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Los malditos Juanes

Madrid. Febrero de 2015. Barrio de Malasaña. Justo encima de una tasca convertida en espacio de encuentro para modernos y modernas. Ahí viven Juan y Mónica. Son una pareja monógama de unos treinta y tantos; formados; amantes del cine de terror; dedicados profesionalmente al mundo de la cultura. Él, en paro. Ella, precarizada en un trabajo mal pagado, lejos de su casa, en el que emplea alrededor del 50% de las 24 horas del día. Llevan juntos entre cinco y diez años. La estética de ambos sugiere que son eso que llamamos alternativos. Alquilan su vivienda, ocasionalmente, para llegar más holgados a fin de mes.

Juan lleva buscando trabajo meses, pero la crisis ha golpeado duro en su sector. No hay nadie dispuesto a precarizarle. Trasnocha delante del ordenador. Nunca se levanta antes de las doce. Está harto y agobiado, así que todos los días sale a correr un rato. Mónica no tiene tiempo para el running, pero se pasa el día de carrera en carrera. Se levanta muy temprano para llegar a tiempo al trabajo, cumple con sus obligaciones y vuelve a casa. Al llegar, la cocina está llena de tazas, vasos, platos, cazuelas, sartenes, cucharas, tenedores y cuchillos sin fregar. En la nevera no hay comida y el frutero está vacío. No hay ni una sartén limpia para freír un huevo. Juan, mientras tanto, la saluda sin levantar la mirada del ordenador. En su escritorio, el resto de los utensilios de cocina que no están en el fregadero. Antes de irse a trabajar, Mónica le había dejado la comida preparada en el microondas, en un plato cubierto con la tapa de plástico que se utiliza para evitar que se manche el electrodoméstico si la comida salta. El plato sigue en el mismo sitio, también tapado, pero sin la comida. Mónica se enfada: “No quiero seguir siendo tu criada”, dice; pero, al día siguiente, vuelve a dejarle la comida preparada dentro del microondas. Juan no sabe cómo funciona la lavadora de la casa en la que lleva viviendo años porque el aparato tiene un truco que sólo conoce ella: el suavizante hay que echarlo cuando la ruleta esté en el número 13. No sabe dónde guarda Mónica la escoba, ni la plancha.

Llegué a aquella casa de casualidad. Sólo a pasar unos días. Un tiempo después, sigo horrorizada. Conté a mis amigas heterosexuales, sorprendida, la situación. No se sorprendieron tanto como yo. “A mí, Mikel, sí que me ayuda”; “Bueno, Imanol baja la basura todos los días”; “Rober sí que limpia, pero yo soy una maniática y no me gusta cómo lo hace”; “La lavadora la pongo siempre yo, que ya me ha estropeado muchas camisetas”. Qué miedo. Es increíble –o quizás no tanto- cómo de dentro tenemos instauradas ciertas creencias. En muchos casos, relacionadas con una asunción de los roles de géneros. Están muy dentro, nos conforman y nos reconfortan.

No quiero hablar ahora de lo limitadores que son los roles de género porque, si te interesa esta cuestión, o bien ya conoces toda la teoría que hay sobre el tema o vas a ponerte a leer en cuanto puedas (En Pikara puedes encontrar muchos textos sobre ello). Lo que me preocupa es cómo nos hemos situado en el binomio víctima-verdugo. Resulta fácil creer que la víctima, en la situación que narro al inicio, es Mónica. Juan es el verdugo, el tipo que aprovecha sus privilegios y somete a su novia a una jornada laboral interminable. En esa lógica, estamos/estoy quitándole la capacidad de agencia a Mónica. A ella y a todas las mujeres que, como ella, se matan trabajando dentro y fuera de sus casas. Quizá el feminismo, tal vez inconscientemente, nos ha situado en el papel de eternas víctimas. Bueno, nos ha situado el feminismo y nos hemos situado nosotras solas. Es más fácil, muchísimo más fácil, asumir las evidentes desigualdades a las que estamos sometidas, que pelear por cambiarlas. Además, ¿dónde se libra esa pelea? ¿En las calles? ¿En casa? ¿Dentro de nosotras mismas? ¿Tiene más incidencia la movilización política que el desarrollo personal? Imagino que, como todo en la vida, se trata de una guerra que se da en muchos campos de batalla diferentes.

El domingo es 8 de marzo. El día de la mujer trabajadora, dicen muchos. El día de la mujer, aseguran otras. Para mí, el día de la resistencia de las mujeres y de todos los cuerpos que nos dejamos someter por el sistema heteropatriarcal. En los últimos años, al menos en Bilbao, se está dando una situación insólita. Grupos de amigas, al estilo Sexo en New York, se reúnen para comer, cenar o tomar copas. Dejan a sus maridos en casa, junto a sus hijos e hijas, y celebran su feminidad entre risas y conversaciones. Mientras tanto, la manifestación convocada por el movimiento feminista sigue recorriendo las calles de Bilbao sin que, año tras año, se note que somos más. Mujeres que celebran su condición como tales sin pararse a pensar que sus hijas y nietas han nacido, igual que ellas, en un mundo lleno de mierda. Mujeres que creen que el feminismo es una ideología radical, que se sustenta en un odio contra los hombres, que pretende que ninguna nos depilemos los sobacos y que nos convirtamos en lesbianas. Algo hemos hecho muy mal, pero lo cierto es que no se sabe lo que es el feminismo, no se conocen nuestras demandas. Quizá porque muchas mujeres, potenciales compañeras, no se reconocen en un rol víctimas pasivas de un sistema abstracto. Han triunfado en sus trabajos, han elegido la maternidad, tienen amigas, dinero y tiempo libre.

Tal vez, incluso, Mónica se defina feminista. Es una mujer libre, que se gana el sueldo, que trabaja en lo que le gusta, que no se ha casado, ni tiene hijos ni hijas por decisión propia. Probablemente se considere feminista porque las pancartas nos las ponemos en nuestro balcón. ¿Cuántas mujeres activistas feministas siguen reproduciendo los roles de género sin cuestionamiento alguno? ¿Cuántas lesbianas reproducen el sistema heteropatriarcal? ¿Cuántas mujeres, quizá vinculadas a las administraciones públicas, ejercen ahora violencia monetaria contra sus parejas que se han quedado debido a la crisis en el paro? El patriarcado es un sistema de dominación que no puede resumirse en una lógica de poder entre hombres y mujeres. El patriarcado, en términos generales, lo sustenta mucho más Angela Merkel que un hombre negro o un compañero marica. La lucha feminista no puede pretender que las mujeres escalemos en una pirámide de poder sino destruir todas las estructuras de dominación. Mónica puede que tenga claras cuáles son las reivindicaciones feministas y las comparta, pero en lo más profundo de sí misma, sabe que ser una mujer de su casa, mantener el orden y la limpieza, ser madre y esposa la colocaría en una situación de privilegio, de reconocimiento social. Tenemos que empezar a entender que la lucha feminista no tiene que tener como objetivo asumir más tareas o estar en más espacios. No quiero un feminismo en el que tengamos que asumir o acumular más, quiero un feminismo en el que soltemos, en el que nos vaciemos, en el que empecemos de cero.

Madrid. Febrero de 2015. Barrio de Malasaña. Justo encima de una tasca convertida en espacio de encuentro para modernos y modernas. Ahí viven Juan y Mónica. Son una pareja monógama de unos treinta y tantos; formados; amantes del cine de terror; dedicados profesionalmente al mundo de la cultura. Él, en paro. Ella, precarizada en un trabajo mal pagado, lejos de su casa, en el que emplea alrededor del 50% de las 24 horas del día. Llevan juntos entre cinco y diez años. La estética de ambos sugiere que son eso que llamamos alternativos. Alquilan su vivienda, ocasionalmente, para llegar más holgados a fin de mes.

Juan lleva buscando trabajo meses, pero la crisis ha golpeado duro en su sector. No hay nadie dispuesto a precarizarle. Trasnocha delante del ordenador. Nunca se levanta antes de las doce. Está harto y agobiado, así que todos los días sale a correr un rato. Mónica no tiene tiempo para el running, pero se pasa el día de carrera en carrera. Se levanta muy temprano para llegar a tiempo al trabajo, cumple con sus obligaciones y vuelve a casa. Al llegar, la cocina está llena de tazas, vasos, platos, cazuelas, sartenes, cucharas, tenedores y cuchillos sin fregar. En la nevera no hay comida y el frutero está vacío. No hay ni una sartén limpia para freír un huevo. Juan, mientras tanto, la saluda sin levantar la mirada del ordenador. En su escritorio, el resto de los utensilios de cocina que no están en el fregadero. Antes de irse a trabajar, Mónica le había dejado la comida preparada en el microondas, en un plato cubierto con la tapa de plástico que se utiliza para evitar que se manche el electrodoméstico si la comida salta. El plato sigue en el mismo sitio, también tapado, pero sin la comida. Mónica se enfada: “No quiero seguir siendo tu criada”, dice; pero, al día siguiente, vuelve a dejarle la comida preparada dentro del microondas. Juan no sabe cómo funciona la lavadora de la casa en la que lleva viviendo años porque el aparato tiene un truco que sólo conoce ella: el suavizante hay que echarlo cuando la ruleta esté en el número 13. No sabe dónde guarda Mónica la escoba, ni la plancha.