientes? ¿Están los ciudadanos que viven en ciudades y pueblos gobernados por coaliciones o “gobiernos de perdedores” menos satisfechos con sus instituciones que los que están gobernados por partidos que disfrutan de mayorías absolutas?
Si pudiéramos responder en positivo a estas preguntas, todos deberíamos reconocer la necesidad de abrir un debate sobre un posible sesgo excesivamente “representativo” de nuestro sistema electoral local, y discutir sobre posibles formas de incentivar los gobiernos de un único partido en las corporaciones locales. Pero no parece ser el caso: a los que proponen enterrar el sistema electoral local les han bastado cuatro chascarrillos de barra de bar -el portavoz popular ha llegado a hablar de la necesidad de fortalecer la “democracia directa” (!?)- para llevar al Congreso una propuesta radical de cambio de las reglas de juego.
Y no nos engañemos: la propuesta que está ahora en el registro del Congreso de los Diputados es un cambio radical de modelo de representación política municipal: si se convirtiera en ley, un partido no necesitaría más del 35% de los votos válidos para tener una mayoría absoluta en el pleno si saca más de cinco puntos porcentuales al segundo, y le bastaría con el 30% si saca diez al segundo. En caso de que ningún partido alcanzara esa mayoría absoluta, se prevé una segunda vuelta en la participarían todos los partidos que hayan obtenido más del 15% de los votos (podrían ser hasta seis partidos) y en la que el partido que quede primero con el 40% de los votos o con siete puntos de diferencia respecto al segundo (podría ser incluso con menos del 30% de los votos), volvería a tener una mayoría absoluta de concejales.
El nuevo sistema generaría artificialmente muchas más mayorías absolutas que las que tenemos ahora: un partido rechazado por el 70% del electorado podría tener más de la mitad de los concejales del pleno, sólo porque el resto de los partidos han decidido presentarse en candidaturas diferentes. Desterraríamos de los ayuntamientos la obligación de pactar, de negociar, de llegar a compromisos con otras fuerzas políticas. Y todo por una curiosa sospecha de que esos acuerdos empeoran la calidad de nuestra democracia.
Además, el sistema de “premios” de representación que prevé la propuesta hacia el primer partido -mayores cuanto mayor sea la diferencia respecto al segundo- generaría unos incentivos bastante curiosos. Los partidos que vayan por delante en los sondeos harían seguramente bien en dedicar más recursos en reducir los votos de los contrincantes que en aumentar los propios: una receta maravillosa para tener campañas electorales constructivas y en positivo que reenganchen a la ciudadanía con el sistema político.
En definitiva, es muy triste que casi lo mejor que podemos decir de una propuesta sin justificación y que cambiaría radicalmente las reglas básicas de nuestro “parlamentarismo” local es que ni siquiera sus defensores se la crean demasiado, y que muy probablemente se trate sólo una propuesta sonajero para tenernos entretenidos.
El Partido Popular ha decidido que Julio, a apenas unos meses de que concluya la legislatura, es el momento idóneo para presentar una reforma radical del sistema electoral que se aplica en los ayuntamientos. ¿Qué motivos hay para ello?
A riesgo de simplificar, podemos decir que los sistemas electorales se mueven entre dos extremos: aquellos que privilegian la representación en las instituciones de la pluralidad de preferencias e intereses que existen en la sociedad -y que aspiran a crear sistemas de representación que obligan al pacto, la negociación y el compromiso entre esas diferentes fuerzas políticas-, y aquellos que, reconociendo esa pluralidad de preferencias e intereses, crean artificialmente una mayoría política a partir de una minoría social algo más grande que las demás. No es el momento de valorar los pros y contras de los sistemas electorales que se orientan hacia cada uno de estos dos extremos. Valga sólo decir que todos los sistemas electorales aspiran de un modo u otro a hacer las dos cosas (representar fielmente los intereses que hay en la sociedad, y facilitar la formación de gobiernos premiando a las opciones más votados), y que hacer las dos cosas a la vez es, en el extremo, imposible.