Alejado, al menos de momento, el fantasma de un posible rescate económico, y con la crisis social como telón de fondo, el arranque del nuevo año se ha caracterizado en España por la actualidad que han (re)cobrado los casos de corrupción.
En la última semana -que, en términos políticos, podemos calificar de negra- han coincidido, mediáticamente:
a) el caso Pallerols: financiación irregular de Unió Democràtica de Catalunya, con vodevil incluido al retractarse Duran i Lleida de su otrora intención de dimitir si se demostraban los hechos delictivos.
b) el caso Nóos: con nueva información y, además, comprometedora para el rey sobre el presunto entramado de Iñaki Urdangarín.
c) el caso Baltar: sobre las contrataciones irregulares que han llevado al ex presidente de la Diputación de Orense, José Luis Baltar, a darse de baja en el PP tras ser imputado por prevaricación.
A estos casos se unen los detalles que han seguido conociéndose sobre el comportamiento delictivo del ex presidente de la CEOE (Gerardo Díaz Ferrán) o, la más que sospechosa, adjudicación de la gestión de los análisis clínicos en los hospitales recientemente privatizados en Madrid a la empresa (Unilabs España) para la que trabaja Juan José Güemes (ex consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid).
La avalancha de estos casos se produce, además, en un momento marcado por la indignación social que ha causado el fichaje de Rodrigo Rato por parte de Telefónica o la deficiente gestión realizada por el Ayuntamiento de Madrid en el caso Madrid Arena.
De este modo, la sombra de la corrupción (en todas sus vertientes: financiación ilegal de los partidos, tráfico de influencias, etcétera) y la percepción de comportamientos poco ejemplares (puertas giratorias entre la política y el sector empresarial, falta de asunción de responsabilidades políticas, etcétera), planean sobre diferentes instituciones (entre las que se encuentra la monarquía), niveles de gobierno y colectivos (empresarios y políticos). Y vuelve a colocar a las “élites” y, en especial, a la clase política en el punto de mira de los ciudadanos; ahondando en el discurso sobre los privilegios, impunidad y arbitrariedad con la que actúan esas élites, frente a una ciudadanía que está pagando toda la factura social de la crisis económica.
La gran repercusión mediática de estos casos ha tenido un rápido y claro impacto en la opinión pública. De acuerdo con una reciente encuesta realizada por Metroscopia, el 96% de los ciudadanos (10 puntos porcentuales más que hace un año y medio) considera que existe mucha o bastante corrupción en la vida política española. Si bien, hay una cierta polarización de opiniones cuando se pregunta si la corrupción que existe en el ámbito político es mayor, menor o igual que la que existe en la sociedad. Un 50% cree que es mayor, frente a un 40% que considera que es igual. Por otra parte, es ampliamente mayoritaria la opinión de que ahora hay más corrupción que la que había hace dos o tres décadas en España y que, en comparación con otros países de nuestro entorno, ésta es mayor.
Respecto a las causas que explicarían la existencia de la corrupción política en España, y siguiendo los datos de la encuesta de Metroscopia, la práctica totalidad (más del 90%) de los ciudadanos está de acuerdo con las afirmaciones de que los partidos tienden a tapar y proteger a sus militantes corruptos y que la lentitud de la justicia hace muy difícil luchar de forma eficaz contra este problema.
Pero, también, llama la atención el mea culpa que entonan los propios ciudadanos al admitir que el hecho de votar a listas electorales entre las que se incluyen personas acusadas de corrupción resulta negativo o que habría que ser más severos e intransigentes con los corruptos y deshonestos. Si bien, estas respuestas críticas pueden estar sobredimensionadas por el efecto de la deseabilidad social que lleva a los encuestados a responder aquello que creen que tiene mayor aceptación social (y, más aún, cuando la pregunta se formula en términos de si los ciudadanos están o no de acuerdo con diferentes afirmaciones).
En todo caso, los resultados de esta encuesta apuntan en la misma dirección que el estudio (barómetro de junio de 2011) que realizó, hace un año y medio, el CIS para conocer las actitudes de los ciudadanos ante la corrupción. El rechazo a la corrupción contrasta con las actitudes ambivalentes que muestran los ciudadanos respecto a este problema. Así, al tiempo que se percibe un elevado grado de corrupción (en casi todos los ámbitos y colectivos), la mayoría de los ciudadanos considera que los españoles cumplen poco o nada las leyes. O, mientras la honradez (frente a la eficacia, la preparación y la cercanía) parece ser la cualidad que más valoran los ciudadanos de un político, la mayoría considera que los españoles son muy o bastante tolerantes con la corrupción.
En la misma línea, nos encontramos que en un país en el que la corrupción está poco penalizada en las urnas (ver al respecto el capítulo “Los electores ante la corrupción”, incluido en el Informe sobre la democracia en España 2012), la mayoría de los ciudadanos considera que lo más importante es que los políticos cumplan siempre con las leyes, incluso si eso les hiciera ser menos eficaces a la hora de resolver los problemas de los ciudadanos. Pero ¿cómo exigir, por tanto, a los políticos que cumplan con las leyes si consideramos que los ciudadanos tampoco lo hacemos? Esa contradicción puede llevar implícita un cierto grado de compresión hacia los comportamientos corruptos, aunque los ciudadanos los reprueben socialmente.
El amplio margen que da la ambivalencia (cuando no cinismo político) de los ciudadanos sobre este tema, junto al cálculo de que la corrupción apenas les pasa factura, es lo que sigue haciendo que, más allá de las declaraciones genéricas, los partidos no consideren una prioridad afianzar la lucha contra la corrupción, ni concedan una gran importancia al valor de la ejemplaridad y la transparencia. No obstante, puede que, desde una perspectiva cortoplacista, se estén olvidando de tener en cuenta las siguientes consideraciones:
- Recuperada la democracia, y tras los primeros quince años de rodaje democrático, el problema de la corrupción entró de lleno en el debate público en la primera mitad de los años 90. Entonces, los casos de corrupción, en forma de apropiación indebida de recursos públicos por parte de responsables políticos, acosaban al gobierno socialista de Felipe González. La corrupción terminó por identificarse con la marca PSOE y la Administración central. Independientemente de la factura electoral, los socialistas tuvieron que afrontar durante mucho tiempo el estigma de la corrupción. Entre los años 2000 y 2009, y al calor de la burbuja inmobiliaria, la corrupción ha estado ligada, fundamentalmente, al urbanismo y a los niveles autonómico y local de la Administración; y ha acabado salpicando a la mayoría los partidos políticos. En esa etapa, el enriquecimiento indebido por parte de cargos públicos iba acompañado, en no pocas ocasiones, de la puesta en marcha de proyectos urbanísticos que generaban riqueza (en forma de empleos o reactivación económica de un determinado territorio). Algo que también puede contribuir a explicar por qué los electores, en muchas ocasiones, no sólo no han castigado con su voto a políticos corruptos, sino que los han premiado. Pero ahora, nuevamente, vuelve al primer plano de la actualidad el tipo de corrupción basada únicamente en el enriquecimiento personal (sin efectos colaterales de generación de riqueza para algunos ciudadanos). Y lo hace en un momento en el que la mayoría de los partidos son percibidos como corruptos y, lo que es más importante, en el que la sombra de la corrupción parece haber alcanzado a una de las pocas instituciones que se libraba de la sospecha: la monarquía. Esto puede hacer que se produzca un punto de inflexión en la percepción de la corrupción desde el punto de vista cualitativo (reforzando la demanda de regeneración democrática).
- Aunque ahora se haya podido producir un nuevo repunte por la alarma social creada con los últimos casos, la preocupación por la corrupción ya estaba asentada en la opinión pública. De acuerdo con la serie de datos del CIS, la consideración por los ciudadanos de la corrupción y el fraude como un problema del país ha seguido, aunque con altibajos, una tendencia negativa desde noviembre de 2009 (poniéndose fin, en lo que respecta a este problema, a la relativa calma vivida, a nivel nacional, entre 1996 y esa fecha). Y desde enero de 2012 (con un acusado repunte entre los meses de noviembre y diciembre pasados) se observa, además, una etapa negativa caracterizada por el incremento de la preocupación ciudadana por este problema, situándose ésta en una franja alta, sólo superada por las cifras récord que se alcanzaron entre septiembre de 1994 y febrero de 1996.
- Tras casi tres años en los que la popularidad de los políticos y la política ha estado bajo mínimos, los casos de corrupción sólo pueden contribuir a agrandar el ya de por sí elevado malestar político que sienten los ciudadanos, así como su actual insatisfacción con el funcionamiento de la democracia.
Por todo ello, la clase política no debería plantearse el problema de la corrupción en términos aislados o exclusivamente electorales (pues, además, lo que, hasta ahora, el electorado ha pasado por alto, puede terminar castigándolo en las urnas). En medio de una grave crisis económica, política y social, y cuando se están exigiendo grandes sacrificios a la ciudadanía, el liderazgo político exige grandes dosis de ejemplaridad. Algo que más que en leyes, se materializa en comportamientos y gestos políticos diarios. En este sentido, no cabe esperar que la futura ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno (todavía en fase de tramitación parlamentaria) tenga, por sí misma, un efecto taumatúrgico.