Uno de los lugares comunes de los últimos años es que la socialdemocracia está en crisis. Los que argumentan esta hipótesis se reparten entre la melancolía y confusión. Así, los primeros echan de menos el pasado y, en el mejor de los casos, proponen recuperar las “esencias que se perdieron”. En cambio, los que viven sumidos en la confusión, no saben muy bien qué ha pasado ni tampoco aciertan a pronosticar hacia dónde vamos. La pregunta que surge es: ¿por qué se han extendido estos sentimientos?
Para algunos, que los partidos socialistas hayan pasado a la oposición en muchas de las democracias desarrolladas, sería una muestra de la incapacidad de la izquierda para hacerse con el apoyo mayoritario de la sociedad. Esta pérdida de poder reflejaría el estado de crisis de la socialdemocracia. No obstante, los que argumentan esta hipótesis, olvidan que los partidos progresistas no gobiernan siempre. De hecho, acceden al poder con menos probabilidad que los conservadores. Los datos de las principales democracias desarrolladas muestran que, desde 1980, sólo el 25 por ciento de los gobiernos pueden definirse como progresistas. Esta cifra es inferior si analizamos el periodo entre 1940-1979 (La crisis de la socialdemocracia: ¿Qué crisis?, Catarata, página 49).
Para otros, en cambio, la crisis de la izquierda se circunscribe a la falta de un relato. Seguramente, este problema no sólo parece más verosímil, sino que además es más importante que la pérdida de poder y es más urgente su resolución. No obstante, que no haya todavía un relato conocido y defendido de forma contundente por las fuerzas progresistas, no significa que no se pueda construir. De hecho, esto es lo que está sucediendo en estos momentos. La izquierda está en un proceso muy conocido en su trayectoria política: adaptarse a las circunstancias. Pero, ¿cuál puede ser este relato?
Para poder elaborar un proyecto político es necesario realizar un análisis certero de la realidad. En estos momentos, la ciudadanía tiene por delante dos retos: el refuerzo de la democracia y la lucha contra la desigualdad. Pero vayamos por partes.
Para poder resolver el primero de los desafíos podríamos recuperar el lema de Willy Brandt en 1969: “atrevámonos a más democracia”. Pero, ¿qué ha pasado para que la izquierda necesite reaccionar democráticamente? Los sistemas políticos contemporáneos no sólo están en cuestión por la crisis económica. En los últimos años, las instituciones representativas, las que votamos los ciudadanos, han perdido mucho de su poder político. Ya sea porque lo han cedido a otras instituciones supranacionales o porque instituciones contramayoritarias han ganado poder, los parlamentos y los gobiernos tienen cada vez menos margen de maniobra. Por ello, el primero de los retos es llenar de más contenido y más poder político a las instituciones representativas. Esto significa que la solución a los problemas de la democracia estás relacionados con la idea de representación, y no tanto con procesos de democracia directa y deliberativa. Dicho de otra forma, no serviría de nada que la ciudadanía votase todos los días sobre miles de cuestiones, si luego estas decisiones no se pueden traducir en poder político. Por ello, estamos ante un problema de representación. O como reivindican las movilizaciones ciudadanas: “no nos representan”. Este lema no debe observarse sólo como un cuestionamiento de los partidos tradicionales, sino que también refleja la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia y sus instituciones. Pero no significa que la ciudadanía haya dejado de confiar en la democracia, sino que objeta su funcionamiento.
El segundo de los desafíos es la desigualdad. Tal y como reflejaba ayer el ObSERvatorio de My Word para la Cadena SER, la mayoría de los españoles perciben que la desigualdad y la movilidad social ha empeorado en los últimos años. Pero no es sólo una percepción subjetiva. Los indicadores de desigualdad demuestran que la crisis económica ha afectado de forma profunda a la distribución de la renta: mientras que el decil más rico ha aumentado su renta disponible desde que comenzó la crisis, los deciles más pobres han empeorado notablemente. Además, el aumento de la desigualdad es algo que va más allá de los últimos 5 años. Si echamos la vista a los últimos 100 años, veremos que, desde los años 80, la desigualdad, en el mejor de los casos, se mantiene constante, mientras que lugares como Estados Unidos, Reino Unido o Suecia ha aumentado. Es decir, en los últimos 30 años la redistribución se ha frenado.
Por todo ello, la izquierda debe incorporar como uno de los retos del futuro mejorar la capacidad redistributiva de sus políticas. No es sólo cuestión de si el reparto de la riqueza debe realizarse a través de la intervención del Estado o de los mercados (ver los dos magníficos posts al respecto de José Fernández-Albertos: post I y post II). Seguramente, los dos instrumentos son válidos y tanto el gasto público como la regulación de los mercados (especialmente el de trabajo, acabando con la dualidad) pueden contribuir a generar más igualdad. A lo que me refiero es que la izquierda debe incorporar como parte fundamental de su relato la lucha contra las desigualdades. En los últimos tiempos, la socialdemocracia ha hablado mucho de la igualdad de oportunidades. En cambio, sus discursos hacían menos referencias a las diferencias entre ricos y pobres y al bienestar de la parte más baja de la sociedad. Además, junto a la redistribución de la renta, tampoco debería olvidar que la riqueza está muy desigualmente distribuida y que es necesario realizar políticas que contribuyan a un mejor reparto de la propiedad.
En definitiva, se trataría de construir un relato con dos ideas fuerza: más democracia y más igualdad. Ambos desafíos están íntimamente relacionados, puesto que no es posible luchar contra las desigualdades sin un poder político fuerte. Si la socialdemocracia es capaz de dar respuesta a estos dos retos, habrá vuelto a sintonizar con las demandas de la mayoría de la sociedad.
Uno de los lugares comunes de los últimos años es que la socialdemocracia está en crisis. Los que argumentan esta hipótesis se reparten entre la melancolía y confusión. Así, los primeros echan de menos el pasado y, en el mejor de los casos, proponen recuperar las “esencias que se perdieron”. En cambio, los que viven sumidos en la confusión, no saben muy bien qué ha pasado ni tampoco aciertan a pronosticar hacia dónde vamos. La pregunta que surge es: ¿por qué se han extendido estos sentimientos?
Para algunos, que los partidos socialistas hayan pasado a la oposición en muchas de las democracias desarrolladas, sería una muestra de la incapacidad de la izquierda para hacerse con el apoyo mayoritario de la sociedad. Esta pérdida de poder reflejaría el estado de crisis de la socialdemocracia. No obstante, los que argumentan esta hipótesis, olvidan que los partidos progresistas no gobiernan siempre. De hecho, acceden al poder con menos probabilidad que los conservadores. Los datos de las principales democracias desarrolladas muestran que, desde 1980, sólo el 25 por ciento de los gobiernos pueden definirse como progresistas. Esta cifra es inferior si analizamos el periodo entre 1940-1979 (La crisis de la socialdemocracia: ¿Qué crisis?, Catarata, página 49).