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Concíliate con tu hedonismo

El feminismo, como toda batalla social contra la vida y sus tiranteces, tiene greatest hits sempiternos: prostitución sí, prostitución no, identidades queer, identidades binarias, maternidades variopintas... Y un tema del que todavía me pregunto cómo se ha colado casi en exclusiva en terreno amazona: la conciliación; ese fragmento de reloj resquebrajado que queda entre dormir y conseguir pagar las facturas.

La conciliación vino a la agenda feminista como el supremo derecho de una madre a dedicarse a los cuidados de su prole, en lugar de haberse defendido de primeras como el derecho individual de cualquier persona a disponer de un equilibrio entre las facetas profesionales y las de otro tipo de cuidados, quehaceres o las de asueto, sean estas dedicarse a la reproducción, la cría de agapantos, entrenar una maratón o la vida contemplativa.

El hecho es que, aun siendo una elección que en la mayoría de los casos resulta voluntaria, o cuanto menos, opcional, en esto de la conciliación persiste la supremacía de los individuos que se han reproducido –especialmente madres– frente a los que no. Son normas no escritas, pactos tácitos como mayor flexibilidad horaria, prioridad en la elección de vacaciones o directamente, la carga de trabajo fuera del horario habitual. ¿Es que no haber criado significa que no tienes familia, amante, amistades, aficiones? Insistir en la maternidad como salvaguarda elimina del imaginario social cualquier otra faceta personal e incide en la idea de mala madre, la que no se dedica en cuerpo y alma al cuidado, la que no sacrifica su carrera profesional o simplemente echarse al puro hedonismo.

Existe aún cierto repelús a ese hedonismo, incluso desde el propio movimiento feminista. Al placer por el placer, a dedicarse a una misma como única proyección vital. Reclamar mi derecho a disfrutar de jornada continuada frente a una madre sigue siendo socialmente reprobable. Sigue siendo motivo de disputa, de enfado y de confrontación, convirtiendo el hecho en arma arrojadiza entre gestantes y no gestantes. Se trata de una cuestión de tribu, a pequeña escala, pero que desde luego también necesita un abordaje macroeconómico: calentamos demasiado la silla cuando podríamos ganar más efectividad con menos horas a la luz de la bombilla.

¿Qué favorece esta percepción comúnmente aceptada y contra la que posicionarse te pone del lado de Herodes? ¿Por qué se subvenciona y se apoya socioeconómicamente la maternidad y no otro tipo de modos de vida? Está detrás esa enrevesada jugada del aparato del Estado que favorece que se genere un nuevo individuo contribuyente, y a la par, la inercia social aplaude a la mujer que cumple con el paradigma de la maternidad.

¿Cómo pueden no gustarte las criaturas? ¿Cómo eres tan egoísta? ¿Sabes que si no fuesen así las cosas tú no estarías aquí? ¿Es que nadie piensa en los niños? Hasta que no logremos trascender la idea de que la conciliación también se ha pensado para personas sin descendencia, no habremos dado uno de los grandes pasos necesarios en el desarrollo personal, basado en la libertad de elecciones, que de eso iba la vida.

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El feminismo, como toda batalla social contra la vida y sus tiranteces, tiene greatest hits sempiternos: prostitución sí, prostitución no, identidades queer, identidades binarias, maternidades variopintas... Y un tema del que todavía me pregunto cómo se ha colado casi en exclusiva en terreno amazona: la conciliación; ese fragmento de reloj resquebrajado que queda entre dormir y conseguir pagar las facturas.

La conciliación vino a la agenda feminista como el supremo derecho de una madre a dedicarse a los cuidados de su prole, en lugar de haberse defendido de primeras como el derecho individual de cualquier persona a disponer de un equilibrio entre las facetas profesionales y las de otro tipo de cuidados, quehaceres o las de asueto, sean estas dedicarse a la reproducción, la cría de agapantos, entrenar una maratón o la vida contemplativa.