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La historia de la clase obrera vuelve a olvidarse de las mujeres

Raquel Clemente Pereiro

22 de julio de 2021 06:01 h

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Cartagena, una ciudad del sureste peninsular, se caracteriza geográficamente por ser un enclave portuario, una localización estratégica para la instalación del primer complejo de industrias petroquímicas en la península. Fue el comienzo de un ciclo de reorientación económica en la posguerra franquista, muy influenciado por Estados Unidos y la imposición de un desarrollismo dependiente del petróleo y los combustibles fósiles. En unas décadas se establecieron empresas vinculadas con los carburantes, los fertilizantes y la minería que supusieron un punto de inflexión en el crecimiento económico y demográfico de los famélicos municipios de Cartagena y La Unión, pero también generaron importantes impactos ambientales. Entre ellos, uno de los desastres ecológicos más importantes de Europa: el de la Bahía de Portman. En algunos territorios, sus gentes no han tenido otra forma de subirse al carro del desarrollo económico que envenenarse y venderse a lógicas extractivistas y, Cartagena, que nunca tuvo el poder de decisión sobre estas industrias, obtuvo así el título de la ciudad más sucia del Estado. El humo de las fábricas era el principal cartel de bienvenida de la ciudad, incidiendo en la salud de la población.

El premiado documental El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, pone el foco en unos intensos meses de revueltas en Cartagena, cuando gran parte de aquel tejido industrial llegaba a su fin. La película apunta a los antecedentes históricos y a las consecuencias de la “reconversión” industrial, mirando hacia el pasado franquista y la pobreza de aquellos años, al escaso peso político de la Región de Murcia -y más aún de Cartagena- en el panorama político, pero también a un presente poco ilusionante para las hijas y los hijos de aquella generación de obreros despedidos y familias dejadas a su suerte.

Pero estas líneas hablan de lo que el documental no cuenta. ¿Dónde quedan las vivencias de las mujeres? Hay, al menos, tres importantes silencios vinculados al sostenimiento y recomposición de las vidas. Hemos charlado con algunas mujeres que conocen bien esta historia.

Uno: los turnos

La industria petroquímica que provocó el “milagro económico español” en Cartagena funcionaba de continuo. Una semana de mañana, una semana de tarde, una semana de noche, diez días libres y vuelta a empezar. Turnos que te revientan.

Sonia, cartagenera de 36 años, trabaja ahora a turnos rotativos­ en una planta petroquímica, el mismo trabajo que tuvo su padre, uno de los obreros despedidos en 1992. Para ella “lo más difícil de trabajar a turnos es que no tienes la rutina de nadie, no sabes el día en que vives. Y, aunque entre los siete días de trabajo libras dos, que no son dos porque el que estoy librando sales de trabajar por la mañana, duermo toda la mañana y me queda la tarde y el día siguiente. Entonces tienes la sensación de que son 21 días de trabajo continuo. Lo vas arrastrando porque tu cuerpo no descansa”.

Estos eran los ritmos y condiciones de trabajo de muchas de las familias nucleares que vivían en los municipios de Cartagena y La Unión; ritmos posibles porque esas fábricas contaban, en su plantilla invisible, con las mujeres –parejas y otros vínculos familiares– de esos obreros. Ellas se encargaban del cuidado de la casa, la administración de la economía, el cuidado de unas criaturas cuyos ritmos eran antagónicos a los de la industria, de sostener y reparar la vida de esos obreros y sus familias en lo que Carol Lopate, en Women and Pay for Housework (Mujeres y Salario para el trabajo doméstico), llama la “última frontera en la que las personas mantienen sus almas con vida”. Un trabajo imprescindible para aquella industria ya que producía, sin obtener derechos por ello, lo más preciado para su funcionamiento: la fuerza de trabajo.

Que estas mujeres formaban parte de esta plantilla invisible se confirma cuando también sufrían las enfermedades profesionales derivadas del trabajo en la industria. Cartagena es una de las zonas con más personas muertas por amianto en el Estado y, aunque la mayoría de los fallecidos son hombres trabajadores de empresas de Cartagena, por cada casi tres hombres muere una mujer: parejas o hijas que se encargaban de lavar la ropa de los obreros.

Dos: la lucha

El capitalismo tiene asignado un papel a cada territorio y el Estado español es el “lugar de vacaciones” de Europa. La transición heredó una industria pesada, dirigida por empresarios puestos a dedo por el franquismo y que sabían manejarse en las condiciones de explotación, falta de derechos y de regulación de una dictadura, pero no en un escenario de libertades sindicales y apertura de España a los mercados internacionales. El Gobierno socialista de Felipe González, mientras hablaba de reconversión y modernización industrial, liquidaba sectores y empresas públicas o las dejaba en manos de multinacionales europeas. Algunas se llevaron las fábricas a sus países.

La llamada “reconversión” amenazó a unos 15.000 empleos en los municipios de Cartagena y La Unión, afectando a los sectores de la minería, los astilleros, los fertilizantes y la refinería. Fueron meses de lucha intensa en cada una de las industrias: en los astilleros –Bazán– se organizaron 127 manifestaciones en 180 días; en la fábrica de Peñarroya –metalurgia– participaron en 186 manifestaciones en 4 meses –117 de ellas continuadas– e hicieron presión con huelgas de hambre. Por parte de las empresas de fertilizantes se organizaron 150 manifestaciones.

Sin el papel de las mujeres esa lucha hubiera sido, simplemente, imposible. ¿Cómo se mantienen meses de continuas e intensas movilizaciones sin una vasta red de cuidados que siga sosteniendo la vida? Red que, por cierto, también posibilitaba la participación de las mujeres –de nuevo invisibilizadas– en estas movilizaciones. La Finuchi, madre de Sonia, me contaba el trajín de aquellos meses: “Fui a Murcia, fui a Cartagena. Nos movimos las mujeres, mi madre se quedaba con los críos, pidimos un autobús pá ir a Murcia. Estuvimos varios meses moviéndonos. A donde dijeron que fueran íbamos. Y mi marido también iba”.

Tres: la derrota

El final de la película estaba escrito.

La derrota dejó a muchas familias en una situación de mierda, económica y psicológicamente, agravada por la sensación de que habían hecho todo lo que estaba en su mano, que se habían esforzado, que habían luchado todo lo que pudieron y que no sirvió para nada. En el documental se refleja esta derrota en los relatos de las depresiones y sufrimiento psíquico y psicológico de algunos de los obreros despedidos, en la resignación y la rabia de aquellos parados que, por muy militantes que sean, se metieron debajo de las mesas. Obviamente no eran los únicos en sufrir esas consecuencias. La Finuchi lo recuerda muy bien: “Cogí una depresión muy fuerte, la verdad. Porque veía, coño, estos que dicen que son socialistas, y que no nos ayuden, estábamos con los sindicatos y no hacían ná. Quiero decir que nos movimos mucho y no sirvió para ná. Felipe González lo vendió todo y nos llevó a todos a la ruina. Entonces, es que ves la falsedad y la mentira. Y nada tía, nada”.

Pero era más importante no comerse los ahorros, especialmente cuando la indemnización de aquel despido llegó diez años después: “Es que tenía tres críos pequeños que mantener, así que le dije a Maruja si conocía a una mujer pá cuidar y entonces me puse a cuidar a una mujer mayor, Doña Margarita de la Serna, que iba por las mañanas, para entrar una ayuda a la casa. Mi marido se tiró a la calle, a ver lo que sacaba, pero ná, cuatro duros. Y estábamos mal, pero mucha gente lo pasó peor, también lo digo. A otros les quitaron la casa, si no tenían para comer como iban a pagar la casa. ¡Pues a la calle!”.

Luis –nombre ficticio– habla poco de cuando su padre fue despedido de la empresa Peñarroya, que vertió durante más de 30 años 7.000 toneladas diarias de residuos con zinc, cadmio, restos reactivos y plomo en la Bahía de Portmán y se fue de rositas. Él cuenta que “todo lo que había aguantado su madre”, quien, además de seguir criando a Luis y sus dos hermanas y de buscar algunas horas de trabajo cuidando a menores, tuvo que lidiar con los problemas de alcoholismo de su marido tras la pérdida del empleo. No fue el único, el bar y el alcohol pasaron a ser los elementos comunes para algunos de esos obreros que no contaron o no supieron encontrar otros elementos con los que recomponer su identidad de sustentador de la familia.

Muchas mujeres asumieron así la responsabilidad de traer ingresos a casa –difícilmente un salario– y las redes de mujeres volvieron a ser claves para el sostenimiento de la vida en los hogares. Sonia recuerda que su madre “se tiró cinco años trabajando fuera de casa. Aunque era pequeña de eso sí me acuerdo, porque era como que mi madre se iba de mi casa y yo siempre estaba con mi abuela.” Su hermana Laura, que era más mayor, tuvo consciencia de otras tensiones y problemas, pero también de que fue la época en la que pudo pasar más tiempo con su padre: “Mi padre me llevaba con el 127 al instituto. Como estaba en el paro, esos cuatros años me llevó todos los días. Él no iba al bar porque mi madre andaba preocupada con el dinero y le decía: 'Muchacho, que tanto tiempo en el bar no puedes estar, que no vamos a llegar a fin de mes, que tenemos tres hijos'. Mi madre lo tenía recortao, vamos. Y es gracias a ella, gracias a mi madre, es que tiene mi padre un duro”.

Epílogo: el presente

Casi 20 años después, los testimonios en el documental de las personas más jóvenes y de algunas y algunos protagonistas de aquellos sucesos, muestran escasas expectativas, alternativas o simplemente esperanzas de futuro –y de presente–. Es previsible encontrar este vacío si miramos únicamente al empleo sin hablar del conjunto de la vida.

Durante 3 horas y 20 minutos se obvia el papel que tuvieron las mujeres en el sostenimiento de aquellos obreros y sus familias, en las luchas y movilizaciones, en la recomposición de esos hogares, familias y obreros despedidos tras la derrota. Si la estética y el bar en el que tiene lugar el documental tiene un aspecto anacrónico, el enfoque centrado únicamente en la esfera del empleo y las preguntas que se plantean de cara al presente y al futuro también lo son. Como si no nos hubieran pasado décadas de neoliberalismo por encima, pero tampoco los planteamientos que han puesto sobre la mesa los movimientos feministas, ecologistas, antirracistas, entre otros. Espacios donde también se habla de sindicalismo, pero de un sindicalismo social, biosindicalismo o sindicalismo feminista; en definitiva, un sindicalismo que no tiene centro el empleo, sino el conjunto de trabajos, territorios, sujetos y recursos necesarios para el sostenimiento y reproducción de la vida.

Estas líneas van dedicadas a La Finuchi, a la madre de Luis y a todas esas mujeres y redes de mujeres sin las que no sería posible el sostenimiento de la vida; las movilizaciones, resistencias y luchas y la recomposición de los cuerpos derrotados; mientras “la historia de la clase obrera” las sigue invisibilizando.

Cartagena, una ciudad del sureste peninsular, se caracteriza geográficamente por ser un enclave portuario, una localización estratégica para la instalación del primer complejo de industrias petroquímicas en la península. Fue el comienzo de un ciclo de reorientación económica en la posguerra franquista, muy influenciado por Estados Unidos y la imposición de un desarrollismo dependiente del petróleo y los combustibles fósiles. En unas décadas se establecieron empresas vinculadas con los carburantes, los fertilizantes y la minería que supusieron un punto de inflexión en el crecimiento económico y demográfico de los famélicos municipios de Cartagena y La Unión, pero también generaron importantes impactos ambientales. Entre ellos, uno de los desastres ecológicos más importantes de Europa: el de la Bahía de Portman. En algunos territorios, sus gentes no han tenido otra forma de subirse al carro del desarrollo económico que envenenarse y venderse a lógicas extractivistas y, Cartagena, que nunca tuvo el poder de decisión sobre estas industrias, obtuvo así el título de la ciudad más sucia del Estado. El humo de las fábricas era el principal cartel de bienvenida de la ciudad, incidiendo en la salud de la población.