Prácticamente desde el comienzo de 2013, los estudios de opinión vienen apuntando a que el “déficit político” -entendido como la diferencia negativa entre lo que el poder político ofrece a la ciudadanía y lo que ésta demanda o espera de aquél- se ha disparado en España. Los datos son elocuentes al respecto. Los ciudadanos confían hoy más en los movimientos y organizaciones sociales, como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que en los partidos políticos para defender sus intereses. El malestar político ha dado paso a una desconfianza sin precedentes en las principales instituciones políticas al estar incluido el Rey, por primera vez en la democracia, en el listado de actores cuya gestión es rechazada, mayoritariamente, por los ciudadanos. Los apoyos del PP y del PSOE se mantienen, respectivamente, bajo mínimos históricos (desde febrero no suman, entre ambos, el 50% del voto estimado, según los sondeos realizados por Metroscopia para El País), acentuando, así, la percepción de crisis del sistema político que se construyó en la transición, sobre la base de un bipartidismo imperfecto y cuyo objetivo era garantizar la gobernabilidad.
En realidad, llueve sobre mojado. Las señales de crisis política comenzaron hace más de tres años, cuando la clase política saltó al tercer puesto del ranking de problemas que, a juicio de los ciudadanos, tiene España. De acuerdo con los datos del CIS, entre febrero de 2010 y enero de 2013 la clase política ha sido considerada, ininterrumpidamente, el tercer problema del país. En febrero y marzo de 2013 la corrupción y el fraude han sido, después del paro, la segunda preocupación de la ciudadanía (por delante de los problemas de índole económica que quedaban relegados al tercer puesto). Los políticos, los partidos y la política aparecían como cuarto problema. A ello habría que sumar el suspenso que vienen recibiendo los líderes políticos de ámbito nacional desde hace casi cinco años. Y es que, desde julio de 2008, ningún líder político ha conseguido el aprobado de los ciudadanos. Ni siquiera Rajoy, tras ganar por una aplastante mayoría las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011, comenzó su mandato con un aprobado de los ciudadanos. Las expectativas creadas con su llegada a La Moncloa no sólo se vieron rápidamente frustradas, sino que contribuyeron a aumentar el malestar político.
Así, por tanto, la desconfianza y la insatisfacción con la política y los políticos (tradicionales) han caracterizado las actitudes (políticas) de los ciudadanos en los últimos años. No obstante, en los últimos meses la percepción de crisis política parece haberse acentuado. La combinación de los escándalos de corrupción (con los casos Urdangarin, Bárcenas y EREs de Andalucía a la cabeza) que han venido marcando la actualidad política desde el comienzo de este año, junto al incremento del activismo político que han protagonizado dos de los colectivos (afectados por el drama de los desahucios y afectados por la estafa de las preferentes) que han generado mayor empatía social, han puesto el foco de atención en el comportamiento poco virtuoso de los “élites” (como actores privilegiados), frente a los problemas que sufre el “pueblo” (como único pagano de la crisis).
De este modo, en los últimos meses, la brecha entre los ciudadanos y sus representantes se ha ampliado, haciendo que la crisis política esté derivando no ya en una crisis institucional, sino en una crisis de representación política. Frente al manido discurso (muy utilizado por el establishment) sobre el alejamiento de los ciudadanos de la política, lo que se está poniendo de manifiesto es que, ante la falta de respuesta o la respuesta tardía de una clase política encerrada en sí misma, la sociedad civil pretende influir en la política para defender sus intereses “directamente” En este sentido, los escraches -más allá de las objeciones que se puedan plantear como forma de movilización política-, son una llamada de atención sobre la necesidad de mejorar los cauces de representación política de los ciudadanos.
Una reciente encuesta (realizada por la empresa My Word para la Cadena Ser, 15 de abril) reflejaba que el 57% de los ciudadanos considera que la “democracia podría funcionar sin partidos políticos, mediante plataformas sociales que los ciudadanos elegirían para la gestión de los asuntos públicos”, frente a un 43% que, por el contrario, opina que los “partidos políticos, aunque tienen imperfecciones, son necesarios para el funcionamiento de la democracia”. Puede ser que estas respuestas estén muy condicionadas por el contexto actual y que, por ende, no quepa extraer conclusiones apresuradas. Pero hay que tener en cuenta que la última vez, octubre de 2010, que el CIS hizo una pregunta similar a los españoles, ya se advertía un considerable descenso del porcentaje, aunque mayoritario, de aquéllos que consideraban a las partidos políticos como piezas imprescindibles del sistema democrático (gráfico1).
Ante un proceso progresivo de deterioro de la confianza política de los ciudadanos, hace ya tiempo que las principales fuerzas políticas tenían que haber reaccionado. No lo hicieron ante las primeras señales de aumento del “déficit político”, y ahora su reacción está siendo manifiestamente mejorable, cuando no contraproducente. Desde el planteamiento de que la crisis política se disipará en cuanto la economía se recupere y con una calendario electoral todavía lejano (hasta elecciones europeas de 2014 no hay prevista ninguna convocatoria electoral), el PP se mueve entre la espiral del silencio (en lo que a la corrupción que afecta su partido se refiere), el discurso político vacuo (con la premisa de que la esperada Ley de Transparencia tenga un efecto taumatúrgico) y la criminalización de los movimientos sociales que cuentan con mayor respaldo ciudadano (incluidos los votantes del PP). Mientras los populares ganan tiempo, a la espera de los primeros “brotes verdes” que se produzcan en la economía le sirvan como un bálsamo social, la principal preocupación del gobierno de Rajoy parece ser la de que no cristalice ningún frente amplio de protestas sociales (y, menos aún, del que también formen partes los votantes del PP). Y para lograrlo los populares están empleándose a fondo en la estrategia de la división y la difamación de los movimientos sociales (con términos tan exagerados y fuera de tono como comparar a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca con ETA y el régimen nazi). Por otra parte, la débil situación en la que se encuentra el PSOE tampoco ayuda a que se abra paso, el debate sobre la necesidad de dar una respuesta a la crisis política. La voz de los partidos minoritarios que proponen cambios políticos, aunque creciente, no es suficiente.
El contraste entre una ciudadanía que reclama una mejora del sistema político y unas fuerzas políticas que se esconden, tras las buenas palabras, para no hacer ningún cambio es lo que está llevando a la política a una situación de bloqueo. Cada vez más, la política y los políticos se blindan (con discursos en diferido, con actos en circuitos cerrados y controlados, etcétera) contra una ciudadanía a la que “paradójicamente” dicen representar. Pero, precisamente, sería el momento de que, pese a las dificultades, la política institucional bajase a la calle (e hiciera gala de una política de puertas abiertas). Y lo hiciera, además, para evitar que el populismo político pueda prender en la sociedad española. Sin reacción por parte de la política institucional, el campo está vez más abonado para ello. Al menos, parece salvarse de la parálisis institucional, el poder judicial que está desempeñando una importante labor en la defensa de los derechos de los ciudadanos, frente a los (flagrantes) abusos de las entidades financieras.
Prácticamente desde el comienzo de 2013, los estudios de opinión vienen apuntando a que el “déficit político” -entendido como la diferencia negativa entre lo que el poder político ofrece a la ciudadanía y lo que ésta demanda o espera de aquél- se ha disparado en España. Los datos son elocuentes al respecto. Los ciudadanos confían hoy más en los movimientos y organizaciones sociales, como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que en los partidos políticos para defender sus intereses. El malestar político ha dado paso a una desconfianza sin precedentes en las principales instituciones políticas al estar incluido el Rey, por primera vez en la democracia, en el listado de actores cuya gestión es rechazada, mayoritariamente, por los ciudadanos. Los apoyos del PP y del PSOE se mantienen, respectivamente, bajo mínimos históricos (desde febrero no suman, entre ambos, el 50% del voto estimado, según los sondeos realizados por Metroscopia para El País), acentuando, así, la percepción de crisis del sistema político que se construyó en la transición, sobre la base de un bipartidismo imperfecto y cuyo objetivo era garantizar la gobernabilidad.
En realidad, llueve sobre mojado. Las señales de crisis política comenzaron hace más de tres años, cuando la clase política saltó al tercer puesto del ranking de problemas que, a juicio de los ciudadanos, tiene España. De acuerdo con los datos del CIS, entre febrero de 2010 y enero de 2013 la clase política ha sido considerada, ininterrumpidamente, el tercer problema del país. En febrero y marzo de 2013 la corrupción y el fraude han sido, después del paro, la segunda preocupación de la ciudadanía (por delante de los problemas de índole económica que quedaban relegados al tercer puesto). Los políticos, los partidos y la política aparecían como cuarto problema. A ello habría que sumar el suspenso que vienen recibiendo los líderes políticos de ámbito nacional desde hace casi cinco años. Y es que, desde julio de 2008, ningún líder político ha conseguido el aprobado de los ciudadanos. Ni siquiera Rajoy, tras ganar por una aplastante mayoría las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011, comenzó su mandato con un aprobado de los ciudadanos. Las expectativas creadas con su llegada a La Moncloa no sólo se vieron rápidamente frustradas, sino que contribuyeron a aumentar el malestar político.