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La moral es para pobres

20 de mayo de 2021 06:00 h

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Hace un tiempo, antes de que la pandemia fuera siquiera una posibilidad, tuvimos una discusión unas cuantas amigas sobre si las personas que recibían ayudas económicas para comer podían invertir ese dinero en comprar la comida que quisieran o habría una lista de alimentos prohibidos. La conversación surgió porque, al parecer, el Ayuntamiento de Bilbao no permitía comprar cualquier alimento a quienes recibían dinero para ello. El tema se centró en la Coca-Cola. Un par de amigas entendían que estaba bien que fuera un refresco prohibido. Si pagamos entre todas para que te alimentes, tienes que hacerlo bien. No puede ser para caprichos, es dinero público, etcétera. Otras entendíamos que no, que el dinero se da para que las personas receptoras coman, y que pueden comer lo que les dé la gana. Lo contrario es aplicarles una moral que no nos aplicamos a nosotras mismas. Esa moral que solo se aplica a quien es pobre. Si la Coca-Cola realmente es tan mala, que se prohíba en general. Si se puede consumir, que la consuma cualquiera. Esa era más o menos la idea. 

Tengo una imagen clavada en la memoria desde pequeña: una persona pidiendo dinero en la puerta de un supermercado. Y una frase grabada que me resuena: “Te lo doy, pero para comida, ¿eh?”. Esta frase me incomodaba hasta que me di cuenta de por qué: si me quieres dar el dinero, me lo das. Si no te fías de mí y crees que en vez de un bocata me voy a comprar un chute, no me lo das y punto. Pero encima de que tengo que vivir de tu caridad, no me obligues también a seguir una moralidad que habría que ver si tú misma te aplicarías. Probablemente, quien da tiene dinero para la comida y para el chute, no tiene que elegir. En fin, esto lo resume muy bien en una escena que vi en Cracovia. Unos chicos pedían dinero en la calle con un cartel en inglés: “Solo para cerveza”.

El paternalismo se da de muchas maneras. Se da aunque nos declaremos feministas. Lo vemos claro cuando se ejerce contra nosotras, pero cuando miramos a quien está un poco por detrás, se nos nubla la visión. Porque claro, si les damos todos los derechos, la plena ciudadanía, igual no saben hacer buen uso, no están acostumbradas, son menores de edad para ser libres.

Así ha sido históricamente. Es famoso el debate entre Victoria Kent y Clara Campoamor en el que la primera temía que, teniendo derecho a voto, las mujeres lo utilizaran para dárselo en masa a la derecha. No podíamos votar porque lo íbamos a hacer mal. 

Ha pasado con lesbianas y gais. Que no se casen porque no se casan bien. O que se casen, pero entonces que no adopten o tengan criaturas porque no las van a saber educar como una familia de bien. Pasa con las personas migrantes. Que no tengan papeles si no demuestran que pueden formar parte de la ciudadanía, que reciban ayudas solo si son ejemplares y se integran. A ver si van a trabajar legalmente y van a tener derecho a voto y vamos a terminar con un Gobierno de fundamentalistas musulmanes. Ahí está ese libro de Houellebecq que fantasea con esta idea en Francia, Sumisión. El libro tiene su gracia. Plantea una izquierda pusilánime que, en su infinita tolerancia, acaba admitiendo incluso someterse a un Estado musulmán religioso. Como si no tuviéramos bastante con el fascismo patrio -en Francia y en España- que no es un futuro distópico sino un presente que asoma la patita. 

Ha pasado también -y pasa- con el derecho al aborto. Las mujeres no saben abortar, abusan de este derecho, lo hacen demasiadas veces o no lo hacen bien. 

Hace un par de semanas leía un artículo en un medio de izquierdas en el que se hacía gala de este paternalismo. Hago aquí un inciso: me gustaría enlazar el artículo y que cada quien juzgara lo que ahí se dice, pero no lo voy a hacer porque defiendo el derecho a publicar sin que te linchen -y últimamente el linchamiento está de moda-, el derecho a que un medio publique cosas que no necesariamente comparte pero que le parecen interesantes, el derecho al olvido de la maldita hemeroteca. Y, sobre todo, el derecho a arriesgarnos con los temas y, en ese riesgo, equivocarnos, porque creo que es la única forma de salir de los marcos establecidos y de ampliar miradas. 

El artículo defendía esta moralidad aplicada solo a quien está más abajo, aunque la autora no lo reconocía así. El texto decía que la “transizquierda” está permitiendo a la industria farmacológica experimentar con niñas y niños con la excusa de que son personas trans. La “transizquierda” ha visto un nicho de mercado en este tipo de prácticas y se ha metido de lleno en estas formas de control social. 

Claro, porque la hormonación sistemática a las mujeres, la sobremedicalización a las criaturas, el aborto farmacológico, las clínicas privadas pagadas con dinero público para realizar interrupciones voluntarias del embarazo y otro sin fin de prácticas propias de nuestro sistema no son un problema. Nosotras ahora podemos abortar utilizando una pastilla porque sabemos hacerlo, aunque entendamos que esa pastilla forma parte de una industria farmacológica cuyas prácticas nos parecen horribles. Una persona trans no puede hormonarse porque va a abusar de ese derecho, porque está contribuyendo al farma-orden mundial. Porque recae justo sobre quien no tiene plenos derechos dar ejemplo. Porque las madres y padres de criaturas trans les van a medicar sin control, van a ser cómplices de la experimentación, porque no saben educar bien. Luego el psiquiatra cisheteronormativo le receta a mi hija cisheteronormativa de mi familia heterocéntrica nuclear blanca unas pastillas para no sé qué y se las doy. Porque eso es ciencia y somos de la izquierda pura y científica, pero lo otro ya no es ciencia: es experimentación orquestada desde una dictadura “transizquierdista”. 

Sí, el paternalismo se da de muchas formas. Cuando le pedimos a Silvia Agüero, por ejemplo, que escribiera sobre la prueba patriarcal del pañuelo que todavía se hace a algunas mujeres gitanas, nos respondía desde ahí y venía a decir algo así: Mira, payas, que sí, que lo que queráis, pero que ya estamos las gitanas en ello. Que vosotras también tenéis vuestras mierdas y estáis con lo de la pruebita del pañuelo porque pobres gitanas que son menores de edad. Así entiendo yo el texto que escribió, vaya. 

No se trata de defender las luchas nucleares identitarias. No quiere decir que una persona paya no pueda apoyar y entender la lucha de las mujeres gitanas, o que una persona cis no pueda hacer lo mismo sobre la realidad trans. Ni siquiera se trata de que no podamos opinar sobre aquello que no nos atraviesa. Tampoco implica tener que opinar igual, decir que sí a todo y punto. Pero sí radica en acabar con este paternalismo cargado de moral para pobres, en opinar y apoyar acompañando, no desde la superioridad. En observar de qué disfrutamos nosotras mientras se lo negamos a otras, bajo cualquier pretexto: el anticapitalismo, la lucha de la clase obrera, el ecologismo, el feminismo, el animalismo, el antimilitarismo, el derecho al placer, el de la pereza, lo de abajo el trabajo, que si patriarcado no, que si lo mejor es no votar, para qué lo quieres, abstencionismo activo y cualquier otra perspectiva que podamos tergiversar hasta convertirla en un artefacto que nos confiere superioridad moral desde la que sentar cátedra. 

Y esto escuece. Que las personas trans quieran derechos escuece y entonces hacemos recaer solo sobre sus hombros la responsabilidad compartida del descontrol capitalista de la industria farmacológica. Que las gitanas nos señalen los clichés que tenemos sobre ellas y que supuestamente tanto nos preocupan, nos escuece, y entonces no entendemos que son las primeras interesadas en acabar con sus propias prácticas patriarcales. Y cargamos sobre ellas toda la culpa del patriarcado. Y escuece porque deja claro lo que decía: que creemos que la moralidad es para pobres mientras desviamos la mirada de nuestras propias miserias. Hay quien cree que acabar con este paternalismo supone caer en una lucha identitaria relativista cultural de dictadura transizquierdista posmo queer tolerante. Otras lo llamamos escuchar y revisarnos. El nombre completo que nos dan a la “transizquierda”, por cierto, es tan largo porque cada vez somos más las que nos quedamos fuera de esa izquierda que se atrinchera en su supuesta pureza. 

Hace un tiempo, antes de que la pandemia fuera siquiera una posibilidad, tuvimos una discusión unas cuantas amigas sobre si las personas que recibían ayudas económicas para comer podían invertir ese dinero en comprar la comida que quisieran o habría una lista de alimentos prohibidos. La conversación surgió porque, al parecer, el Ayuntamiento de Bilbao no permitía comprar cualquier alimento a quienes recibían dinero para ello. El tema se centró en la Coca-Cola. Un par de amigas entendían que estaba bien que fuera un refresco prohibido. Si pagamos entre todas para que te alimentes, tienes que hacerlo bien. No puede ser para caprichos, es dinero público, etcétera. Otras entendíamos que no, que el dinero se da para que las personas receptoras coman, y que pueden comer lo que les dé la gana. Lo contrario es aplicarles una moral que no nos aplicamos a nosotras mismas. Esa moral que solo se aplica a quien es pobre. Si la Coca-Cola realmente es tan mala, que se prohíba en general. Si se puede consumir, que la consuma cualquiera. Esa era más o menos la idea. 

Tengo una imagen clavada en la memoria desde pequeña: una persona pidiendo dinero en la puerta de un supermercado. Y una frase grabada que me resuena: “Te lo doy, pero para comida, ¿eh?”. Esta frase me incomodaba hasta que me di cuenta de por qué: si me quieres dar el dinero, me lo das. Si no te fías de mí y crees que en vez de un bocata me voy a comprar un chute, no me lo das y punto. Pero encima de que tengo que vivir de tu caridad, no me obligues también a seguir una moralidad que habría que ver si tú misma te aplicarías. Probablemente, quien da tiene dinero para la comida y para el chute, no tiene que elegir. En fin, esto lo resume muy bien en una escena que vi en Cracovia. Unos chicos pedían dinero en la calle con un cartel en inglés: “Solo para cerveza”.